Tribuna:

Libertad, ¿para qué"?

Seguimos en libertad, es cierto; pero ¿libertad para qué? Al repetir, aquí y ahora, la pregunta famosa que, como respuesta, diera en su día Lenin a nuestro don Fernando de los Ríos, la descargo de sus densas implicaciones polémico-doctrinales y la reduzco al plano de la más doméstica cotidianidad, para echar mi cuarto a espadas en el asunto de que todos hablan y -no sin motivo- seguirán hablando todavía durante algún tiempo. Al fin y al cabo, uno pretende ser un literato, nada menos que un intelectual; y los intelectuales tenemos que escribir y publicar nuestras opiniones reclamando así de los...

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Seguimos en libertad, es cierto; pero ¿libertad para qué? Al repetir, aquí y ahora, la pregunta famosa que, como respuesta, diera en su día Lenin a nuestro don Fernando de los Ríos, la descargo de sus densas implicaciones polémico-doctrinales y la reduzco al plano de la más doméstica cotidianidad, para echar mi cuarto a espadas en el asunto de que todos hablan y -no sin motivo- seguirán hablando todavía durante algún tiempo. Al fin y al cabo, uno pretende ser un literato, nada menos que un intelectual; y los intelectuales tenemos que escribir y publicar nuestras opiniones reclamando así de los demás la importancia que nos otorgamos a nosotios mismos; llamar en todo case, la distraída atención pública, esforzarnos en ser gentes de viso, ponernos en evidencia... Por eso, apenas vuelto uno en sí del susto, se tienta la ropa, comprueba con alivio, con satisfacción y hasta, si se quiere, con cierta dosis de desencanto; comprueba uno, digo, que en efecto seguimos en libertad, y se dispone -pues es en nuestro oficio- a hacer cada cual su pirueta, dándole a conocer al mundo lo que sobre el asunto se le ocurre.Yo debe confesar que, en las horas de la peligrosa crisis, y cuando la pelota estaba en el tejado, Io que a mí se me ocurrió, puesto en lo peor, es que quizá podría aplicarme a redactar en el tenebroso porvenir, y bajo la forma de tebeo -que es la que en literatura parece imponerse definitivamente-, unas Aventuras del intrépido capitán C. O. Jones en el país de Babia, con el filósofo oriental Chin-Gony sus ayudantes Ye-se-tu y Ye-man -fu, donde, usando el elocuente lenguaje tarzanesco podría lograrse un sentido equívoco, suceptible de muy varias interpretaciones, mediante la ambigüedad a que se prestan estos seudocriptogramas populares hoy tan en boga. ¡Fantasías de la mente turbada frente a la amenazadora inminencia! Pero, en fin, olvidemos ese absurdo proyecto, puesto que en libertad seguimos.

Seguimos, sí, en libertad; pero ¿libertad para qué? Los muchos españoles que en su vida adulta no habían tenido antes la experiencia de la libertad política, mil pudieron imaginarse que éste, como parte que es del libre albedrío concedido a la criatura humana, es un regalo de peso casi insoportable, pues comporta una responsabilidad exigente en grado sumo. Viviendo en régimen de libertad política nos son negadas muchas sutiles confortaciones del despotismo: el deleite casi morboso de la queja secreta; el abandono de la propia voluntad impotente en manos providenciales; la actitud de crítica cerrada (es decir, de crítica acrítica); el aplauso incondicional (esto es, también acrítico) a los liberadores profesionales sin entrar a examinar sus designios últimos o las últimas consecuencias de sus actos; y, sobre todo, la ilusión utópica de un mañana feliz, en plena, armónica y, cornpleta libertacl.

Como, según se dice, no hay mal que por bien no venga, el frustrado golpe puede liaber servido para despertar el sentido de la responsabilidad en muchos que, al levantarse la veda, se emplearon alegremente en arrasar el coto antes cerrado, cooperando con ciega inconsciencia en su tarea destructiva a los esfuerzos que, en uso de la odiada libertad, hacen por recuperar su monopoho los antiguos dueños de la finca.

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De los políticos no quiero hablar, aunque bien pudiera; cada cual atienda a su juego. Los políticos actúan agarrados a la realidad inmediata y más urgente, y si pierden contacto con ella, el batacazo les aguarda. Hablo de los intelectuales, a cuyo gremio pertenezco. Y me refiero en particular no a aquellos que, enemigos de la libertad, la aprovechan para combatir sus instituciones, sino a los que, de buena fe y con laudable entusiasmo, creyeron durante un período que toda era poca, que todo el monte era orégano, aplaudiendo o cohonestando con el silencio las muchas tonterías que -acaso peor la tontería que el crimen- se cometen (digámoslo, remedando también otra frase histórica) en nombre de la libertad; y luego, al ver que con ésta no se ha entronizado el soñado paraíso, se declararon defraudados.

La experiencia ha venido a enseñar a quienes no quisieran aceptarlo y el frustrado golpe de Estado de este febrerillo loco es advertencia contundente, que no hay paraíso en la tierra, y que, a final de cuentas, bien podemos sentirnos contentos de vivir -y poder dar señales de vida-, en esta democracia calificada por algunos con estética exquisitez de aburrida, desangelada y torpona. Pues ¿dónde está escrito que la democracia haya de ser una fiesta continua y la libertad un desbordamiento sin límltes? Libertad y democracia ofrecen, en cuanto hasta hoy muestra la historia, al menos malo de los sistemas políticos, el que mejor garantiza la convivencia general, aquel en que la autoridad, sin abdicar de sí misma, reduce a lo indispensable la coacción del poder público, permitiendo así que cada cual, según el propio talante, se edifique su propio paraíso o su propio infiemo privado.

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