Reportaje:

Manjar de cerdos, manjar de ricos

Los viernes por la noche se celebra en Morella (Castellón) un mercado semiclandestino de trufa, un condimento que alcanza asombrosas cotizaciones

Linda lo tiene claro: si no encuentra lo que busca el amo, no comerá hoy. Así que la joven perra conejera pega su enflaquecido cuerpo al suelo del encinar y husmea y husmea sin hacer caso de esos deliciosos rastros de perdices y jabalíes que asaltan constantemente su hocico. Tras ella, el amo se encarga de recordar con gritos excitados que no es precisamente caza animal lo que espera cosechar en el monte. "Busca trufa, busca", le arenga. Y si por un momento la perrilla de color canela ha tenido una vacilación al olfatear lo que podría llegar a ser un sabroso bocado de carne, ésta es ven...

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Linda lo tiene claro: si no encuentra lo que busca el amo, no comerá hoy. Así que la joven perra conejera pega su enflaquecido cuerpo al suelo del encinar y husmea y husmea sin hacer caso de esos deliciosos rastros de perdices y jabalíes que asaltan constantemente su hocico. Tras ella, el amo se encarga de recordar con gritos excitados que no es precisamente caza animal lo que espera cosechar en el monte. "Busca trufa, busca", le arenga. Y si por un momento la perrilla de color canela ha tenido una vacilación al olfatear lo que podría llegar a ser un sabroso bocado de carne, ésta es vencida pronto y vuelve a lo suyo, a la tarea que le reportará pitanza segura de terminar satisfactoriamente la jornada.Forman una curiosa pareja Linda y su propietario en esta fría y ventosa mañana de diciembre en que andan buscando criadillas subterráneas por la partida de Els Tous, a tres o cuatro kilómetros en línea recta de Morella. Ella, un año y medio de existencia y, con ésta, dos temporadas en el negocio trufero, parece una vivaz radiografía de can. El, Julián Querol, 53 años de edad y casi dos décadas en el mismo asunto, compone perfectamente el personaje de¡ masovero, o campesino de la castellonense comarca de El Maestrazgo. Bajo y recio, narilargo y mofletudo, de encanecidas patillas, mirada inquisitiva y locuacidad desbordante, Julián conoce palmo a palmo estos bosques, se guía por las estrellas y prefiere liar sus propios cigarrillos de picadura a consumir el mejor emboquillado del mundo, aunque sea regalado.

Hoy, viernes, Julián Querol se despertó a las seis de la mañana en su masía de Sant Vicent, situada en las afueras del amurallado casco urbano. Se calzó un pantalón de pana azul, una gruesa camisa marrón y, sobre ella, un anorak también del color del mar. Tras ajustarse las chirucas, el masovero cogió algo de pan y embutido, la gorra que le ha de tapar la calva, el morral de cazador y un cuchillo expresamente construido para escarbar la tierra. Luego dio los últimos consejos a Asunción, su mujer, para el buen cuidado del huerto. y el corral y se despidió de su único hijo, Julianet, recomendándole que fuera aplicado en la escuela. Fue entonces cuando desató a la ya impaciente Linda y la instaló sobre la caja de madera de¡ asiento trasero de la vieja derby de 49 centímetros cúbicos. Y de tal guisa, Julián y su perra partieron hacia el monte. Volverían cuando el sol comenzara a ponerse.

Llevan, pues, los buscadores de trufas varias horas de infructuosas andanzas por los encinares cuando Linda da claras muestras de haber encontrado una pista. Su cola se dispara en alegres molinetes y con las patas delanteras comienza a hurgar en un trozo despejado de tierra. "Ya está", piensa Julián, sacando el cuchillote y sumándose a la faena de hacer el hoyo. Y, en efecto, a unos veinte centímetros de profundidad, aparece la trufa. Se trata de un hongo compacto y redondeado, de color negruzco y aspecto parecido al de una patata, que desprende un fuerte olor, francamente extraño al primer golpe de nariz. Pesa esta primera pieza recolectada algo más de cien gramos y puede llegar a valer hasta unas mil pesetas si todo va bien en el mercado que ha de celebrarse en Morella horas después. De modo que Julián, tras tapar cuidadosamente el agujero, premia el acierto de su acompañante con un mendrugo de pan, que si no calma definitivamente su gazuza, le sirve al menos de tentempié e inmediata gratificación. Ahora hay que seguir el trabajo.

Los catalanes les abrieron los ojos

Si no hubiera sido por aquellos dos catalanes de la sierra del Montseny, ni Julián Querol ni tantos otros masoveros del norte de la provincia de Castellón estarían hoy pelándose la frente con el frío serrano y llenando el morral con el valioso condimento, asegura Elías Antolí, 55 años de edad y propietario de una fonda morellana cuyo origen se remonta a 1840, el año en que Espartero arrebató la fortificada plaza al guerrillero carlista Ramón Cabrera. Elías recuerda que los dos catalanes llegaron a su establecimiento a finales del otoño de 1961 acompañados de sendos perros y motos montañeras. Eran cazadores de Centelles, explicaron, y querían alojamiento para ellos y permiso para dejar en el bajo de la fonda animales y máquinas. Elías les concedió una y otra cosa, y durante la primera semana no se preocupó demasiado de los madrugones que se daban sus huéspedes, ni de las misteriosas bolsas repletas que traían al anochecer, ni del hecho de que ellos mismos se arreglaran su habitación.

Pero un buen día, Palmira, la mujer del fondista, empezó a alarmarse de¡ olor a establo que salía del cuarto de los cazadores y decidió entrar a poner orden. No vio nada, pero, embarazada como estaba, sufrió un desmayo ante el fuerte tufo que procedía de debajo de las camas. Y Elías se encaró con los de Centelles, que le explicaron que los montes de El Maestrazgo tenían enterrado un tesoro oculto y que ellos se estaban dedicando a recolectarlo con la ¡m prescindible ayuda de los canes. Elías no podía creerlo; para él, como para todos sus paisanos, la trufa era una porquería sin valor que sólo les gustaba a los cerdos y los jabalíes. Y así fue como comenzó la fiebre de la trufa. En las temporadas siguientes, buscadores catalanes y aragoneses invadieron la población e hicieron grandes fortunas, hasta que, finalmente, los morellanos decidieron dejar de lado sus prejuicios y encargarse ellos mismos de la cosecha y venta del producto.

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Morella es una ciudad dos veces milenaria que se encarama espectacularmente sobre la ladera de una montaña, a mil metros de altura respecto al nivel del mar. Desde los bosques que la circundan, se asemeja a un sombrero de piedra cuya copa es el castillo medieval que sirvió de refugio al Cid, el Papa Luna y Cabrera, entre otros rebeldes. Situada a 106 kilómetros de Castellón, la dureza de la vida serrana, la decadencia del cultivo del cereal y el cierre de las industrias textiles existentes en décadas pasadas le han hecho pasar de los 9.000 habitantes de principios de siglo a los 3.400 actuales. Ahora los morenanos viven del cordero, el turismo y la trufa, aunque nadie pueda decir exactamente cuáles son las ganancias de esta última actividad, ya que todo lo relacionado con ella se lleva en el más absoluto secreto por las partes interesadas. El Ayuntamiento de Morella estimó en 1980 que ese año unas treinta toneladas del hongo permitieron ingresar en las arcas particulares de muchos vecinos un mínimo de 150 millones de pesetas libres de cualquier impuesto; pero ni siquiera el alcalde, Francisco Blasco, pone la mano en el fuego acerca de la precisión de la cifra.

Lo que sí ha aprendido Blasco como el buscador Julián, el hostelero Elías y los demás, es que la trufa no es sólo alimento de puercos, sino un condimento que multiplica el sabor y el valor de las carnes, patés y embutidos más finos; un manjar que hasta en tortilla o cortado en rodajas delgadas como el papel de fumar y servido con champaña prestigia las mesas exquisitas; un producto cuya elevada cotización se debe a que han fracasado todos los intentos de cultivarlo artificialmente. La trufa es el órgano de fructificación de un hongo que crece subterráneamente en los bosques situados por encima de los seiscientos metros de altura que reúnan determinadas condiciones de humedad e insolación. Y resulta paradójico que, en realidad, este hongo sea como una enfermedad del monte, un parásito que elimina toda otra vegetación baja allí donde germina. Es este, precisamente, uno de los indicios que ayudan en su búsqueda a los truferos: la ausencia de matorral. El otro, claro, es su intenso aroma, y de ahí el empleo de perros o de cerdos, animal este último preferido en Francia, uno de los grandes productores del mundo y además consumidor del 80% de la trufa recogida en España.

Una economía sumergida

La cercanía de la Navidad hace que el mercado de hoy, viernes, pueda ser uno de los más interesantes de esta temporada, que comenzó el pasado 1 de diciembre y se prolongará hasta el próximo 15 de marzo, coincidiendo con los meses en que madura el hongo. Con tal esperanza ha regresádo a casa Julián Querol hacia las cinco de la tarde. Allí el masovero ha dado de comer a la desfallecida Linda, se ha acicalado rápidamente y ha vuelto a despedirse de Asunción, recordándole que no debe esperarle para cenar. Inmediatamente, Julián ha salido con la derby hacia el amurallado recinto de la ciudad. Va a vender su cosecha de la semana y, sin embargo, no lleva ningún paquete.

En el interior de Morella, y casi simultáneamente, Elías Antolí ha dejado el negocio en manos de Palmira y de su hijo Andrés y, encorbatado y provisto de una romana, ha tomado el coche para acercarse al bar El Cid, unas cuantas calles más abajo. Tampoco sabe a qué hora regresará, ya que, desde la lección recibida de los supuestos cazadores de Centelles, Elías completa los siempre insuficientes ingresos de la fonda con las comisiones que recibe como comprador de trufa para una empresa catalana.

Los dos, Julián y Elías, se han encontrado poco antes de las siete de la tarde en El Cid, principal lonja de trufa de la comarca castellonense. Allí, y también en otros bares de la ciudad, están ya los vendedores de Morella y otras poblaciones cercanas y los compradores que representan los intereses de las industrias conserveras de Navarra, Cataluña y la Rioja, exportadoras luego del producto a Francia. Y es que el de Morella es uno de los cuatro mercados del hongo que se celebran semanalmente en España. Los otros son los de Vic (Barcelona), Graus (Huesca) y Mora de Rubielos (Teruel).

Por tradición y por interés de las partes, es este un mercado semiclandestino, muy parecido en su mecánica al de las drogas, pese a que lo intercambiado sea completamente legal. Nadie exhibe públicamente la mercancía, no hay precio fijo, no se utilizan albaranes, facturas, letras o talones, ni el Ayuntamiento de Morella, ni Hacienda, ni nadie que no esté en el ajo se entera de lo que está ocurriendo. Si algún forastero cayera por El Cid este viernes sólo notaría una gran afluencia de público que copea, bromea y juega a la butifarra o el dominó.

Y, no obstante, la oferta y la demanda se están abordando por la barra y por las mesas, tanteando al principio el terreno y luego ajustando cantidades y precios, que oscilan en una misma noche entre las 3.000 y las 15.000 pesetas el kilo. Nadie parece tener prisa y todo el mundo actúa con suma discreción. Y así empiezan a producirse los primeros acuerdos, sólo perceptibles por el hecho de que, de cuando en cuando, alguien deja el bar y, al poco, le sigue otra persona. Son un vendedor y un comprador que se han citado en algún rincón oscuro de Morella o en algún camino cercano. El vendedor ha ido a su masía o al coche a por la bolsa cargada de terrones y el comprador ha hecho lo propio con la romana con la que pesará la mercancía.

Al amparo de una farola o bajo la luz del automóvil se realizará el intercambio, que exige pago en dinero contante y sonante. Y después, una vez consumado el trueque, aquí no ha pasado nada. Ambas partes están obligadas a guardar silencio acerca de la transacción ante el resto de los interesados e incluso ante amigos y vecinos. Esa es una ley sagrada de la cofradía trufera.

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