Editorial:

Las elecciones andaluzas

DESPEÑAPERROS ES un pronunciado desfiladero de Sierra Morena que constituye el paso natural de comunicación a Andalucía. Por este angosto sendero se establece el tránsito entre la meseta y el valle del Guadalquivir. De todo el mundo son conocidas las dificultades e incomodidades de esta travesía, pero puede que se ignore un extraño y oculto poder que parece ejercer este desfiladero entre la clase política.Ultimamente, los viajes de no pocos líderes a las tierras del Sur se han visto acompañados de una transmutación cualificada de sus propuestas políticas. Mientras que en Madrid, en el Parlamen...

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DESPEÑAPERROS ES un pronunciado desfiladero de Sierra Morena que constituye el paso natural de comunicación a Andalucía. Por este angosto sendero se establece el tránsito entre la meseta y el valle del Guadalquivir. De todo el mundo son conocidas las dificultades e incomodidades de esta travesía, pero puede que se ignore un extraño y oculto poder que parece ejercer este desfiladero entre la clase política.Ultimamente, los viajes de no pocos líderes a las tierras del Sur se han visto acompañados de una transmutación cualificada de sus propuestas políticas. Mientras que en Madrid, en el Parlamento y en la Administración, el PSOE es llamado a la colaboración de los asuntos de Estado y en general a las cuestiones de la gobernación del país, en esta precampaña electoral andaluza los socialistas son presentados y señalados por el partido del Gobierno como furiosos revolucionarios, paladines del socialismo más primitivo y rabioso. Este juego electoral puede resultar peligroso, no sólo por el desconcierto que se destapa en la opinión pública al comprobar cómo seiscientos kilómetros de distancia son suficientes para cambiar las actitudes, sino también porque se empuja a la sociedad española a una dicotomía maníquea de dos mitades irreconciliables, que siempre resulta especialmente peligrosa y en especial si se escoge como escenario el polvorín que representa una Andalucía cuajada de parados y con una situación de crispación social harto fundada.

Las elecciones andaluzas del 23 de mayo son temidas y deseadas por no pocos actores de nuestra vida pública. Independientemente de que se pone en marcha el Estatuto de Carmona, la artillería pesada de los partidos se ha puesto en juego porque esta confrontación, a decir de algunos, significa en cierta medida un ensayo general con todo para las próximas elecciones generales. Andalucía representa el 20% del territorio nacional y agrupa el 18% de la población española. Su importancia privilegiada para aupar a los resortes del poder del Estado a una formación política es decisiva. Pero debe desconfiarse en cualquier caso de la virtualidad ejemplar de unas elecciones regionales cara a las legislativas. Las elecciones de Andalucía son importantes, al margen su natural e intrínseco interés, no tanto porque hayan de orientar necesariamente el signo de las próximas generales cuanto porque de sus resultados pueden derivarse decisiones significativas en el panorama político español. Entre ellas, la propia supervivencia y configuración del partido del Gobierno, sus eventuales alianzas políticas y electorales y la fecha definitiva de las elecciones generales, que en cualquier caso tienen que celebrarse antes de marzo de 1983.

Nadie pone en duda que las candidaturas del partido socialista se alzarán con el triunfo, pero pocos se atreven a asegurar las condiciones de esa victoria. Los dirigentes del PSOE han roto en lamentos por la movilización masiva y a fondo de los resortes electorales -empresariado, asociaciones pías- de la derecha. Pecarían de ingenuidad los cuadros de Felipe González si pensaran que sus adversarios políticos no van a tratar, como es lógico, de disminuir ese triunfo o de impedirlo. Sólo en el caso de que se pusieran en juego tácticas incursas en el Código Penal cabría la denuncia, pero nunca el lamento, que suele ser consideración previa de la debilidad. La situación del PCE, por la peculiaridad de sus agrupaciones andaluzas, no parece que vaya a ofrecer especiales modificaciones, aun si se consolida la ruptura con el partido de importantes sectores de Comisiones Obreras de Sevilla. Y por lo demás, esta oportunidad servirá para comprobar si el PSA fue sólo un invento pasajero de Abril Martorell, o el nacionalismo de izquierdas ha encontrado en el Sur una posición consolidada y de confianza suficiente en el partido de Rojas Marcos -a medio camino entre la honestidad crítica y la demagogia, y amigo lo mismo de Adolfo Suárez que de los revolucionarios libios.

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Sin embargo, las elecciones al Parlamento andaluz van a tener efectos demoledores en la clarificación de las formaciones que van a capitalizar los antiguos votos del centro y la derecha. UCD no ha hecho sino retroceder desde los comicios de 1979, y el acoso y derribo de Suárez ha aupado a la cabecera de cartel a otro líder de características bastante diferentes. El incontinente entusiasmo de Alianza Popular tras su triunfo en Galicia le ha hecho partir hacia esta campaña con arrogancia mal disimulada. De cualquier manera, el 23 de mayo puede ser el paso de una línea sin retorno posible para Calvo Sotelo y el centrismo, y cabrá entonces el planteamiento del definitivo reparto de papeles para los actores que en las próximas elecciones generales aspirarán gobernar este país desde la derecha. Un, descalabro del partido del Gobierno a manos de Alianza Popular podría precipitar la disolución de las Cámaras y la convocatoria anticipada de las elecciones generales. Podría también, antes que nada, afectar decisivamente a la composición interna de la Unión de Centro, a su mantenimiento en ella de los pocos sectores progresistas o reformistas que aún la animan, o a la ruptura decidida del sector más reaccionario. Esta sería quizá la ocasión que los católicos de oficio o los etiquetados liberales encontrarían propicia para desbancar al propio presidente del Gobierno y alzarse ellos con el santo y la limosna.

En suma, estas elecciones al Parlamento andaluz, cuyos primeros pasos por el camino de la autonomía vinieron marcados por el referéndum del 28 de febrero y significaron una importante inflexión de la política general del país, vuelven a situarse por casi todos los partidos más en la perspectiva de la gobernación del Estado que desde los intereses específicos de la región. La expectación y el interés despertados por estos comicios vienen dados por esas razones más que por saber quiénes y en qué condiciones administrarán un territorio, especialmente castigado por el ajuste social de la crisis económica y con ribetes estructurales difíciles de armonizar en una España de finales del siglo XX. Los partidos deberían, sin embargo, realizar un esfuerzo para asumir que Andalucía no es una tierra de ensayos para las representaciones del gran teatro y que sus ciudadanos constituyen también un público exigente al que no se le puede ni se le debe utilizar para experiencias de laboratorio.

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