Tribuna:

El auge de Ias matemáticas

La reciente concesión del premio Príncipe de Asturias a Luis Antonio Santaló, un prestigioso matemático español, nacionalizado argentino, suscita la cuestión del papel que están desempeñando las matemáticas en el desarrollo de las ciencias modernas. El autor de este trabajo expone de que modo la formalización matemática ha ido imponiéndose abrumadoramente como el lenguaje común a las distintas actividades científicas. Y afirma, frente a los que, en base a presupuestos humanistas, pretenden todavía cerrar a las matemáticas su incursión en algunas áreas del conocimiento, que hoy toda resistencia...

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La reciente concesión del premio Príncipe de Asturias a Luis Antonio Santaló, un prestigioso matemático español, nacionalizado argentino, suscita la cuestión del papel que están desempeñando las matemáticas en el desarrollo de las ciencias modernas. El autor de este trabajo expone de que modo la formalización matemática ha ido imponiéndose abrumadoramente como el lenguaje común a las distintas actividades científicas. Y afirma, frente a los que, en base a presupuestos humanistas, pretenden todavía cerrar a las matemáticas su incursión en algunas áreas del conocimiento, que hoy toda resistencia a la matematización conlleva, con frecuencia, el estancamiento o el subdesarrollo científico. La vaguedad conceptual, las disputas bizantinas, las predicciones triviales o meramente subjetivas, serían parte importante del precio que están pagando aquellas disciplinas científicas faltas del rigor que les conferiría una correcta formulación matemática.

Una de las características más notables de lo que entendemos por ciencia moderna, es decir, el tipo de ciencia que se generalizó a partir del siglo XVII, es la matematización. Incluso, sin temor a exagerar demasiado, podríamos sostener que el uso de las matemáticas como forma de discurso propia del conocimiento científico es la característica más peculiar de la ciencia moderna. Otras notas esenciales de la actividad científica, como pueden ser la especulación teórica, la observación sistemática y hasta la experimentación, pueden detectarse en formas no modernas de ciencia, como la biología aristotélica, la alquimia medieval y renacentista, o la naturphilosophie del Romanticismo. La aplicación sistemática de las matemáticas, en cambio, es el gran ausente de estas variedades alternativas de ciencia.La matematización es condición necesaria (aunque no suficiente) para alcanzar la máxima potencia explicativa, predictiva y tecnológica de una disciplina, las metas genuinas de la ciencia moderna. La astronomía obtuvo el estatuto de conocimiento sólido por sus impresionantes predicciones ya en la antigüedad, al ser expresada por completo en un lenguaje geométrico. La mecánica dio el gran salto adelante en el siglo XVII, cuando se impuso en ella el uso de la geometría, el álgebra y el cálculo infinitesimal. En la primera mitad del siglo XIX asistimos a una invasión sin precedentes de las matemáticas en dominios que hasta entonces parecían ajenos a un tratamiento de esta índole; en el espacio de pocas décadas, luz, calor, electricidad, magnetismo y reacciones químicas sucumben a la tiranía de los números, dando lugar con ello a resultados prácticos que constituyen la más amplia base de nuestro actual bienestar material. El siglo XX, sobre todo a partir de los años treinta, ha presenciado otra formidable oleada matematicista, que aparte de consolidar y afinar los logros anteriores, ha atacado con éxito una gran porción de la biología, especialmente la genética, y de las ciencias sociales, en particular, economía, psicología, lingüística y hasta musicología.

Parece, pues, que, si queremos que una disciplina científica funcione bien y dé frutos ampliamente reconocidos, no tenemos más remedio que matematizarla. El recíproco, naturalmente, no es cierto; hay innumerables ejemplos de matematizaciones que no han llevado a ninguna parte o han dado escaso rendimiento. Matematizar fructíferamente una disciplina empírica es dificil. Este es un hecho que suelen olvidar tanto los partidarios como los detractores del uso de las matemáticas. La biología, la psicología, la lingüística, están llenas de matematizaciones espúreas o de utilidad dudosa. Basta recordar las fantasías matematizadoras de un Fechner en psicofisiología, la estéril axiomatización del conductismo por Hull o la dudosa aplicación de la teoría de las catástrofes a la lingüística. Lo que olvidan tanto los partidarios como los adversarios del método matemático es que la misión de éste no es proporcionarnos por sí solo una buena teoría empírica.

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Además de matematizar bien hay que hacer bien otras cosas: hay que experimentar y teorizar bien; y combinar los tres factores en un sistema adecuado. Lograr todo esto de manera satisfactoria puede requerir de décadas o incluso siglos de arduos esfuerzos. Por ello, matematizar no es una condición suficiente, pero sí necesaria de auténtico avance científico. Los practicantes de una disciplina que de antemano se niegan a emprender cualquier esfuerzo en este sentido condenan a su disciplina a los efectos típicos del subdesarrollo científico: vaguedad conceptual, disputas interminables, explicaciones que sólo aceptan quienes las proponen y predicciones que, o son triviales, o resultan fallidas. En una palabra, condenan a su disciplina al ostracismo. Si se quiere salir de ese pantano, no hay otra vía que someterse a alguna forma de la tiranía de los números. Este es, en lo esencial, el mensaje del programa matematicista en las ciencias. Su profeta, si es que hay que buscar a alguno, es Arquímedes, el primer físico matemático de la historia, y sus biblias han sido muchas, pero quizá la de mayor impacto es Philosúphiae naturalis principia mathematica, de Newton.

El triunfo de Arquímedes

Por supuesto que ha habido y hay todavía mucha gente que no tiene fe en el mensaje arquimediano. En discusiones sobre las ciencias sociales es frecuente oír la opinión de que el intento de aplicar matemáticas a dichas disciplinas es una empresa fútil, cuando no demencial. Los argumentos que se dan en favor de esta opinión son diversos y, en general, poco articulados. No suele estar claro si lo que se sostiene es que las ciencias sociales no pueden ser matematizadas debido a la peculiaridad de su objeto de estudio o bien que no deben serlo porque ello traería consigo consecuencias nefastas para la humanidad.

Detrás de esta posición se halla la idea, no siempre explícita, de que todo lo que atañe a la sociedad humana es (o debe ser) radicalmente distinto del resto de los objetos de nuestra expe

El auge de las matemáticas

riencia. Esta visión dicotómica entre dos mundos (el de la naturaleza no humana, matematizable, y el de la humana, no matematizable) es sólo la versión más reciente de una vieja tradición, que tiene raíces muy profundas en la cultura occidental y que ha adoptado diversas formas a lo largo (le la historia. En lo esencial, es la misma corriente de pensamiento que en el siglo XVII se negaba a aceptar que los fenómenos de la física terrestre pudieran tratarse análogamente a los de la física celeste, la misma que en el siglo XIX ridiculizaba los intentos de cuantificar los fenómenos de la vida igual que los de la naturaleza inorgánica. Esta tradición también tiene su profeta, Aristóteles, quien no creía en la aplicabilidad de la exactitud matemática a los difusos y cambiantes fenómenos de nuestra experiencia ordinaria, y en consecuencia promovió un enfoque puramente cualitativo en las ciencias empíricas.Ahora bien, si algo nos enseña la historia cultural de los últimos cuatro siglos es que, después de un largo predominio, los aristotélicos se han ido batiendo en retirada ante el empuje de los arquimedianos. Sucesivamente, se matematizaron la astronomía, la mecánica, la física y química en general, la genética, la economía y partes sustanciales de la psicología, la lingüística y otras ramas de las ciencias sociales. En cada fase de esta disputa milenaria, los aristotélicos han apostrofado a los arquimedianos: "Hasta aquí habéis llegado; ¡ya no pensaréis más!", sólo para tener que reconocer en la etapa siguiente que el programa matematicista había engullido otro más de los bastiones considerados inexpugnables. A ello ha contribuido, sin duda, el desarrollo interno de las matemáticas. Todavía a fines del siglo XVII, todo lo que la matemática ofrecía a las ciencias empíricas era la geometría y un álgebra rudimentaria. El advenimiento del cálculo significó la apertura de un territorio inmenso para los arquimedianos de los dos siglos subsiguientes. Pero tampoco se podía hacer todo con el cálculo solamente. El siglo XX ha inaugurado una avalancha de nuevos instrumentos matemáticos, como los métodos estadísticos, la teoría de autómatas, la teoría de las decisiones, etcétera, que están mostrando su fertilidad en numerosos campos antes considerados no matematizables, especialmente en las ciencias sociales. Aún quedan muchos reductos aristotélicos, claro; pero si yo tuviera que apostar por uno de los dos partidos, no dudaría un instante. No faltará quien diga que esta tendencia es una moda. En realidad, no puede hablarse aquí de una moda pasajera cuando ya lleva por lo menos tres siglos de éxitos espectaculares.

A finales del siglo XVIII, para una mente esclarecida, la cuestión ya no era la de saber si el lenguaje matemático era aplicable a la experiencia, sino la de averiguar por qué lo es. Ya se sabía que Arquímedes, en definitiva, le había ganado la partida a Aristóteles, pero no se sabía por qué. ¿Por qué el hablar de matemáticas sobre las cosas que nos rodean proporciona una forma de conocimiento mucho más efectiva que si hablamos sobre ellas en latín o alemán? El primero en comprender claramente que esta era la pregunta básica de toda epistemología moderna fue Kant. A esta pregunta es a lo que trata de responder en última instancia la Crítica de la razón pura. La respuesta kantiana hoy día ya no nos satisface, por varias razones que ahora no es momento de enumerar. No obstante, el mérito de Kant consiste en haber planteado el problema por vez primera y en haberlo señalado como una cuestión filosófica central. Con ello se inauguró la disciplina que hoy día conocemos como filosofía de la ciencia. Su desarrollo espectacular, sobre todo en los últimos 40 años, y la diversidad de sus análisis y resultados no nos deberían hacer olvidar, sin embargo, que su origen se halla en el planteamiento kantiano. Ahora que sabemos mucho más que Kant sobre la estructura profunda, implícita, tanto de las matemáticas como de las ciencias empiricas matematizadas, quizá haya llegado el momento de atacar frontalmente, con mejores perspectivas de éxito, la inquietante cuestión de por qué ganó Arquímedes y no Aristóteles.

es especialista en lógica matemática. Catedrático e investigador en la universidad Autónoma de México (UNAM).

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