Tribuna:

Un vuelo

A la media hora de vuelo ya había consumido toda la parte del periódico que me interesaba y no había podido conciliar el sueño que el breve refrigerio y el cuartillo de Macon tampoco lograron inducir. Así que volví al periódico para entretenerme con ese suplemento central en el que el buen lector de Prensa rara vez se detiene. Trataba de aeronáutica, un asunto que si dejo de lado un cierto interés por el estado de la RAF no me puede traer más sin cuidado. El suplemento del Herald venía a glosar el Festival de Farnborough que los británicos celebran en la primera decena de septiembre, en...

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A la media hora de vuelo ya había consumido toda la parte del periódico que me interesaba y no había podido conciliar el sueño que el breve refrigerio y el cuartillo de Macon tampoco lograron inducir. Así que volví al periódico para entretenerme con ese suplemento central en el que el buen lector de Prensa rara vez se detiene. Trataba de aeronáutica, un asunto que si dejo de lado un cierto interés por el estado de la RAF no me puede traer más sin cuidado. El suplemento del Herald venía a glosar el Festival de Farnborough que los británicos celebran en la primera decena de septiembre, en conmemoración de la batalla de Inglaterra, y al que, a excepción de la industria soviética, acuden todas las firmas constructoras de aviones bélicos y comerciales para mostrar sus equipos y prototipos. En el momento de abandonar la costa francesa a la altura de Tolón me vi envuelto en toda una documentación crítica -buena parte de ella, procedente de la pluma de un especialista de apellido Reed, si no recuerdo mal- acerca de las armas aéreas que dominarán el cielo en el próximo decenio. Involuntariamente tuve que aceptar los comentarios que le merecía el F- 1 8A, ese avioncete que al parecer nos va a dejar a los españoles a la cuarta pregunta. El comentarista dejaba al F-18A a caer de un guindo; ni como avión de combate ni como bombardero ni como interceptor parece que vale lo que cuesta y en cada una de esas misiones puede ser ampliamente superado por cualquier aparato más específico y más barato. Según el comentarista, se trata de un avión que es como esa chica para todo que todo lo hace regular: guisa, pero sin gracia; plancha, pero plancha mal; lava y limpia, pero el polvo asoma por todas partes. Pero por encima de todo lo peor es que la señora de la casa no puede confiar en ella."Vaya", me dije ya en pleno Mediterráneo, "he aquí una vez más cómo el español opta por la ley antidarwiniana de la herencia y la evolución: la selección del más torpe", y con tan reconfortante reflexión me introduje en las nubosidades del ansiado sueño que sólo abandoné ante el anuncio de la aparición de la costa africana.

Recuerdos de servicio militar

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Pero antes de entrar en la penumbra del sueño surgió del fondo de la memoria el espectáculo de una competición deportiva entrevista, si no con espanto al menos con temblor, a través de las grandes horizontales de una tribuna de hormigón. Poco a poco, en virtud de ese proceso arqueológico de una memoria sobresaltada por el hallazgo fortuito de un resto enterrado que por un golpe de suerte deja asomar una punta por donde se iniciará toda la excavación, acudieron a mi mente las circunstancias que rodearon aquel singular encuentro en un campo de deportes de Toledo, treinta años atrás. Por razones cuyo detalle no viene al caso yo tuve que cumplir el servicio militar como soldado de segunda, en un cuartel de Toledo, cuando estaba a punto de terminar la carrera de ingeniero. No tuve acceso a aquello que se llamaba el IPS o milicias universitarias y un buen día de 1952 me vi transportado en un vagón de mercancías que cubrió el trayecto Delicias-Toledo, vía Añover, en el breve plazo de veinte horas. En el cuartel me encontré con que era un caso único; por aquel entonces nadie con estudios universitarios o técnicos cumplía el servicio ordinario y tal excepcionalidad supuso por parte de mis jefes una deferencia y una amabilidad, sin que mediaran recomendaciones de ningún tipo, que todavía hoy no me canso de reconocer. Al término de una época bastante abrumada, aquel año y medio en el cuartel fue un recreo para. mí. Aparte de la instrucción no hice nada, es decir, hice de todo: hice de maestro de primera enseñanza, de escriba, de redactor de cartas; fui administrador de cocinas, mecanógrafo, almacenero, marmitón, asistente, proyectista de pequeñas obras, constructor de una barandilla y matarife de un mulo; no pasaba un mes en que un jefe no se fijara en mí para destinarme a una función de la que era relevado por otro jefe, al cabo de un mes. Pero por encima de todo fui en numerosas ocasiones persona destacada, un empleo del que no he vuelto a saber nada y que yo cumplía con gran orgullo sobre todo para anunciarme: "Se presentan cuatro soldados de segunda y una persona destacada".

Entre las primeras nubes del sueño no podía dejar de evocar un olivo -propiedad del marqués de Romanones- cercano al cementerio y no, lejos del campo de tiro, a cuya sombra consumía las tardes -como persona destacada y tránsfuga- para avanzar paso a paso en mis primeras lecturas de inglés, con ayuda de mi pequeño Collins. A la sombra de aquel olivo cayeron A farewell to Arms, Reflections on a Golden Eye, Jane Eyre, Roderick Random, incluso Moby Dick, que yo recuerde. Un día el brigada de la mayoría, sabedor de mis conocimientos de inglés, pero ignorante del alcance ole los mismos, me largó un folleto de unas veinte páginas con orden de traducirlo en correcto castellano y pasarlo a máquina, con media docena de copias, para lo cual me concedió un plazo de una semana. Se trataba del reglamento de un deporte, probablemente nacido en América, que el mando había decidido imponer entre los diversos ejercicios para los oficiales de la Escuela de Educación Física. Se jugaba con un balón esférico, es lo poco que recuerdo de él. No sé si el campo estaba dividido por una red o si tenía dos porterías; no sé si se trataba del basket, del hand, del lacrosse o cualquier otra cosa de esas lindezas. Lo que sí recuerdo es que no era el hockey; que se jugaba con balón. Y lo que también recuerdo es que sudé lo mío; no sólo porque mi inglés era muy rudimentario, sino porque no tenía ni idea de lo que podía ser aquel deporte que no había visto nunca. Todavía años después me subirían los colores a la cara al representarme la más inapropiada traducción que hombre alguno haya podido ejecutar; a título de ejemplo confesaré que yo no conocía la acepción vez o turno de la palabra time, así que en cuantas ocasiones se presentó el escollo, que eran numerosas, lo salvé con un lapso que me parecía razonable, un minuto; de esa suerte cada vez que el balón cruzaba la raya el juego se paraba un minuto. Un minuto muy conveniente para el descanso y la reflexión, me dije para tranquilizar mis propias inquietudes. Al cabo de una semana entregué la traducción al brigada y procuré aparecer lo menos posible por el campo de deportes.

De allí a unos días, unas semanas o unos meses, apareció en la escuela un autobús repleto de mocetones americanos que con motivo del reciente tratado estaban haciendo intercambio por toda España con sus colegas españoles. Dos días después se organizó lo que tanto había temido: un amistoso partido, entre oficiales españoles y americanos, de aquel funesto deporte. La curiosidad pudo más que el miedo al paquete y abandoné la cocina para esconderme detrás de las gradas de la tribuna a presentar aquello.

Salieron los americanos con, sus pantalocillos de raso, sus camisetas numeradas, sus calcetines blancos y sus zapatillas de pista. Lo españoles, con sus largos calzoncillos y sus alpargatas, eran más bajos. El árbitro, con chándal azul, no hacía más que soplar el silbato. Si los americanos hacían el saque, los españoles se quedaban tan parados y estupefectos que el tanto se producía de inmediato; pero cuando sacaban los españoles ocurría lo mismo, los americanos no salían de su asombro; pese a que el árbitro no hacía más que detener el juego y no lo reanudaba hasta que el cronómetro marcaba el minuto fatídico, en el primer tiempo ambos equipos marcaron docenas de tantos y, eso sí, siempre iban igualados. Así que cuando andaban por el 82-81 o cosa así, me escabullí sigilosamente hacia mi cocina, satisfecha mi curiosidad y consciente de que el castigo sería más benigno si era hallado en la paciente contabilidad de los huevos del cesto y no en la malévola contemplación de mi desafuero. Luego supe que el partido había concluido con recíprocas palmadas y que ambos equipos fueron a celebrar el acto de confraternización con una copa de vino.

Al despertar y al arrimar la frente al cristal para contemplar desde lo alto los misterios de Africa, me pregunté: ¿A qué Juan Benet de turno le habrán encargado la traducción del folleto del F-18A?

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