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Crisis de la sociedad y reflexión sobre los partidos políticos / 1

1. La derecha no tiene por qué ser eternaSe dice actualmente que todo marcha mal, y que casi todo va a peor. Se asevera que tenemos un modelo de Estado que no funciona, y que la burocracia acabará frenándolo todo. Se echa la culpa al Gobierno, al Parlamento, a los partidos. Pero en vez de caer en esas lamentaciones tópicas, merece la pena preguntarse si los males no son más profundos, y si no es la sociedad la que globalmente carece de respuestas a los problemas de hoy. O habrá incluso que plantearse si los partidos no habrán asumido tareas superiores a sus fuerzas en esta transición qu...

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1. La derecha no tiene por qué ser eternaSe dice actualmente que todo marcha mal, y que casi todo va a peor. Se asevera que tenemos un modelo de Estado que no funciona, y que la burocracia acabará frenándolo todo. Se echa la culpa al Gobierno, al Parlamento, a los partidos. Pero en vez de caer en esas lamentaciones tópicas, merece la pena preguntarse si los males no son más profundos, y si no es la sociedad la que globalmente carece de respuestas a los problemas de hoy. O habrá incluso que plantearse si los partidos no habrán asumido tareas superiores a sus fuerzas en esta transición que se alarga más y más.

La responsabilidad de los partidos políticos, es muy grande, tanto por la envergadura de la tarea -especialmente en un país con tan poco asociacionismo-, como por la insuficiente organización que todavía padecen, y que puede estar contribuyendo a convertir a la nuestra en una democracia mediocre en muchos aspectos. Sin olvidar las resistencias a cambiar estructuras del pasado, sin minusvalorar -pero también sin sobrevalorarlos- ciertos poderes fácticos, la verdad es que los partidos, o aún no se han formado suficientemente, o se han quedado anticuados, o no son plenamente democráticos.

Por su parte, los sindicatos no han pasado todavía de la fase de la reivindicación a la de planteamiento operativo de opciones, en buena medida por la aversión gubernativa de UCD al sindicalismo, y por la división que se perpetúa en el mundo sindical, por el mismo hecho de la falta de unión de la izquierda política.

Los movimientos ciudadanos son esperanzadores, pero no han alcanzado el mínimo desarrollo para incidir sustancialmente como fuerza compensadora de los grandes grupos de presión capitalistas. Cabe imputarlo, en no poca medida, a la falta de capacidad de los propios partidos políticos, que les ha drenado potencial para semiolvidarlos después. La juventud, por su lado, se inhibe de la política, en un fenómeno de pasotismo que por su generalización se sitúa ya en niveles macrosociales. Así, la expectativa de un vasto movimiento renovador se ve alejada con el languidecimiento de las asociaciones en general, y por la relativa inhibición de los ecologistas, que en medio de la crisis económica se sienten abandonados.

La universidad, después de años de lucha política y de vanguardia cultural -con todos sus altibajos-, se sitúa hoy en uno de los puntos más bajos, en tanto que la inteligencia no oculta su escepticismo y, de una u otra forma, se incrusta en el establishment. De esta forma, con todas sus crisis, el capitalismo -salvo por grupos casi siempre considerados marginales- no es puesto en duda seriamente; y la perpetuidad del sistema parece garantizada en los análisis de la misma izquierda. ¡¡Qué gran diferencia con la visión que en 1847 se tenía en el Manifiesto, cuando se preveía el triunfo del socialismo a no tan largo plazo!!

Con este panorama más bien sombrío de la realidad, son muchos los políticos a quienes -a pesar del desencanto, o precisamente contribuyendo a él- les encanta hacer largas digresiones sobre si en la España de la transición ha habido reforma o ruptura. Cuando la cuestión trascendental y urgente es la evidencia de que hay un bloqueo de la democracia que se manifiesta en la estructura económica (el poder refortalecido de la oligarquía financiera, cada vez más desnacionalizada), en el sistema electoral (el mantenimiento del decreto ley todavía semifranquista de 20 de marzo de 1977), en el control de RTVE por el Gobierno y UCD. Y, lo que es más grave, todo eso es fácilmente continuable, por la división de la izquierda, tanto en lo político como en lo sindical, que precisamente por su antagonismo interno no da una respuesta clara y creíble a la crisis económica, al gremialismo, al corporativismo. Y en la pretendida vía de un Estado de autonomías, más que el camino federal se contempla cómo podemos estar transitando por la senda de la balcanización. Por último, el terrorismo se ha convertido en una especie de curaré en el cuerpo social de España, que se nos va infiltrando para paralizar progresivamente más y más la iniciativa social.

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2. Las fáciles conjeturas y el cambio necesario

Por todas estas circunstancias creo que es un ejercicio políticamente vano y engañoso dedicar -como se dedica- tanto de nuestro tiempo a hacer conjeturas sobre posibles crisis convencionales de Gobierno, o a les avances de estos o aquellos barones, o al surgimiento de estos o aquellos delfines. Lo importante, me parece, es plantear la cuestión de la democracia como forma de vida, y no como simple método de elección para que la derecha siga detentando el poder.

En otras ocasiones lo he dicho -y la última ve i fue durante el debate de la cuestión de confianza, aunque lo hiciera sin reunir una buena docena de citas eruditas, como algunos habrían querido-: que se trata de buscar una alternativa regeneracionista frente al canovismo en el que la sociedad y el Estado en España se van sumiendo día a día; desde luego, por obra y gracia de la política de una derecha temerosa de cambios sociales inevitables a poca modernización que se quiera. Una derecha, además, que está aún muy claramente veteada de franquismo sociológico y político, sin que lo más progresista de UCD se decida a desprenderse de ese lastre histórico.

Pero con ser preocupante el trance canovista, lo más grave es que está siendo perfectamente tolerado por la izquierda, por sus divisiones y antagonismos. La izquierda políticamente más representativa parece haber renunciado a cualquier clase de horizonte utópico, en la idea de encontrar unos pocos centenares de miles de votos de la desengañada derecha; donde habría que buscarlos es entre los siete millones de españoles que no votaron en 1979, o entre los diez millones que, de seguir así las cosas, no votarán en 1983, o en 1982..., o en 1981.

Es necesaria una estrategia de cambio dentro de la democracia, dentro de la Constitución, dentro de la izquierda. Es preciso decirle al país que no está condenado a ser gobernado eternamente por la derecha, que las imágenes de Suárez, Martín Villa o Rosón no tienen por qué permanecer por diez años todos los días en los televisores y en la Prensa. El pedigrée político de esos protagonistas no es el más brillante, y por muchos actos de fe de democracia que hagan cada día, no deberíamos garantizarles una vida política activa más allá de un modesto período de transición, que ya debería estar tocando su final. Pero hay extendida una suerte de fatalismo de que en la onda larga de la recesión en que vivimos actualmente no puede sino triunfar la derecha. Y el fatalismo inhibe todavía más. Lo primero, pues, es liberarnos de él, dándonos cuenta de la situación a que hemos venido a dar, para empezar a poner remedios. Y apreciando cómo la derecha en la sociedad actual no tiene verdaderas soluciones.

3. La crisis económica no la resolverá la derecha

En la mayoría de los países desarrollados es manifiesto hoy -y las excepciones pueden ser Japón, Alemania y pocos casos más- un considerable declive económico. Es un hecho nuevo para las generaciones que actualmente están en edad activa y que contemplaron el crecimiento acelerado de los años cincuenta a los setenta.

En el caso de Estados Unidos, las consecuencias van a ser serias en los próximos años, porque si quieren mantener su influencia mundial habrán de hacer un mayor esfuerzo en términos del tanto por ciento del PNB dedicado a armamento y actividades trasnacionales. Lo cual, en medio de una depresión, es difícilmente concebido sin el riesgo permanente de una guerra, que por ello mismo podría desencadenarse en cualquier momento, con consecuencias difícilmente previsibles.

Claro es que hay toda clase de soluciones prefabricadas, que plantean como posibilidad que la expansión de la industria de armamentos sea la forma de salir de la depresión. Un movimiento «intelectual» que se presenta de forma sutil, como un liberalismo renovado, pero que difícilmente podrá tener éxito cuando la estructura de la sociedad tiene ya bien poco de liberal. Ese es el argumento de Galbraith cuando subraya que Milton Friedman tendría razones para ser el profeta del liberalismo, pero en otro mundo, en el que no hubiera sindicatos, ni asociaciones de agricultores, ni tampoco una OPEP.

En realidad, ese liberalismo ya sabemos lo que es y a lo que llega, porque se ha experimentado en Chile y el Reino Unido. En Chile, para introducirlo, fue necesaria una dictadura política; en Inglaterra, una depresión de caballo, sólo comparable a la de los años treinta. Parece que ahora se produce la verdadera llegada del Mesías: Milton Friedman in person al poder; con Reagan. Aunque seguramente no habrá que esperar mucho para ver que Reagan puede ser el Hoover de nuestro tiempo, que con sus recetas liberales no resolvió la gran depresión. Tuvo que llegar Roosevelt, en 1933, con el intervencionismo del New Deal, para enderezar la situación. Esperemos que esta vez no sea necesaria, para conseguir el relanzamiento del capitalismo, una tercera guerra mundial.

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