Tribuna:

El funcionario y el ciudadano

Los marxistas glosan una y otra vez esa célebre frase de Carlos Marx referida a su proyecto teórico y revolucionario: invertir a Hegel. El sentido de esta frase queda ya explícito en aquellos textos juveniles en los que Marx se resiste a aceptar la prioridad hegemónica que, en la vida social, confiere Hegel al Estado con respecto a la sociedad civil. Marx considera que el Estado es un reflejo, no mecánico, sino complejo y dialéctico, de los conflictos y contradicciones de la propia sociedad civil, fraguada en el antagonismo de las clases sociales, especialmente las que detentan la repre...

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Los marxistas glosan una y otra vez esa célebre frase de Carlos Marx referida a su proyecto teórico y revolucionario: invertir a Hegel. El sentido de esta frase queda ya explícito en aquellos textos juveniles en los que Marx se resiste a aceptar la prioridad hegemónica que, en la vida social, confiere Hegel al Estado con respecto a la sociedad civil. Marx considera que el Estado es un reflejo, no mecánico, sino complejo y dialéctico, de los conflictos y contradicciones de la propia sociedad civil, fraguada en el antagonismo de las clases sociales, especialmente las que detentan la representación del capital y de la fuerza de trabajo. Por el contrario, en Hegel el Estado es la síntesis individualizada y concreta que corona el edificio social, eso que Hegel llama el "espíritu objetivo".Conviene, sin embargo, no perder de vista el inmenso mérito de la reflexión hegeliana, la cual, como muchas veces se ha reconocido, constituye una de las culminaciones teóricas de la reflexión burguesa en torno a esa esfera que, desde Locke hasta Adam Smith, dibuja el área de la sociedad civil. Y conviene, sobre todo, no olvidar que en Hegel esa esfera civil y económica de la sociedad constituye una esfera autónoma, dotada de su propia ley, si bien se trata de una autonomía y de una ley que, en última instancia, queda subordinada al Estado. Invertir a Hegel puede significar, hoy, pensar esa esfera estatal como algo funcional e instrumental respecto a la finalidad misma del cuerpo de la nación, que sería la consumación civil. Dicho de otro modo: invertir a Hegel significa subordinar el Estado a la sociedad civil.

Pero esa subordinación e inversión no puede pensarse hoy en términos marxistas, ya que el tejido social se ha diversificado, la solidaridad interna a las clases (acuciadas por la pérdida de horizonte de beneficios en lo que respecta a la clase empresarial y por el miedo al paro en la clase laboral, tema éste muy bien analizado por Josep Rigol en su excelente libro Crisi i pais) se ha relajado, el antagonismo también se ha vuelto complejo y polivalente y, en suma, el esquema simplificador y excesivamente teórico de la lucha de clases ha dejado paso a un panorama mucho más denso y polícromo. Y, sin embargo, mantiene todo su sentido la idea marxista "invertir a Hegel", así como la subordinación del Estado a la sociedad civil en la esfera que Hegel llamaba "espíritu objetivo".

Porque la síntesis concreta de la vida en común no es el Estado, no es su personificación individualista, el funcionario (o el rey funcionario hegeliano), sino, muy al contrario, el ciudadano. Es importante decirlo hoy a viva voz, porque la orientación ideológica y política objetiva que se dibuja en España tiende, más bien, a una consumación del sueño ilusorio hegeliano, en olvido de que en Hegel ese sueño estaba mediatizado por una lúcida vigilia reflexiva en torno al carácter sustantivo de la sociedad civil en España, país hasta hace dos décadas rural y provinciano, castizo y preindustrial, se corre el riesgo, por razón de la sempiterna coartada de la crisis, de ahogar la orientación civil mediante un salto mortal hacia el Estado de siempre, Estado que en España ha sido la aspiración protectora de todo aquel que, sin paso por la ciudadanía, ha saltado del medio rural a la investidura del probo y parasitario rol de funcionario.

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Parasitario, en efecto, en tanto no está al servicio de la sociedad civil. El problema español estriba en que, históricamente, sociedad civil y Estado han andado separados y a la greña, éste afincado en el centro y corte de la piel de toro y aquélla en su periferia barcelonesa. Hoy, después de ese real cambio de rumbo histórico que se produjo, no hace ahora seis o siete años, sino seguramente desde 1958, el que permitió la conversión de un país rural y provinciano, coronado por dos monstruos urbanos, uno estatal y otro civil, Madrid y Barcelona, en un país industrial en ciernes, puede pensarse la realidad histórica hispana de tal suerte que puedan generalizarse, por todo el país, los modelos estatal y civil de ambas ciudades. Tal generalización está soportada en el marco autonómico del presente Estado, a la vez que en el auge creciente del carácter urbano de todo el territorio. Se trataría, pues, de una generalización en la que el Estado-función, subordinado a la sociedad civil, se aproximara a la sociedad civil impregnada de Estado "con centro en todas partes". Pero hoy más que nunca urge decir que la síntesis es civil, la constituye el ciudadano, autónomo, individualizado, singular, no el funcionario ni tampoco el rey-funcionario hegeliano.

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