Tribuna:

La tarea del Tribunal Constitucional

Mi ilustre y viejo amigo don Manuel García Pelayo, presidente del Tribunal Constitucional, ha argumentado hace unas semanas, en pro de la neutralidad del organismo que encabeza, distinguiendo entre dos diferentes vías de acción pública, la constitucional y la política, que, a su entender, deben mantenerse separadas. Es éste, por supuesto, un ideal lógico viniendo de quien viene, pero me atrevería a preguntar si, además, puede ser realizable.Distinguir entre lo constitucional y lo político resulta posible tan sólo abandonando la perspectiva histórica y realizando una especie de sublimación de l...

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Mi ilustre y viejo amigo don Manuel García Pelayo, presidente del Tribunal Constitucional, ha argumentado hace unas semanas, en pro de la neutralidad del organismo que encabeza, distinguiendo entre dos diferentes vías de acción pública, la constitucional y la política, que, a su entender, deben mantenerse separadas. Es éste, por supuesto, un ideal lógico viniendo de quien viene, pero me atrevería a preguntar si, además, puede ser realizable.Distinguir entre lo constitucional y lo político resulta posible tan sólo abandonando la perspectiva histórica y realizando una especie de sublimación de lo que en su día fue una muy penosa y difícil tarea política en pos de la prosecución de las garantías ciudadanas. Las constituciones son el fruto de la actividad política de los pueblos; pudiéramos distinguir entre lo político (primera acepción) considerado como el resultado del tipo de actividad que conduce a un acuerdo (los políticos suelen decir consenso) acerca de las reglas de juego deseables y útiles en la época, y lo político (segunda acepción) referido al quehacer ya enmarcado en los cauces anteriormente dichos. La diferencia entre ambas nociones o acepciones, puede convertirse en algo tan sutil como queremos hacerlo, y para ello bastará entender que la práctica política (aludo a la segunda acepción) puede cambiar los términos constitucionales, lo que hace a menudo.

La filosofía de la ciencia ha tenido que recurrir, a lo que parece, a claudicaciones un tanto similares. La idea de Popper del falsacionismo de las teorías científicas como solución a la utopía neopositivista de los hechos exteriores no pudo resistir los ataques de Kuhn y su visión del quehacer científico como una especie de pacto entre los investigadores de una época determinada. Pero el paradigma kuhniano tampoco es una entidad superior e inaccesible, ya que la actividad de los científicos consigue modificarlo, e incluso darle la vuelta como un calcetín y sustituirlo por otro. ¿Puede pretenderse, entonces, que cualquier texto constitucional es un paradigma libre de la actividad de la política cotidiana?

La necesidad de una fórmula estable y ordenadora del resto de las actividades políticas no puede confundir el sentido de contrato que tiene toda carta magna, por muchas referencias que se hagan a los derechos absolutos. Una Constitución inmutable y eterna se convertiría rápidamente en un instrumento de opresión y, por el camino inverso, un texto constitucional a diario corregido resultaría punto menos que papel mojado. Entre una y otra linde se halla enmarcado el ejercicio de la tutela política que todo pueblo se concede a sí mismo a través de fórmulas que han ido mudando su pelaje, más de lo que suele creerse, desde 1788 o, si se prefiere, desde 1812. Y no es esa tarea fácil, dada la imposibilidad de dar por fijados de forma ideal y definitiva unos límites que situarían la Constitución en un libro inaccesible y puro. Ejemplos de cuanto digo los tenemos a diario, desde los innúmeros recursos que hubo de recibir el más alto tribunal hasta la conciencia de la útil ambigüedad, que a veces también enseña algún que otro inconveniente.

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La ciencia política es cualquier cosa menos una disciplina clasificable en la nómina de las exactas. De ahí que gran parte del contenido de la Constitución de 1978, incluso aquello que pueda hacemos coincidir a los españoles en una supuesta y difícil unanimidad, no sea más cosa que el resultado de un convencimiento que puede resultar, en el fondo, erróneo.

No estoy pretendiendo argumentar, claro es, en favor de ningún radicalismo relativista, ya que tan sólo quiero hacer patente las dificultades, tantas veces recalcadas, de toda tarea de preferencia racional. El tribunal que regula lo que resulta adecuado a la Constitución y lo que se opone a ella no hace sino intentar de continuo una interpretación, lo más técnica posible, de lo que en gran medida se lee en clave de prudente política, y expresa ese deseo de pureza que se identificaría con una utópica y a la vez imprescindible racionalización a ultranza. Fueron los griegos quienes descubrieron cómo y de qué manera la naturaleza humana está determinada por la tragedia, esto es, por aquello que resulta necesario e imposible al tiempo. La tarea del tribunal es, en este sentido, penosamente trágica y honrosamente humana. No pretendamos, además, convertirla en divina.

, 1983.

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