Tribuna:

La literatura españoIa y su imagen

Nuestra percepción de las culturas ajenas no suele basarse en la realidad de las mismas, sino en la imagen que aquéllas proyectan. Cuanto más nítida y definida sea la imagen, mayor será nuestra convicción del conocimiento íntimo de ella: una mera confirmación exterior del saber que ya poseíamos. Así, tendemos a privilegiar las expresiones literarias y artísticas que, en vez de nadar contra corriente para desvelarnos algo nuevo, se dejan arrastrar por el maelstron de lo definitivamente acuñado y sabido: imágenes que, a fuerza de repetidas, se transforman en clichés previos a nuest...

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Nuestra percepción de las culturas ajenas no suele basarse en la realidad de las mismas, sino en la imagen que aquéllas proyectan. Cuanto más nítida y definida sea la imagen, mayor será nuestra convicción del conocimiento íntimo de ella: una mera confirmación exterior del saber que ya poseíamos. Así, tendemos a privilegiar las expresiones literarias y artísticas que, en vez de nadar contra corriente para desvelarnos algo nuevo, se dejan arrastrar por el maelstron de lo definitivamente acuñado y sabido: imágenes que, a fuerza de repetidas, se transforman en clichés previos a nuestra visión de las cosas y acaban por convertirse en mitos.El interés por las obras literarias y artísticas alemanas, francesas, italianas, norteamericanas o rusas se volcará de manera preferente en aquellas que corresponden a imágenes ya establecidas. El autor que trabaja sobre ellas -esa serie de referencias culturales piloto, del tipo de Stendhal, Tolstoi, Flaubert, Mann, Proust o Hemingway-será recompensado de puertas afuera por una rápida percepción de su trabajo, mientras que sólo el paso del tiempo permitirá el conocimiento de aquellos que no cuadran en el, consabido repertorio patrio: esos autores incómodos y excéntricos cuyas coordenadas no coinciden con las que nosotros poseemos o creemos poseer, el ruso Andrei Biely, el italiano Italo Svevo, el alemán Amo Schmidt, por citar unos pocos e ilustres. ejemplos.

Pero si los Estados más poderosos e influyentes, representativos de una cultura más viva y dinámica, pueden ofrecerse el lujo de una múltiple y, por consiguiente, enriquecedora proliferación de imágenes -el actual dispositivo imaginario de Estados Unidos, capaz de abarcar en sus diferentes manifestaciones y grados de elaboración las complejidades, contradicciones, matices, no sólo de la sociedad norteamericana sino incluso del hombre de hoy, expresa perfectamente lo que digo-, los situados al margen del poder económico que configura nuestro modo y estilo de vida deben contentarse, en relación al mercado internacional de productos culturales, con un número muy reducido de clichés de identificación instantánea y fácil. De este modo, mientras Estados Unidos, Francia o Alemania pueden presentar una carta compuesta de una mayor o menor variedad de platos -de lo puramente norteamericano, francés o alemán, a exótico, remoto y abstracto en la, medida en que responden a la moderna sensibilidad-, los países periféricos no disponen por lo común sino de un exiguo menú de composición fija: platos típicos, cuyo atractivo estriba, precisamente, en su identificación, con los supuestos valores locales y sus peculiaridades expresivas.

Con la excepción notable de la obra de Jorge Luis Borges, la boga actual de un gran sector de la literatura latinoamericana se debe en parte, a mi entender, al hecho de que actúa en un campo muy reducido de imágenes conocidas de antemano por el lector: las de un continente oprimido y en lucha -elaboradas bien antes del triunfo de la revolución cubana por autores como Azuela, Asturias o Amado- y las de esa acertada receta narrativa conocida por realismo mágico, forjada por Juan Rulfo y divulgada luego por García Márquez. Cualquier epígono que se mueva dentro de esas coordenadas mágico-progresistas será reconocido en los centros del poder cultural con facilidad, tanto mayor cuanto más fielmente se adapte al cliché transformado en mito: la vieja afición del lector culto europeo por les romans des pays chauds ha hallado en la mezcla de magia y compromiso un terreno ideal en el que explayarse. Pero mientras productos editoriales de valor dudoso, pero etiqueta segura, encuentran un mercado inmediato, aquellas obras literarias que, por su originalidad radical y profunda, imponen una visión y no un reconocimiento tardarán en abrirse camino por no ajustarse a la imagen europea y norteamericana de un continente mágico y en lucha. Quienes rehusaron o rehúsan el cómodo papel asignado -escritores de la talla de Lezama Lima, Bioy Casares o Cabrera Infante- serán marginados, en cambio, por la simple razón de que sus novelas no se conforman con lo que un público ávido de clichés espera de ellas. Sólo la justicia literaria del tiempo podrá deshacer tal entuerto: pasado el relumbre efímero de la moda, su reconocimiento, si bien tardío, será de seguro mucho más durable y auténtico.

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Si me he referido a los equívocos que enturbian nuestra percepción de la literatura latinoamericana y la tendencia general del momento a no distinguir el grano de la paja, lo he hecho

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La literatura española y su imagen

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para ilustrar los problemas y dificultades con qué tropieza la difusión, fuera de nuestras fronteras, de lo que hoy se escribe en España; problemas y dificultades cuyo origen se puede resumir escuetamente en términos de imagen. La visión exterior de lo español ha respondido, desde hace más de siglo y medio, es decir, desde el romanticismo, a una serie de fotos fijas: de la España de charanga y pandereta retratada por Merimée y la España goyesca y esperpéntica a que parecía condenamos una historia desdichada de revueltas, matanzas, guerras civiles y Gobiernos de espadones, a las de este poderoso revulsivo de la imaginación universal que fueron la explosión revolucionaría de 1936, la doble intervención fascita y soviética, el célebre millón de muertos, la ruina de nuestros viejos sueños y esperanzas. En tanto que el autor inscrito en alguna de esas coordenadas podía aspirar a un reconocimiento exterior, quien trabajaba fuera de ellas no suscitaba interés alguno. Sólo esta reducción arbitraria de lo español a un puñado de fotos fijas explica que, si bien el apetito europeo y norteamericano por lo supuestamente nuestro se mantiene vivo -bastaría con evocar la reciente multiplicación de filmes y ballets sobre el mito de Carmen-, obras literarias de primera magnitud, pero cuya textura no concuerda con aquéllas, permanecen injustamente arrinconadas en el desván de lo atípico y, por tanto, no traducido. Que una novela de la magnitud de La regenta sea aún hoy ignorada por el gran público en Alemania, Francia, Inglaterra o Estados Unidos refleja crudamente este lamentable desinterés por cuanto no encaja con la imagen ya hecha, el cliché o el mito. Que un poeta como Luis Cemuda o un escritor como Valle-Inclán duerman en el pequeño gueto el hispanismo, ilustra igualmente la supeditación de los valores reales a la fuerza de los estereotipos.

Una breve referencia a mi caso personal podría, asimismo, servir de ejemplo. Cuando a mediados de los cincuenta empecé a publicar, primero en España y después fuera de ella, una serie de obras más o menos testímoniales de mi experiencia personal del franquismo, estas novelas y relatos de denuncia fueron traducidos inmediatamente a una veintena de idiomas, no por sus valores literarios intrínsecos, sino porque respondían a lo que el lector extranjero -al menos el lector de convicciones democráticas- esperaba de aquella España sojuzgada, pero no vencida, creada por la tragedia de 1936. Trabajando sobre esta imagen previa, limitándome a tratar de lo percibido desde fuera como genuinamente español, me habría sido muy fácil hacer carrera: me bastaba para ello desempeñar correctamente mi papel. El día en que, cumplido mi deber testimonial, me esforcé en forjarme un lenguaje propio, partir en guerra contra el cliché y el mito, pasar del producto editorial al texto literario, lo hice a sabiendas de que emprendía una larga travesía del desierto en condiciones de hostilidad y aislamiento: la realidad literaria a la que aspiraba actuaba al margen del cliché establecido, carecía de imagen en la que apoyarse. El repertorio limitado de temas y procedimientos narrativos asequibles a un autor de la periferia me vedaba a priori la exploración de otros ámbitos culturales, la migración fecunda, la ruptura con mi propia tradición: mientras una novela anglo-sajona sobre la India, México o España permanecía fiel a las coordenadas de una cultura abierta a lo universal, una novela española ajena a lo supuestamente hispánico perdía en cambio su esencia, dejaba de interesar.

Este previsible y previsto fenómeno de rechazo afectaba, como es obvio, no sólo a mi obra sino a la de los creadores más significativos de nii generación. La universalidad asumida de Antagonía o Volverás a Región, por citar dos ejemplos conocidos, rompía con el esquema de lo convenientemente español: como en la obra maestra de Clarín, no se acomodaba a la categoría identificatoría de lo déja vu. Por las mismas razones de etiqueta se sigue traduciendo a Miguel Hernández o Blas de Otero, en tanto que poetas superiores a ellos, como José Ángel Valente o Jaime Gil de Biedma, no son objeto de la atención que merecen a causa precisamente de su inclasificable modernidad.

Digámoslo bien claro: la España democrática de hoy, con su Constitución refrendada por el pueblo, su Rey honesto y una sociedad cuyos hábitos, normas y aspiraciones se distinguen cada día menos de los de las demás sociedades industriales, esa España, a mil leguas de la enfrentada a sí misma en 1936, carece de imagen exterior en términos literarios. Liberada de sus rasgos identificatorios más pintorescos y anacránicos por una dinámica social que desmiente sus presuntas diferencias de esencia, no se reconoce ya a sí misma en los estrechos límites de sus pasados clichés, estampas y mitos. Esta transformación del país -captada por los escritores más lucidos de los últimos 20 años- impone a su vez una percepción exterior de nuestros valores más flexible y vasta, una lenta operación de acomodo de la imagen a la nueva y más prosaica realidad. Los fenómenos de ósmosis, interpenetración, mezcolanza que caracterizan el período en el que vivimos tienden a superar por otra parte la injusta división del trabajo o distribución de papeles que condenaban a las culturas menos privilegiados al cultivo de una autenticidad ajena a las mutaciones históricas. Paulatinamente abierta a una modernidad sin fronteras, nuestra literatura ha ampliado el campo de sus referencias e intereses sin dejar por ello de hablar con voz propia. Su reconocimiento y admisión entre las demás literaturas europeas no deben ser trabados por la nostalgia de nuestro atraso ni de las ocasiones definitivamente perdidas. La guerra contra el cliché envejecido de lo hispano será ardua, pero estoy convencido de que, tarde o temprano, las nuevas realidades literarias acabarán, no obstante, por imponerse.

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