Reportaje:

Los albergues, refugio de caminantes

Unas dependencias municipales acogen cada dia, al caer la tarde, a decenas de seres marginados que nunca recibieron de nadie 'otra' oportunidad

El albergue está siempre lleno de un público heterógeneo en el que caben, cada vez con más frecuencia, los que son arrojados allí desde el vacío de la falta de trabajo, que alternan con los mendigos profesionales, los débiles de espíritu o los locos. Gente que se está haciendo vieja y que, salvo muy escasas excepciones, ha recortado sus anhelos a comer tres veces al día y tener dinero para tabaco.El albergue, en realidad, son dos. El de hombres de San Isidro Labrador y el de Mujeres de Santa María de la Cabeza, comunicados entre sí por una puerta interior y con acceso independiente desde la ca...

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El albergue está siempre lleno de un público heterógeneo en el que caben, cada vez con más frecuencia, los que son arrojados allí desde el vacío de la falta de trabajo, que alternan con los mendigos profesionales, los débiles de espíritu o los locos. Gente que se está haciendo vieja y que, salvo muy escasas excepciones, ha recortado sus anhelos a comer tres veces al día y tener dinero para tabaco.El albergue, en realidad, son dos. El de hombres de San Isidro Labrador y el de Mujeres de Santa María de la Cabeza, comunicados entre sí por una puerta interior y con acceso independiente desde la calle, en el número 34 del paseo del Rey, una zona tranquila, próxima al paseo de Rosales y a la tapia de piedra que protege los hangares y las vías de ferrocarril que parten de la estación del Norte. Blanqueado por fuera, el largo edificio cuenta sólo con dos puertas, una pequeña, sin indicación alguna, que da entrada al de hombres, y otra mayor, de hierro, más semejante a la entrada a un garaje, en la que reza un pequeño cartel indicativo.

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A las seis, la puerta se abre. Es la hora de recogerse para los mendigos que han estado todo el día pateando la ciudad, sudorosos y cansados, pidiendo en las bocas de metro o dejando pasar el tiempo sentados a la sombra. Entre ellos hay un hombre ya maduro, delgado, afeitado y limpio con sus escasas ropas, todas sus pertenencias, metidas en una bolsa de plástico. Cruza un corto pasillo y desemboca en el patio interior, muy cuidado por las seis hermanas de la caridad, repleto de tiestos y con grandes árboles. En las horas de calor de la tarde, antes de que empiece la televisión, el patio es el lugar preferido de los que buscan refugio. Los bancos pintados de fuerte color verde ofrecen descanso a los recién llegados. Aún tendrán que esperar un poco, antes de pasar a las duchas y esperar la llamada para la cena. El mendigo anónimo tiene apenas un hilo de voz, pocas ganas de hablar, y contesta, un poco molesto por lo obvio de la pregunta, que su estancia allí obedece a que no tiene trabajo y que otro albergue de unas monjas, en el que estaba antes, lo van a cerrar y hay que buscar un sitio para dormir.

En el mismo banco se sienta Eugenio Guevara, 50 años de edad, soltero, vivaz y hambriento -confiesa que sólo ha comido un bocadillo desde el día anterior-, recién llegado a la capital en un deambular continuo que le autoriza a emitir una opinión de experto sobre los lugares semejantes que lleva recorridos. También Eugenio se lamenta de su condición actual. Estuvo trabajando, de albañil y camarero sobre todo, hasta 1979,que se quedó en paro definitivamente; aún aguantó unos meses con los ahorros, y luego se lanzó a la mendicidad. Su primera preocupación consiste en averiguar las características del albergue porque cada uno tiene normas diversas, y pregunta si dan las tres comidas diarias, aunque no trabaje en nada. Le dicen que sí y le informan que "aquí la entrada es voluntaria; puedes salir si te apetece y, si no, quedarte, pero la comida y la cama y la limpieza está asegurada".

Eugenio se define a sí mismo como un culo inquieto. Desde enero, ha pasado por el albergue de Lugo, el de las Damas Apostólicas de Valencia; el de Zaragoza, "que tiene unos camastros incomodísimos"; Tarragona; Lérida, y los de San Juan de Dios -"donde te dan la cama y el desayuno, pero te tienes que ir por la mañana y eso, en invierno, es terrible"- y San Martín de Porres, ambos madrileños. Se trata de un experto, que procura en seguida saber el terreno que pisa y la mejor forma de comportarse para no molestar ni ser molestado.

Marginados, no mendigos

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Otro huésped del albergue, Luis, es uno de los fundadores de la coordinadora madrileña de marginados, "que no mendigos", recalca; "un mendigo es el que ya se ha acostumbrado a esa forma de vida, un marginado es el que por cualquier circunstancia depen de de la ayuda de los demás para sobrevivir, pero quiere trabajar y lucha por conseguirlo y porque se le reconozcan sus derechos"-.Luis no pierde ocasión de hacer proselitismo. En el albergue de San Juan de Dios, dice, no se echa a todos a la calle por la mañana. Algunos mendigos que ayudan en la limpieza, la cocina, las comidas o cosas así, pueden quedarse todo el día e incluso ganarse unas pesetas. Para Luis, esta práctica no es sino una forma de explotar la mendicidad y ahorrar puestos de trabajo. Eugenio, el experto, lo ve de forma más simple: "A esos les viene bien cualquier forma de ganarse la vida, y sí no lo hicieran esta rían en la calle y sería peor".

Desde el patio se accede a los distintos servicios que ofrece el albergue. Por una puerta situada en un extremo se sube al primer piso. Allí están la enfermería y el equipo médico. La mayoría de los mendigos recogidos en el albergue presentan parásitos, enfermedades de la piel, del estómago y de los pulmones -todos ellos fuman muchísimo, y no tener dinero para tabaco se considera igual a tocar el escalón más bajo-, agravadas por las malas condiciones de alimentación, y en muchos casos el exceso de bebida. Enfrente de la enfermería se encuentran los servicios; y al fondo del pasillo, los dormitorios, grandes salas bien iluminadas y aireadas en las que se han distribuido hasta 16 camas, impersonales. Tampoco puede ser de otra forma en un simple lugar de paso.

Otras puertas que se abren al patio dan a la biblioteca, no demasiado frecuentada, la peluquería y el comedor, muy limpió, cubierto con grandes mesas cuadradas en las que caben ocho comensales. El servicio de comidas corre a cargo de las monjas. La limpieza es un factor fundamental del albergue, no sólo por cuestiones de higiene, sino por el importante estímulo psicológico que supone para los albergados el notar que se les trata con consideración.

En la esquina opuesta a la entrada al comedor se encuentra el acceso a los talleres. Si uno de los factores que más contribuyen a la. degradación física y psíquica deestos hombres es la inactividad, el embotamiento, la iniciativa de la actual dirección del centro de abrir un taller de artesanía fue muy bien acogida, aunque no todos se han decidido a hacer uso de las herramientas puestas a su disposición. La mayoría pasan el tiempo en el patio, sentados, encerrados en un mutismo incómodo para el visitante y tal vez también para ellos mismos. Un simple vistazo a las personas que ocupan los bancos echa por tierra la idea de que el mendigo es, por definición, un hombre viejo o avejentado. La falta de trabajo, principalmente, ha arrojado a los hogares gratuitos a hombres y mujeres jóvenes, que sólo tienen en común un sentimiento de desmoralización, pero que nunca habrían llegado a su actual situación si hubieran tenido alguna oportunidad.

Denunciada por los vecinos

A las seis de la tarde, la jornada de trabajo ha terminado ya en el taller. Sólo Mariano Ortiz continúa acoplando cristales a marcos de latón, que luego se articularán formando bonitas cajas cuadrangulares o triangulares. El taller se está beneficiando de todas las habilidades semiolvidadas de los mendigos. Manos y cerebros que ya habían perdido la práctica se afanan desde hace poco menos de dos años en dar forma a una colección increíble de objetos. En la sala de exposición y venta al público se amontonan ceniceros, figuras humanas, flores de cerámica, lámparas y cuelgatiéstos de macramé, estanterías y reproducciones de muebles antiguos en madera, faroles de hierro, tableros de ajedrez con sus piezas, muñecas, flores de papel, cuadros, mariposas confeccionadas con viejas medias de malla... El ayuntamiento madrileño ha sido sensible a la Importancia de estos trabajos y ha concedido licencia para la instalación de tres puestos de venta callejeros, en la calle Orense, plaza de España y mercado de Canillas, pero el proyecto sólo estará completo cuando el albergue disponga de una o varias tiendas propias, que podrían instalarse en los puestos de venta municipales de los mercados.

"Ya no confío en mí mismo"

Mariano Ortiz lleva ya 14 años viviendo en el albergue. Aunque la mayoria de los alojados permanecen allí pocos días, aunque vuelvan repetidas veces, un grupo importante lo forman personas que ya han rechazado la vida en la vía pública y tampoco tienen otro sitio donde ir. Mariano es uno de ellos. Natural de Olivenza, en Badajoz, cuenta ahora 43 años. A los 21 sufrió un ataque de polio y pasé mucho tiempo de hospital en hospital; después de, siete operaciones, complicadas con otras lesiones de columna, le ha quedado una cojera en la pierna derecha y un ligero encorvamiento de hombros. No quiso acogerse a la hospitalidad sin cera de sus dos hermanas y se vino a Madrid, "cuando en Madrid todavía se veían carteles en la s obras pidiendo peones para trabajar. Aquí no conocía a nadie y cuando se me acabó el poco dinero que tenía seguí el consejo de un amigo y me puse a pedir; supongo que lo hice porque ya entonces bebía mucho. Aquellos días no eran tan malos. Por las mañanas sacaba algún dinero, solía estar por Moncloa, y por las tardes me reunía con otros parecidos a mí en una taberna que todavía hay en la calle Abades, en pleno rastro; allí comíamos y dormíamos. A veces Venía la policía y se llevaba a algunos, y un día que estaba muy borracho me tocó a mí. Me trajeron al albergue y, de verdad, sentí que se me caía el mundo encima".

"Entonces esto no era lo que ahora. Había una especie de cocheras, que las llamaban lazareto, y nosotros calabozos, llenas de suciedad y con la gente tirada donde cayera. Yo, con la melopea que llevaba, me eché a llorar de pena y de asco, Antes no se podía salir de aquí. Estábamos encerrados; nos daban la comida y la cama y listo. A mí me soltaron a los tres meses, pero me volvieron a coger en seguida, y me llevaron al juzgado, acusado de vago y maleante. Tuve suerte, porque el juez veía que yo no era un delincuente, y nunca fui a Carabanchel, como otros".

Conceptuar a los mendigos como maleantes estuvo en práctica hasta hace pocos años; hasta que los fiscales y jueces, con mayor sensibilidad social, dejaron paulatinamente de ejecutar una ley ciega que consideraba la miseria como un delito. Mariano Ortiz sabe mucho de eso. Los habitantes de los eificios de la primera parte del paseo del Rey les desprecian y les miran con aprensión cuando desfilan, poco antes de las seis de la tarde, hacia las puertas del albergue. Mariano echa de menos una familia propia, aunque estuvo a punto de formarla, hace años. Es un hombre menudo y enjuto, que habla con cierta nostalgia serena de todo lo pasado.

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