Tribuna:TRIBUNA LIBRE

¡Viva el Rey!

Cuando se escriba la historia de estos años que nos ha tocado vivir, bajo el signo de una democracia balbuciente, descafeinada, vergonzante; cuando vean luz libros como aquel clásico de Stanley G. Payne -que tradujo Juan Tomás de Salas para Ruedo Ibérico- referidos a esta década inicial del posfranquismo, uno de los temas que sin duda habrán de subrayarse será el de la jurisdicción militar, sus contradicciones (o, mejor aún, las contradicciones que encarna), sus diferentes modus operandi.

La sentencia de la operación Galaxia es sólo el ejemplo más comentado o notori...

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Cuando se escriba la historia de estos años que nos ha tocado vivir, bajo el signo de una democracia balbuciente, descafeinada, vergonzante; cuando vean luz libros como aquel clásico de Stanley G. Payne -que tradujo Juan Tomás de Salas para Ruedo Ibérico- referidos a esta década inicial del posfranquismo, uno de los temas que sin duda habrán de subrayarse será el de la jurisdicción militar, sus contradicciones (o, mejor aún, las contradicciones que encarna), sus diferentes modus operandi.

La sentencia de la operación Galaxia es sólo el ejemplo más comentado o notorio de esto que decimos, pues lo que pronunció el consejo no lo compartió el capitán general, y lo que éste creyó en conciencia fue desestimado por el Consejo Supremo, además de que el máximo implicado en aquellas conversaciones de café luego fue destacadísimo partícipe en la rebelión del 23-F, ocupando el Congreso y secuestrando a dos de los tres poderes del Estado en pleno. Pero ha habido otros casos de sentencias que dejaron pestañeante y con la boca abierta al pueblo ingenuo y soberano. Espero no incurrir en falta por limitarme a recoger lo que está en la calle y las conversaciones de todos: la gente no entiende, y lo que entiende le asusta a veces. Es éste un hecho al que hay que enfrentarse si de verdad se quiere salvar el foso que supone un hecho que es preciso analizar honestamente, sin intenciones sesgadas para buscar las fórmulas de hacerlo variar.

Y es que, una vez más, aquellos polvos trajeron estos Iodos. La jurisdicción castrense -que actuó en el anterior régimen a manera de cajón de sastre, cuando juzgó masones, bandoleros y rojos- ha seguido después de Franco desbordando muy mucho el nuevo espíritu político y social, y lo que es peor, discordando con lo prescrito en la Constitución, que la mantuvo sólo para lo estrictamente militar. Pero tal ha sucedido, paradójicamente, cumpliendo la justicia militar la ley vigente, toda vez que los legisladores capaces de obtener mayorías en el Parlamento -que era a quienes correspondía- no se han resuelto a modificar y poner en concordancia con esa Constitución el viejo Código de Justicia Militar de 1945, a su vez heredero directísimo del canovista de 1890. Tal dejación de funciones por parte del legislador es el polvo que decimos causó los actuales Iodos en este asunto del que hablamos. En los Pactos de la Moncloa, octubre 1977, se convino una pequeña, insuficiente. pero inmediata, reforma del código castrense, y tardó más de tres años en ser ley, hasta noviembre de 1980, y eso posiblemente porque hubo lo de Els Joglars, lo del crimen de Cuenca, lo de Miguel Angel Aguilar, que no permitieron más demora.

Así, el Código de Justicia Militar sigue siendo una pieza de tiempos pasados -o que debieran serlo-, y la propia minirreforma de noviembre último exige expresamente al Gobierno que, en un plazo cercano ya a cumplirse, elabore un proyecto de ley para cambiar en profundidad dicho código, de acuerdo con lo que se lleva en Europa, en los países y los Ejércitos de la OTAN.La letra y el espíritu de la Constitución española divergen de que una rebelión contra la autoridad civil, contra el Parlamento y el Gobierno, sea juzgada por la jurisdicción militar, y lo mismo ocurre con un insulto al Jefe del Estado o una presunta transgresión en materia de libertad de expresión.

Un juicio en que el instructor, el fiscal, los jueces son todos militares, sólo tiene sentido -en un país que pretenda no ser Guatemala o algo similar- para asuntos absolutamente castrenses, sin conexión con lo civil y lo común. De lo contrario, el Ejército queda, en mayor o menor medida, constituido en juez y parte, y los militares que intervienen en el proceso difícilmente podrían gozar, moral y/o fácticamente, de la absoluta independencia que es precisa a la función de enjuiciar y juzgar cuando se trata de cuestiones en que todo militar, todo el Ejército podría decirse, se siente aludido o concernido. Y esto se dice dando por cierta la honestidad personal en grado máximo de cada uno de los intervinientes en el juicio, pues no se trata de defectos de personas, sino de los de un sistema, de una ley que choca en demasiados puntos, no sólo con nuestra Constitución, sí que también con las leyes correspondientes de los Ejércitos de Europa Occidental, de la que se dice formamos parte, o queremos formar.

Exigencias en un Estado de derecho

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También padece la Constitución de que, en asuntos como los citados, no sea posible, actuando la jurisdicción castrense, el ejercicio de la acción popular, básica en un Estado de derecho y prescrita en el artículo 125 de nuestro texto fun damental. De este modo, los es pañoles encuentran cerrado el proceso y han de conformarse con leer los periódicos mientras un juicio que interesa y atafle a todo ciu dadano se desenvuelve y resuelve intramuros castrenses, con la Policía Militar controlando el acceso al recinto del tribunal. Esto es demasiado fuero militar. En esta materia, Europa acaba todavía en los Pirineos.

En parecidos términos cabría hablar, más específicamente, respecto a la querella, la intervención de abogados representando a las víctimas del delito, etcétera, garantías cercenadas, en la ley penal militar, del abanico de derechos humano-procesales y constitucionales; lo cual puede entenderse para aquellos supuestos (mínimos en todo caso) en que es comprensible la intervención de una competencia jurisdiccional -tal que la castrense- especial y distinta de los tribunales comunes a todos los españoles, pero no se entiende -hay que decir una vez más- en cuestiones que se salen de lo estrictamente militar. Ni secuestrar al Gobierno y Parlamento, ni injuriar al Jefe del Estado, ni expresar opiniones públicamente, de paisano y fuera de un cuartel, deberían dar lugar a consejo de guerra, sino a un juicio ante el tribunal correspondiente de la jurisdicción ordinaria Eso es lo que exigen el Estado de derecho y la democracia. Lo demás son reminiscencias anacrónicas, hijas legítimas del privilegio y la desconfianza, impropias de un Estado europeo de fines del siglo XX.

Mas, si en unas Fuerzas Armadas que pasan de la dictadura a una democracia parlamentaria y coronada hubiese quienes no admitieran las condiciones más elementales del nuevo sistema político querido por la inmensa mayoría del pueblo (sistema incompatible con cualquier privilegio o discriminación), estarían los mismos obviamente en su derecho sintiendo así, mientras no desbordara su creencia el fuero interno, como lo estarían también si abandonasen el sometimiento profesional a unas banderas que pensaran no haber jurado. Pero el Estado, a su vez, y su administrador, el poder ejecutivo, tendrían desde luego que estatuir, para todo quien vistiera el uniforme, jurar la Constitución y también fidelidad al Jefe del Estado, dejando opción, a quien no estuviera por hacerlo, para dejar el servicio de las armas, de la nación y la ley; respetando en todo lo posible sus intereses económicos adquiridos. Porque en España, cuando nos adentramos en la penúltima década del segundo milenio, bajo la clámide de una Corona leal a su pueblo y a su tiempo, es primordial que todo militar esté dispuesto a decir, cuando sea preciso y muy fuerte, para quien quiera y quien no quiera oírlo: ¡Viva el Estado de derecho! ¡Viva el Rey!

José Luis Pitarch es capitán de Caballería y licenciado en Derecho.

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