Editorial:

Acampada liberal en Andalucía

NO POR moralmente obligadas son de dejar de agradecer las intervenciones públicas del presidente del Gobierno, y últimamente Calvo Sotelo prodiga sus intervenciones con buen sentido político, con cultura y hasta con buen castellano, quizá en el intento de instalar entre sus palabras y la opinión pública un valladar contra la depresión institucional y la sensación objetiva de que el Gobierno es débil y camina a rastras de los acontecimientos.En función de ese magisterio, Calvo Sotelo ha construido un discurso ante los ucedistas de Andalucía en el que la inteligente facundia del presidente se me...

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NO POR moralmente obligadas son de dejar de agradecer las intervenciones públicas del presidente del Gobierno, y últimamente Calvo Sotelo prodiga sus intervenciones con buen sentido político, con cultura y hasta con buen castellano, quizá en el intento de instalar entre sus palabras y la opinión pública un valladar contra la depresión institucional y la sensación objetiva de que el Gobierno es débil y camina a rastras de los acontecimientos.En función de ese magisterio, Calvo Sotelo ha construido un discurso ante los ucedistas de Andalucía en el que la inteligente facundia del presidente se mezcla con algunas ligerezas ante la historia de las ideas y sobre la peripecia política más reciente. Vaya en honor del jefe del Ejecutivo y de la UCD su perentoria necesidad de elevar los ánimos de unas huestes centristas arrasadas por sus últimos desastres legislativos y por las poco halagüeñas perspectivas ante las elecciones andaluzas; en Torremolinos había que presentarse proyectando algo y dando ánimos, pero el pivote liberal sobre el que Calvo Sotelo ha centrado su intervención en Andalucía exige precisiones.

El reclamo explícito de la etiqueta liberal hecho por Calvo Sotelo para su partido no puede hacerse a la ligera en este país, y menos a tan pocos kilómetros de Cádiz. Madariaga aludía a la confusión intrínseca del liberalismo al dar suelta a las fuerzas financieras y técnicas (que dieron pábulo a su abuso) y a las fuerzas espirituales e intelectuales que posteriormente moderarían los primeros atropellos. Pero en cualquier caso parece cierto que para los españoles el marchamo liberal no retrata exclusiva o principalmente la "doctrina económica fundametada en la libre inciativa individual movida por el deseo de lucro, la libre competencia reguladora de la producción y de los precios y el libre juego de las leyes económicas naturales"

El liberalismo español nace con la intervención napoleánica de 1808 y en el seno de las Cortes gaditanas, y queda teñido para siempre de laicismo, progresismo, tolerancia y una filosofía de la existencia, muy difícil de definir, pero que se puede resumir burdamente en la legitimidad de las aspiraciones del individuo a ser feliz. Es un liberalismo que se reclama del utilitarismo moral, del empirismo de Locke, del mecanicismo de Newton o Hobbes y hasta del hedonismo, y que con mayor criterio del que le atribuyen los historiadores el pueblo bautizó como un Viva la Pepa (la Constitución del 12), que ponía fin a un absolutismo más vital que meramente monárquico. Contra el vivan las caenas, el viva la Constitución. Otra forma de vivir que en principio poco tenía que ver con las relaciones de producción.

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Ese fue el liberalismo que exportó al mundo la misma construcción de la palabra -como ocurrió igualmente con el término guerrilla- y que ahora todos parecen pretender recuperar para cada patrimonio político, sin exclusivos pudores. Este país todavía asocia el término liberal con apellidos como Giner de los Ríos, el mismo Azaña -pese a su peripecia republicana-, los prebostes de la primera República, los Marañón, Ortega y tantos españoles que intentaron aportar a la vida española un sentido lúdico y generoso de la convivencia alejado de tentaciones civilmente cainitas o económicamente egoístas.

El liberalismo en suma es para esta sociedad algo más que un laissez-faire, laissez-passer del Estado ante la competencia de los hombres libres o ante la tentación de la filosofía de las izquierdas de corregir la mala inclinación de esa libertad individual. Aquí y ahora puede ser un entendimiento de la vida, que no tiene necesariamente que identificarse con los postulados de los clubes de Garrigues Walker, de la vitola europea esgrimida por Camuñas, de la simpatía y encanto personal de Soledad Becerril o de otros posibilismos electorales.

Sea como fuere, en malos pasos está el liberalismo postulado por el presidente si, por amparar la candidatura de Soledad Becerril, consuma el pacto entre liberales y azules añadiendo al futuro de la autonomía andaluza nombres de ex alcaldes o ex delegados de trabajo franquistas, que el Gobierno envía como sus delegados a la tierra del paro con un apretado currículo jalonado por el disfrute de ingresos múltiples y simultáneos con cargo a los Presupuestos Generales del Estado. En cualquier caso, este liberalismo traído por los pelos no parece que vaya a frenar en Andalucía el desastre ucedista a manos del PSOE y de Alianza Popular.

Otro aspecto importante del discurso de Calvo Sotelo ha residido en su alusión a los pactos municipales de izquierda y su triste peripecia última. No estamos ante una contraimagen política feliz, cuando el partido en el Gobierno puede verse a4ocado en breve a toda suerte de pactos públicos con el primer partido de la oposición. Los pactos de gobierno o de legislatura, posteriores, lógicamente, a las elecciones, son una práctica natural, corriente y útil que no puede descalificarse so pretexto de un acto electorilsta como el andaluz, y menos desde la peana de la Presidencia del Gobierno.

Esta acampada liberal del fin de semana en Andalucía ha tenido en defintiva el carácter de marcar distanciascon la oposición de izquierda como aperitivo de la próxima campaña electoral andaluza y el riesgo de hacer profesiones de fe liberales a tan pocos kilómetros de Cádiz.

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