Tribuna:

Los pequeños mandarines de la cultura

¿Qué desenfrenada pasión se ha desatado en España por ocupar una parcela de poder, aunque sea minúscula? Es como si la ola depresiva que nos azota sólo pudiera capearse gracias a la alienación que proporciona una simple parcelita de poder. ¿Se habrá institucionalizado la inseguridad?Esta devoradora ocupación es más visible y aparatosa en las esferas políticas, donde a veces se observan casos de paranoia mal encubierta: partidos que se desmoronan en base a personalismos que dan lugar a otros embriones de partido personalistas, ocupados por jóvenes a los que la edad les convence de que son líder...

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¿Qué desenfrenada pasión se ha desatado en España por ocupar una parcela de poder, aunque sea minúscula? Es como si la ola depresiva que nos azota sólo pudiera capearse gracias a la alienación que proporciona una simple parcelita de poder. ¿Se habrá institucionalizado la inseguridad?Esta devoradora ocupación es más visible y aparatosa en las esferas políticas, donde a veces se observan casos de paranoia mal encubierta: partidos que se desmoronan en base a personalismos que dan lugar a otros embriones de partido personalistas, ocupados por jóvenes a los que la edad les convence de que son líderes. Y también se da la circunstancia de señores mayores a los que el abandono del poder les desinflaría totalmente el carisma, dejándoles en la triste condición de simple ciudadano fumador empedernido.

¿Qué está pasando aquí? Sí, ciertamente, la depresión social se ha adueñado de la sociedad española, la conquista de un poder se convierte en instrumento de autodefensa, en garantía de actividad y factor de seguridad. Con un poco de poder, uno puede bajar la ración de valium.

Esta lucha se da en todos los campos, incluido el de la cultura. En el ámbito cultural ha habido grandes animadores, insustituibles fuentes de inspiración, maestros. Esos no son peligrosos, al contrario, su necesidad es evidente.

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El peligro viene de los pequeños mandarines de la cultura, escritores que confían bien poco en su obra y que se lanzan sibilinos hacia el poder con objeto de apuntalar la calidad de sus escritos, hacer que resuenen más, lograr prestigio por el camino de la presión y la componenda. La política cultural es el trampolín perfecto.

Siempre abundaron en España estos ejemplares de lamprea multicolor. Hoy no podemos quejarnos: contamos con buenos representantes en el núcleo o en los aledaños de la Administración, instituciones, televisiones, periódicos, editoriales y demás centros de poder. Cada cual se aferra bravamente a su parcelilla y administra el poder con avaricia, rodeándose de amigos que devolverán favor por favor, propiciando el resurgir de la propia obra gracias a cantos glorificadores pactados oportunamente.

La culturilla va haciendo así su camino. Desde fuera no es fácil distinguir el grano de la paja; desde fuera sólo se ve una masa informe, opaca y mediocre. Los pequeños mandarines van gobernando sus parcelas sin ver más allá de sus propios ojos. Llegan a convencerse de su mini-mesianismo e incluso lo andan insinuando a quienes quieren oírles.

Generalmente el mecanismo funciona a la perfección. La obra novelística de un pequeño mandarín, escrita en los ratos libres que le deja la administración del poder, se hace conocida en otros continentes gracias a una sabia utilización de los congresos de escritores. Porque, sépanlo bien, existe una mafia, o, por decirlo de modo más místico, una comunidad de escritores de diversos países con apetencias semejantes que van de congreso en con-

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greso, de flor en flor, estableciendo un conglomerado de amistades e intereses comunes.

Gente a la que olía a día se la ve subir nuevos peldaños, ampliar parcelas. Gente que deja tirado el estadio anterior por un nuevo peldaño más alto y prometedor. ¿Qué fue del desafortunado PEN Club Español?, ¿en, qué cuneta yace despreciado e ignorado por algún mandarín cuyos vuelos han cobrado otras direcciones?

También hay pequeños mandarines en la poesía. Triste destino. Viajantes de comercio poético, profesionales del congreso que establecen contactos personales, que promocionan sus libros, arrancan traducciones, hacen sonar su nombre en estos festivales. Y suelen ampararse en oscuras teorías sobre la poesía, en grandes principios nacionales o trasnacionales, mientras detrás está el instinto de la condecoración, la secreta esperanza callada de un premio Nobel que en voz alta provocaría hilaridad.

Dan el pego. Sobre todo a los extranjeros que ignoran todo de España salvo los nombres de Cervantes, Lorca, Valle-Inclán y el del susodicho mandarin, que no se ruboriza al saberse llamado príncipe de la poesía. Estos organizadores de congresos ad majorem gloriam suam manipulan los nombres de los ausentes, se avalan con aquellos prestigios. Y algunos asistentes incautos apelan al sentido de la tolerancia. A estos valdría la pena recordarles la sentencia de Karl Popper: "En nombre de la tolerancia nos sería necesario, entonces, reivindicar el derecho de no tolerar la intolerancia".

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