Tribuna:CENTENARIO DE LA MUERTE DE DARWIN

La cultura española ante el darwinismo

La introducción y difusión del darwinismo en España nos proporcionan desde el primer momento una prueba inestimable para calibrar la salud general de la cultura española desde el punto de vista de la modernidad. Acontece de entrada que el relato de las resistencias tradicionales que la teoría de Darwin suscita en nuestro país ofrece con frecuencia unos perfiles no del todo homologables con los de la Europa moderna.La razón de fondo de esta divergencia hay que buscarla en la especial correlación de fuerzas sociointelectuales que se da entre nosotros. Mientras que en Inglaterra o Francia la crít...

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La introducción y difusión del darwinismo en España nos proporcionan desde el primer momento una prueba inestimable para calibrar la salud general de la cultura española desde el punto de vista de la modernidad. Acontece de entrada que el relato de las resistencias tradicionales que la teoría de Darwin suscita en nuestro país ofrece con frecuencia unos perfiles no del todo homologables con los de la Europa moderna.La razón de fondo de esta divergencia hay que buscarla en la especial correlación de fuerzas sociointelectuales que se da entre nosotros. Mientras que en Inglaterra o Francia la crítica a la teoría transformista proviene de normales discrepancias en el escueto terreno científico o de actitudes personales vinculadas a concepciones del mundo residuales y socialmente minoritarias, en el caso español, en cambio, la oposición al transformismo procede de unos sectores sociales que tienen en la vida nacional un peso institucional tan vigoroso o más que el de los progresistas. No faltará rector universitario, como el de Santiago de Compostela, que se jacte a finales del siglo de que en la biblioteca de su universidad no haya entrado ni una sola obra de Darwin.

Por su parte, la jerarquía eclesiástica parecía sostener una verdadera competencia de méritos a ver quién estigmatizaba con el epíteto más virulento a la teoría evolucionista. Tampoco quedarán atrás en este aspecto los diversos personajes de la vida oficial de la época: Cánovas, en cada ocasión electoral, no cesaba de insistir en que el darwinismo conducía directamente a la destrucción de toda idea moral y religiosa; y Núñez de Arce cantará en versos apocalípticos cómo semejante teoría acabará por provocar que "revueltas muchedumbres quemen en voraces incendios las ciudades europeas".

Tras parejos comentarios, no hace falta decir cuán lejos andaban nuestras mentes directoras de uno de los supuestos básicos de la cultura moderna, esto es, de la idea de secularización. Si hubiera que aplicar aquí el conocido esquema comtiano de los "tres estadios", no habría más remedio que señalar que nuestras clases dirigentes no sólo no habían arribado aún, a esas alturas del siglo XIX, al llamado estadio positivo, ni siquiera al metafísico en sentido moderno, sino que continuaban campando, como en plena Edad Media, en el más puro teocratismo.

La denominada a veces "cuestión darwinista" -puesto que alcanzará el rango de otras famosas y debatidas cuestiones, como la naturalista o palpitante, la social, etcétera- va a patentizar efectivamente de manera significativa nuestro alejamiento de la trayectoria histórica de la modernidad, sobre todo, en dos aspectos primordiales: el desarrollo científico-natural y el carácter escindido de la conciencia nacional.

La escasez, una constante

Acerca de la mezquina situación de la ciencia experimental en España se podrían citar numerosos datos y contar no menos anécdotas. Pero nos vamos a contentar con una de ellas, la que nos narra José Rodríguez-Carracido, protagonista de los hechos y hombre preocupado por el problema de la ciencia española. Refiere Carracido que al tomar posesión en 1899 de la cátedra de Química Orgánica de la facultad de Farmacia madrileña, "sólo disponía de la silla para la exposición oral de las pláticas de química biológica, careciendo de todo elemento de trabajo, no sólo para la labor práctica de los alumnos, sino también para la comprobación del fenómeno más sencillo indicado en el curso de las explicaciones". El resto de la anécdota es aún más estremecedor si cabe: "Ante tan extremada penuria inicié las gestiones encaminadas a conseguir un mínimo de lo requerido por el carácter experimental de mi enseñanza. Todas las gestiones resultaron infructuosas hasta el año 1901, en que el primer ministro de Instrucción Pública, García Alix, de grata memoria para la universidad española, concedió 6.000 pesetas, por sólo una vez, con destino a la dotación por mí solicitada" (*).

Y esto ocurría en el gozne de los siglos XIX y XX, y en una disciplina central de la ciencia natural, como era la bioquímica. Está claro que la moderna ciencia de la naturaleza no llegó a plantearse casi nunca en España ni como factor productivo, eje de la revolución industrial, ni como vehículo de racionalización de las estructuras nacionales. Ni la sociedad ni el Estado fomentarán de manera organizada la investigación científica como fuente de riqueza y desarrollo.

De tales insuficiencias, tanto en el orden material como en el científico, se tiene que resentir inevitablemente la cultura española decimonónica. Sus preocupaciones dominantes resultan a menudo anacrónicas y provincianas, a la par que tiende a moverse en niveles moralistas, esteticistas o puramente retóricos. Nuestra vida cultural se hallaba aquejada de una grave debilidad gnoseológica, y toda esta :serie de trastornos se van a poner ampliamente de manifiesto con motivo del debate darwinista, en la medida en que se trataba de una de esas ocasiones en que un tema de específica raigambre científica, por sus implicaciones ideológicas y filosóficas, saltaba a la palestra de la discusión pública.

Discusión poco científica

Existía entre nosotros una especie de impudor intelectual generalizado. Todo el mundo se cree en el deber y el derecho de hablar y escribir sobre el asunto darwiniano, incluso aunque no sea más que para decir, como la Pardo Bazán, que "el darwinismo será todo lo que se quiera, menos sencillo y accesible al entendimiento". En España se discutirá mucho sobre el darwinismo, pero pocas veces se hará en un tono medianamente científico. Estaba a la orden del día apellidar al darwinismo "patraña", "despropósito", "absurdo", etcétera..., y adjetivar a los darwinistas de "bestias" o de seres tan "repugnantes" como el propio protagonista de la teoría, el mono.

Los argumentos ad hóminen para descalificar al contrario eran de uso común, y nuestro marginamiento de la modernidad era tal que con frecuencia y sin el menor recato se despojaba a la teoría de Darwin y a toda ciencia empírica del valor de "verdadera ciencia", sencillamente porque se partía de un paradigma de lo científico de clara alcurnia teocrática. También habrá, en pileno fragor y apasionamiento polémicos, quienes, como aquel Pepe Ronzal -alias Trabuco- de La regenta, de Clarín, hagan del darwinismo una auténtica "cuestión personal".

Asimismo, la cuestión darwinista ejerció de detonante para evidenciar una vez más la polarización ideológica de la conciencia nacional. Una sociedad tan hondamente dividida como la española estaba siempre presta a tomar cualquier tema científico o intelectual como mero pretexto para ventilar sus diferencias. políticas. Uno de los ragos característicos del tratamiento del problema darwinista en España será, sin duda, un alto índice de ideologización. Son muy pocos los pensadores que logran sustraerse a este ambiente de sectarismo ideológico. La teoría de Darwin presentaba aristas más que suficientes para irritar a la mentalidad religiosa tradicional. Marcando un hito decisivo en la línea de pensamiento secularizado de la modernidad, el darwinismo ofrecía una explicación de la vida natural y humana que chocaba de frente con las concepciones teocráticas de la realidad y con la interpretación literal de la Biblia, cosas ambas que tenían una fuerte presencia en los sectores conservadores españoles. Ya es conocida la ausencia en nuestro país de un planteamiento moderno del fenómeno religioso, así como de un movimiento de catolicismo liberal y de liberalismo católico, que hubiera hecho un enfoque correcto del problema y hubiese contribuido así al apaciguamiento de los ánimos. Todo lo más que encontramos en este sentido, tanto en un lado como en otro, son unas cuantas y honrosas figuras aisladas, que vivían en la más absoluta incomprensión ambiental. La intransigencia de los medios oficiales creó una constante atmósfera de imbricación político-religiosa, a contrapelo del creciente ritmo de secularización de la vida modema, que imposibilitaba la adecuada dinámica de las cuestiones cientificas y bloqueaba el libre juego intelectual con las trabas institucionales de rigor y el continuo gasto de energías invertido en interminables y estériles controversias.

A lo largo de la polémica darwinista tendremos precisamente la oportunidad de observar con toda nitidez que la falta de tolerancia era un hecho habitual en el mundo intelectual español. La mayoría de los científicos que intervienen en los debates sobre el darwinismo suelen dedicar gran parte de sus discursos a reclamar la libertad de pensamiento como base indispensable para el desarrollo científico, en cuanto eran perfectamente conscientes de que tras la cuestión darwiniana lo que en rigor se discutía no era otra cosa que los principios mismos de la cultura moderna. De este modo, el esfuerzo intelectual tenía que estar centrado, más que en una labor científica creadora, en un incesante forcejeo entre visiones del mundo dispares, con la peculiaridad de que era casi siempre la mentalidad tradicional la que controlaba el poder institucional. Es así como el darwinismo en España fue prolífico en enfrentamientos ideológicos y parco en operatividad científica.

Con el correr de los años, adentrado ya el siglo XX, a pesar de que se extenderán cada vez más las posturas matizadas, el darwinismo llegará a convertirse a veces entre nosotros en un símbolo gráfico de la escisión ideológica del país; cobrará el perfil de uno de esos temas que, como eco de viejas y virulentas polémicas, dará pie de modo automático y casi por inercia a reaciones contrapuestas, bien sea de alarde librepensador y anticlerical, bien de alérgica animadversión.

Si durante la II República nos vamos a encontrar con más de un liberal que, como aquel agente de policía de Vera de Bidasoa, que nos cuenta Julio Caro Baroja en sus Memorias, tendrá a gala pasearse con El origen de las especies bajo el brazo, para hacer demostración ostentosa de su republicanismo y de su hostilidad a las ideas tradicionales, unos años más tarde, en plena guerra civil, no faltarán, por el contrario, quienes pasen un susto serio a causa de sus conocidas simpatías darwinianas. Y tras la guerra abundarán los expedientes de depuración a profesores por el simple hecho de ser partidarios de la teoría evolucionista, y habrá que esperar a la década de los sesenta para encontrar de nuevo ediciones castellanas de las obras de Darwin.

Diego Núñez es profesor de Historia en la Universidad Autónoma de Madrid. (*) J. Rodríguez-Carracido: Estudios histórico-críticos de la ciencia española. Madrid, 1917, 2º edición, pág. 400.

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