Tribuna:

El cambio, un reto moral a la política y a la cultura

A resultas de lo que nos han contado los partidos políticos durante la campaña electoral, el votante se ha hecho a la idea de que la crisis económica va para largo, que las soluciones son habas contadas y que, a corto plazo, las diferencias se refieren, más bien, al reparto de las cargas. Eso se lo sabe el españolito de a pie quien, sin embargo, ha aguzado el oido cuando oyó decir que alguien quería acabar con la corrupción, la picaresca y los egoísmos corporativos. Para poner ese cascabel al gato hispánico, hace falta una carga desconida de sentido moral. Y, mira por donde, la apelación ética...

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A resultas de lo que nos han contado los partidos políticos durante la campaña electoral, el votante se ha hecho a la idea de que la crisis económica va para largo, que las soluciones son habas contadas y que, a corto plazo, las diferencias se refieren, más bien, al reparto de las cargas. Eso se lo sabe el españolito de a pie quien, sin embargo, ha aguzado el oido cuando oyó decir que alguien quería acabar con la corrupción, la picaresca y los egoísmos corporativos. Para poner ese cascabel al gato hispánico, hace falta una carga desconida de sentido moral. Y, mira por donde, la apelación ética se convirtió en la lanzadera política más decisiva.Decía recientemente el constitucionalista González Casanova que si algo define a la moralidad española es su ignorancia del sentido público. Valores éticos reconocidos por estos pagos han sido la pureza de la sangre del cristiano viejo, el honor familiar o la defensa de verdades confesionales. El relumbrón del caballero español se adornaba de un poco de integrismo católico en materia sexual, caciquismo en lo económico y distinción social. Valores, en suma, privados que coincidían en el mismo afán de ignorar el bien común. En ese nido secular se han incubado la moderna corrupción administrativa, la picaresca en los ciudadanos de a pie (y no sólo, como demuestra la auditoría sobre el programa 300 millones) y la manía de los grupos dominantes tentados a considerar al Estado como su cortijo.

La lucha contra esos egoismos cívicos sólo es posible desde el convencimiento colectivo de una nueva moral. Pensar, por ejemplo, que la victoria socialista va a desterrar esos hábitos de la noche a la mañana, es, un sueño peligroso. Para arribar a una sensibilidad cívica hace falta un cambio cultural. Ese cambio no lo va a lograr un Partido, por muy bien intencionado que sea; ni se improvisa.

Al inicio de la campaña electoral, un buen millar de hombres de la cultura acudieron a la cita de los socialistas. El hecho era significativo por diferentes conceptos. Allí estaban muchos de los que hace cinco años acudían religiosamente a las convocatorias que hacía el Partido Comunista a las fuerzas de la cultura. Había otros muchos, sedicentes independientes y recalcitrantes a las invitaciones de los partidos. El denominador común bien podía ser la conciencia de que esta vez el cambio sí que era posible y allí estaba la intelligentzia. ¿Para qué?. Pocos pasarían por aquello del intelectual orgánico. Su parcela la situan en la educación, más cercana de la concientización que de la politización. Sin esa labor pionera una victoria política sería poco eficiente, venía decir Felipe González: "nosotros podemos conseguir votos; el intelectual no consigue votos, sino confianza, regenerar a la sociedad". Sin la presión de las fuerzas de la cultura, no habrá manera de acabar con los hábitos corporativistas que mandan en los individuos y organizaciones sociales. Sin ir más lejos, ahí estan las Fuezas y Armadas y la Iglesia. El desarrollo democratico de las sociedades europeas ha repercutido en un proceso de privatización (en el caso de la Iglesia), o de segregación social (en el caso del Ejercito) de este tipo de instituciones que otrora legitimaban el poder político, que ha contribuido a desarrollar un sentido corporativista en virtud del cual entienden el servicio al bien común o a la patria, que formalmente les carateriza, como subsumido en la idea particular que estas instituciones se hacen de lo colectivo. Está visto que la conciencia pública, en individuos e instituciones, no es algo instintivo.

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Para que se produzca una transformacion cultural de los hábitos cívicos, los partidos políticos tiene que padecer su particular catarsis. Los partidos políticos modernos son proclives a pensar que la política se agota en ellos y fuera de ellos no hay salvación, o la hay en menor escala. Esta idea patrimonialista de la política -que olvida la diferencia entre el Estado y la sociedad-, se atribuye a Lenin, pero aca-

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El cambio, un reto moral a la política y a la cultura

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ba siendo igual a la de Kant, ilustre ideológo de la burguesía, cuando decía que sólo los propietarios podían votar; o a la de la clásica derecha española, que votaba por hectáreas: cuando la política es cosa de unos pocos, el Estado acaba siendo el feudo de una minoría. Habría que recuperar en este punto la inspiración luxemburguiana: " El Partido es el ejecutor, la herramienta de la acción de la masa consciente". Por lo que hace a la cultura, es difícil imaginar que un partido político pueda hacer otra cosa.

A priori no hay por qué limitar las posibilidades de un cambio ético a uno o dos partidos. Lo que sí se puede exigir a quien se apunte al proyecto, es un mínimo de rigor intelectual. Se ha oído durante la campaña electoral -y la cosa irá a más, tras la inyección de optimismo que esa misma derecha ha recibido con la visita del Papa- que lo de la conciencia moral es patrimonio del humanismo cristiano, que se opone a las inspiraciones marxistas. A primera vista parece que humanismo cristiano y moralidad son parientes próximos, al menos eso vienen diciendo algunos desde hace un par de siglos. Séase permitido citar, por una vez, a Karl Marx a quien le dieron quehacer los liberales de entonces con su humanismo cristiano. Les replicaba Marx que lo suyo era un humanismo abstracto, porque hacían abstracción del hombre real, ya que para ellos el hombre era un valor subsumible en la valoración material que de todo hacía el capital: el hombre era su fuerza de trabajo, que se medía como una mercancía. Estos humanismos burgueses, como el de la Doctrina Social Católica y todas las terceras vías, deberían releer la carta Octogessima adveniens de Palo VI, que situaba al humanismo cristiano en las antípodas del liberalismo, que ahora la derecha española exhuma, e invitaba a descubrirle en las templadas aguas de una "democracia solidaria", cercana al socialismo, siempre y cuando éste deje a salvo "los valores de libertad, de responsabilidad y apertura a lo espiritual que garantice un desarrollo integral del hombre". Si encima se habla de humanismo cristiano, habría que traer a colación, como dicen los modernos teólogos, que el sujeto de lo cristiano es el pobre, de tal manera que el humanismo cristiano sería, en este caso, la voluntad política de solidaridad radical con el que no tiene posibilidad material de ser sujeto histórico. Mala papeleta para el neoliberalismo conservador que pide al pobre que aguante, en nombre de conocidos fatalismos racionalizadores.

Que el famoso cambio que se propone es un asunto moral, parece estar fuera de duda. Pero esa oferta desborda ampliamente las posibilidades de un Partido político: la novedad más señalada de las últimas elecciones es que la mayoría de votantes no sólo ha votado un programa de un partido, sino que se ha votado a sí mismo. Sólo respetando esa doble intencionalidad se podrán atacar seriamente la corrupción, la picaresca, el patrimonialismo y el corporativismo. Por no hablar de la adaptación del hombre a un modelo de civilización tan distinto de¡ que anunciaban los felices años sesenta.

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