Tribuna:

El divorcio y los obispos

El reciente documento de los obispos españoles sobre el proyecto de ley gubernamental de Divorcio ha levantado una desmedida tempestad en los más dispares ambientes políticos; pero, sobre todo, ha sumido en la perplejidad a los católicos sinceros (de derecha o de izquierda), que estiman mucho su comunión con la jerarquía eclesiástica. Por eso creo que la mejor manera de demostrar esta conexión respetuosa con los pastores de mi Iglesia, es que, de una manera serena, obsequiosa, pero franca y sincera, exponga lo que se piensa en muchos espacios de este gran colectivo llamado catolicismo español,...

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El reciente documento de los obispos españoles sobre el proyecto de ley gubernamental de Divorcio ha levantado una desmedida tempestad en los más dispares ambientes políticos; pero, sobre todo, ha sumido en la perplejidad a los católicos sinceros (de derecha o de izquierda), que estiman mucho su comunión con la jerarquía eclesiástica. Por eso creo que la mejor manera de demostrar esta conexión respetuosa con los pastores de mi Iglesia, es que, de una manera serena, obsequiosa, pero franca y sincera, exponga lo que se piensa en muchos espacios de este gran colectivo llamado catolicismo español, en cuyos rincones más apartados puede soplar el Espíritu, ya que nadie tiene el monopolio de su inspiración.En primer lugar, reconozco que los obispos y toda la Iglesia tienen el derecho de «iluminar con la luz del Evangelio aquellas cuestiones morales que afectan a la vida del hombre, en asuntos de índole individual o social, incluso sobre materias referentes al orden político, siempre que entren en juego los derechos fundamentales de la persona o la salvación de las almas (Vaticano II, GS 76)».

Nos complace enormemente que nuestros obispos entiendan el Evangelio no como una privatización del sentido religioso de la vida individual o familiar, sino también como un pregón de libertad y fraternidad que se puede lanzar a los cuatro rincones del universo. ¡Cuánto hemos deseado en tiempos anteriores, todavía muy recientes, que los obispos hubieran hecho oír su voz ante la privación de las libertades, el ejercicio de las torturas, las arbitrariedades de unos auténticos barones que gobernaban a su antojo! ¡Y cómo seguimos todavía deseando que nuestros obispos se declaren abierta y francamente contra problemas morales tan exigentes como son la lucha contra la pena de muerte, la denuncia de la corrupción en los diversos ámbitos de la Administración general y local, la manipulación que los medios públicos de comunicación hacen de los cerebros de los españolitos, a los que no les queda más que convertirse en puros receptores de todos los estereotipos que se confeccionan arbitraria y tiránicamente desde arriba!

En segundo lugar, los católicos quedamos sumidos en la mayor de las perplejidades cuando vemos que se hacen afirmaciones rotundas sobre doctrinas que la tradición eclesiástica y el mismo alto magisterio de la Iglesia ha dejado abiertas a la madura reflexión de teólogos y pastores. La principal de todas ellas se refiere a la suposición de que «todo matrimonio es, por derecho natural, intrínsecamente indisoluble». Pues bien, según la doctrina oficial del magisterio católico, ni la indisolubilidad sin excepciones del matrimonio sacramental consumado con la unión sexual, ni la potestad del Papa para disolver el no consumado son datos de fe. Son simplemente lo que se llama doctrina católica (es decir, sustentada oficialmente por el magisterio). Puede tratarse de una doctrina reformable. Su falibilidad (la posibilidad de que sea equivocada) es un dato teológico. Incluso, atendiendo a la buena teología, no se puede decir que exista un juicio católico acerca de si es bueno o no que haya una ley de divorcio en una sociedad histórica determinada. Grandes teólogos, ya desde el siglo XVI, decían que era discutible si, por derecho natural, el matrimonio humano ha de considerarse o no disoluble con intervención de la autoridad pública. Doctrina recogida modernamente por Pablo II: «Y aquí concretamente se aclara la profunda verdad del matrimonio indisoluble. Para un cierto número de hombres, hoy día afectados por la precariedad de nuestra condición y los azares de los tiempos, un compromiso de carácter definitivo parece imposible y hasta incluso contrario a la razón. Ninguna sociedad, antes del cristianismo o fuera de él, a lo que parece, se ha atrevido a establecer con todo rigor semejante institución, aunque corresponda al deseo secreto del corazón humano, íntimamente orientado a creer en el matrimonio como una unión que dura siempre. Pero de este sentimiento al sacramento del matrimonio indisoluble existe una distancia que solamente es traspasable en Cristo y por El». (Carta enviada por el secretario de Estado a la 59 sesión de las Semanas Sociales de Francia.)

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En tercer lugar, a la razón que el documento episcopal aduce de que una ley de divorcio alentará a la ruptura de determinadas parejas vacilantes, respondemos afirmando que el mantenimiento precario de estos matrimonios, que pudiera lograrse con la inexistencia de una ley de divorcio, no compensaría el mal de los desgarramientos y uniones ¡legales, que pueden arreglarse con la ley de divorcio.

En cuarto lugar, vemos que la interpretación que sobre el llamado divorcio consensual da el documento episcopal no corresponde con el proyecto de ley, según declaración de Enrique Linde Paniagua, alto funcionario del Ministerio de Justicia. En todo caso, al tratarse de un ordenamiento jurídico, está claro que no se trata de la interioridad de las conciencias (cosa que ni la propia Iglesia lo hace en su legislación: de internis neque Ecclesia), sino de la realidad externa. Dicho con otras palabras: en una ley de divorcio no se plantea (no se puede plantear) el problema de la indisolubilidad intrínseca, ya que la ley no puede actuar más que sobre lo extrínseco de las realidades humanas. Ahora bien, la Iglesia católica admite la disolubilidad extrínseca del matrimonio canónico, al menos en varios casos: el privilegio paulino (en este caso se suele tratar del matrimonio meramente natural), el matrimonio rato y no consumado y los casos esporádicos, pero reales, encuadrados bajo el epígrafe de privilegio petrino.

A todo ello habría que añadir la realidad sociológica de las declaraciones de nulidad, que, de hecho, surten los mismos efectos que una disolución del matrimonio. Ahora bien, la Iglesia, cumpliendo aquí el precepto evangélico, no le ha hecho ascos a la patología humana, admitiendo un error de origen en los enlaces matrimoniales, error que implicaría una nulidad primordial.

En quinto lugar, hay que recordar que el matrimonio canónico aparece en la Iglesia en época muy tardía (siglos XI y XII), ya que previamente los cristianos asumían las costumbres civiles de la sociedad en la que vivían, y solamente les sobreañadían una significación religioso-sacramental. Sin embargo, los obispos tienen razón al reclamar los derechos históricos de los matrimonios canónicos, por lo que respecta a sus consecuencias civiles. Sabemos que esto ha sido objeto de un acuerdo entre Gobierno y Santa Sede. Naturalmente, no se trata de algo absoluto y metafísico, sino puramente coyuntural. Hoy por hoy, la sociedad española quedaría desorientada si una praxis secular se cambiara repentinamente, produciendo un vacío generador de no pocos conflictos. Estos acuerdos lógicamente deberían ir siendo revisados periódicamente a medida que la democracia madure en nuestra sociedad y la Iglesia vaya aceptando su primigenia condición de comunidad de creyentes y no de institución paralela (o colaboradora) del poder civil.

Finalmente, los católicos pedimos insistentemente a nuestros obispos que, empalmando con la antiquísima tradición de la oikonomía o katábasis de la Iglesia cristiana del primer milenio (y de la oriental hasta nuestros días), recuerden aquellas palabras de Jesús: «Si hubiéseis comprendido lo que significa aquello de "misericordia quiero y no sacrificio", no condenarías a los que no tienen culpa» (Mt 12,7). Siguiendo esta pauta, creemos que el Evangelio impulsa a trabajar para que, dentro de la Iglesia, desaparezca cuanto pueda significar insensibilidad e injusticia y se reconozca a los católicos que se encuentren en situación matrimonial intolerable la posibilidad de divorciarse y casarse de nuevo, a la vez que el derecho a ser recibidos cordial y amistosamente en el seno de la comunidad católica.

Y para ayudarnos a esta sensibilidad misericordiosa, siguiendo las pautas de la última encíclica del papa Juan Pablo II, deberíamos recordar cuántas veces hemos sido negligentes en la administración del matrimonio, reduciéndolo a un puro trámite jurídico, sin cuidarnos apenas de la necesaria experiencia religiosa que debe subyacer a la celebración sacramental del amor.

¿Por qué, pues, no empleamos todas nuestras energías en crear un clima profundamente cristiano que haga posible esa maravilla del matrimonio cristiano fundado en un amor indisoluble y universal, como lo describe san Pablo en el capítulo 13 de su primera Carta a los corintios? Quizá así no nos quedaría tiempo para hurgar en las minucias de una ley, ya que sabemos que los cristianos «hemos sido liberados de la esclavitud a la ley» (Gal 4,5).

es teólogo y canónigo de la catedral de Málaga.

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