Tribuna:

El espadón del godo

Parece ser que Antonio Izquierdo, director de El Alcázar, a semejanza de algunas señoritas provincianas de antaño, se pirra hasta tal punto por todo lo que lleve un uniforme militar que está perdiendo el sentido de las proporciones. Así, el 19 de julio pasado, en un artículo sobre el golpe de Estado de Bolivia, llegaba a decir: «La experiencia me dice que cuando un ejército da un paso al frente, cruento o incruento, lo hace cargado de razón». Vemos que todavía es para él solamente una verdad de experiencia, pero como no concede expresamente siquiera la posibilidad de excepción o salveda...

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Parece ser que Antonio Izquierdo, director de El Alcázar, a semejanza de algunas señoritas provincianas de antaño, se pirra hasta tal punto por todo lo que lleve un uniforme militar que está perdiendo el sentido de las proporciones. Así, el 19 de julio pasado, en un artículo sobre el golpe de Estado de Bolivia, llegaba a decir: «La experiencia me dice que cuando un ejército da un paso al frente, cruento o incruento, lo hace cargado de razón». Vemos que todavía es para él solamente una verdad de experiencia, pero como no concede expresamente siquiera la posibilidad de excepción o salvedad -como ocurriría si en vez de escribir «lo hace» escribiese, por lo menos, «suele hacerlo»-, me temo que no le falte ya más que una simple operación de inducción completa para sancionarlo como dogma. Si tal llegase a ser el caso, la fuerza del carisma atribuido a los ejércitos superaría a la propia gracia santificante que acompaña a los sacramentos de la Iglesia, pues esta gracia ayuda, ciertamente, al cristiano a cumplir el compromiso inherente al sacramento, pero no otorga en modo alguno la impecabilidad. Podría responderse que la impecabilidad atribuida a los ejércitos no es una impecabilidad individual, que afecte a cada militar por separado, sino una impecabilidad o infalibilidad corporativa, semejante a la, que la Iglesia reconoce al sínodo ecuménico o al pontífice definiendo ex cathedra, pero, no habiendo suficiente semejanza entre la organización jerárquica de la Iglesia y la de los ejércitos, subsistiría la gravísima dificultad de definir cada vez sin equívoco posible -y en medio de una casuística tan varia como la del innumerable acervo de los pasos al frente militares-, quién es el ejército; quién es, en el supuesto, claro está, de que haya de identificarse con la patria. Si el paso del Rubicón fue el paso al frente por antonomasia, paradigma y estímulo de todos los que han sido, ya entonces -según atestigua Plutarco- la cosa estaba sumamente oscura: «Pues con todo de ser tan lastimosa y miserable esta mudanza, los ciudadanos veían la patria, a causa de Pompeyo, en aquella turba fugitiva, y en Roma no veían sino el campamento de César». Remediar esta oscuridad estableciendo que por definición la patria está siempre en el campamento de César o es lo que está en el campamento de César, sea ello lo que fuere, equivaldría a consagrar como principio el puro Viva quien vence.

Será tal vez el natural temor ante la incertidumbre de todo lo existente lo que le hace a Antonio Izquierdo buscar en derredor alguna roca inconmovible que permita una fe en la que cerrar los ojos y entregarse al sueño, pero no siempre violentar y extremar nuestra confianza en ellas hace a las rocas más inconmovibles, ni por mucho alabar a alguien o algo ha de cobrar las cualidades que le atribuyamos. Siendo, por otra parte, imperfectos y falibles, tanto los hombres como sus instituciones -sin excluir las militares-, la aprobación, la admiración y la alabanza no sólo pierden todo valor cuando son demasiado automáticas e incondicionales, sino que toda hipérbole, «en achaque de alabanzas», amenaza incurrir en el ridículo y recibir una interpretación burlesca. Por ejemplo, sólo porque se tiene la certeza de que no ha habido ninguna intención ofensivamente irónica, sino tan sólo necedad y servilismo, detrás de la alabanza, objetivamente ultrajante -y tan prodigada por el partido del Gobierno-, que encarece el comportamiento del ejército español por no haber dado ningún paso al frente ante los reajustes institucionales que reciben el nombre de «transición política», sólo por esa certeza, se ha dejado pasar la cosa con paciencia. En cualquier otro país de gran tradición militar, como Inglaterra o Alemania, se sentiría como intolerablemente ofensiva una alabanza semejante: «¿Pero es que nos han tomado ustedes por un ejército banaría?».

Pero la devotísima tontada que Antonio Izquierdo osa tan sólo registrar por dato de experiencia podría tal vez hallar fundamento de doctrina en la honda concepción de un colaborador de su periódico, Eduardo Adsuara, que, bajo el título de Ejercito y poder, echa también su cuarto a espadas, sobre el paso al frente del novísimo césar boliviano García Ni eza. Para Adsuara, Las fuerzas A rmadas (bolivianas) se han negado a reconocer una supuesta «voluntad popular» que, en su opinión ( ... ), atenta contra las propias esencias de su ser nacional; y más adelante indica, aunque no explica, el origen de las atribuciones que facultan a las tuerzas armadas para la operación: ... el Ejército tiene, no «elpoder», sino «el Poder». Y no «el poder» que dan las armas, sino «el Poder» que da la Historia y del que dimanan todos los demás «poderes». Incluso el «poder legislativo»; y un poco más abajo esboza el mecanismo del con unto: Y cuando «elpoder» político se opone al «Poder» histórico (cuando la «voluntadpopular» se opone a la «voluntad nacional») entonces el «poder» político se derrumba. Y sólo queda el «Poder» histórico. Es decir: el Ejército.

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A taita de mejor explícación, Eduardo Adsuara echa mano del recurso de dar realidad y vida a las ficciones de la alegoría: esa historia dadora de «el Poder» es el acreditado comodín de la historía sujeto, la Historia persona, diosa, señora. Pero, aun concecliencio que la historia fuese realmente esa hombruna y poderosa dama de almenada corona que ilustra las portadas de añejos mamotretos o adorna el trontispicio de las academias, todavía quedaría por explicar por qué precisaniente los ejércitos habrían de tener con ella esa privilegiada intimiciad que los faculta para ser sus únicos genuinos portavoces -o interlocutores válidos, como diría un periodista- y sus incorruptibles paladines. La rnayúscula con que Adsuara pretende distinguirlo y mejorarlo no logra hacer del tal Poder otorgado por la historia ninguna cosa menos mágica, gratuita y fabulosa que La fuerza que acompaña a la persona de Ubi ben Kenobi en La guerra de las galaxias. Estas puerilidades están bien y pueden tener gracia y sabor en historietas de tebeo, pero es irresponsable pretender colarlas por explicaciones en tan graves asuntos.

Sea, sin embargo, de momento, lo que luere del misterio de este poder o fuerza, lo que está claro es que Adsuara concibe la relación de poderes desplazándose en un sentido de transmisión, y, por tanto, en una ordenación jerárquica, inversos a los que se suelen reconocer o convenir como los propios de naciones étnicamente homogéneas u homogeneízadas. La relación de poder en que la transmisión o delegación de pocieres -y, consiguientem ente, el reparto de los papeles de poderdante y apoderado- va de la entidad genérica y total, esto es, la comunidad civil -senatus populusque- a la institución parcial y especializada, esto es, el ejército, es la propia de sociedades étnicamente homogéneas y, por tanto, con ejércitos de tormación autóctona. Por el contrario, la relación inversa, aquella en que, como en la concepción de Adsuara, el poder, se pretende transmitido por el estamento armado, como poderdante, a las instituciones llamadas civiles, como apoderadas, es la que se prospecta en tormaciones racialmente heterogeneas, en que la clase militar no es de tillación autóctona, sino una minoría conquistadora o invasora, como las minorías turcas en los Estados istámicos del creciente fértil. Incluso las situaciones pretorianas del imperio romano, en que las legiones hacían y deshacían, ponían y deponílín, contra la mala administración de los politicastros de la clase senatorial, se arriman tal vez a lo mismo, al caracterizarse, con toda probabilidad, por núcleos militares de conscripción o tormacion predomínantemente provincia¡ y, por tanto, en una relación equivalente con la población civil de la metrópoli.

Pero si ahora ensayamos la aplicabiliciad de esta distinción a los Estados hispánicos veremos como, remitiéndonos a los mismísimos orígenes de España, la concepción adsuriana resulta ajustarse con coherencia irreprochable a los datos concretos de la Historia, pues, en efecto, esos orígenes responden incuestionablemente, no ya a la situación que da lugar a la primera relación de poderes indicada, sino a la que da lugar a la segunda. Quien crea el primer Estado español propiamente dicho, y, por tanto, funda España misma como nación, no es, ciertamente, la mayoría racial autóctona hispanorromana, que constituía la población civil, sino la minoría racial invasora visigoda, que tormaba una casta guerrera dominante. Ateniéndonos, pues, a los orígenes históricos de los Estados hispánicos, a la prístina esencia de la macire y matriz de todos ellos, España, no sólo no es en modo alguno el caso de una comunidad ttnicamente homogénea que torma en su propio seno una clase militar a la que arma y apodera para ejercer tunciones de detensa -caso en que el poderdante no podría ser, ciertamente, más que la mayoría civil-, no sólo, digo, no es este caso en absoluto, sino que se dan de manera eminente las circunstancias justamente contrarias, pues, además de encontrarnos en presencia de una clase militar compuesta por una minoría racial de origen foráneo, no es ni siquiera un ejempIo de intrusión en un poder ya existente, como en las minorías turcas del Islam, a excepcion de la otomana, sino un caso justamente parejo a la de esta: el de una minoría guerrera de procedencia toránea que no debe su primacía política a la niera usurpación pretoriana de un poder preexistente, sino que por sí misma constituye un poder nuevo, tunda un nuevo Estado y torja una nueva nación. Así se ve hasta qué punto la relación de, poderes propugnada por Adsuara es la que está incuestionablemente inscrita en el más prístino y más auténtico ser de España y, consiguientemente, en el de los pueblos de su descendencia. A partir de esto es como se desarrollan con toda nitidez y sin contraelicción alguna las contraposíciones adsuarianas entre ejército y pueblo o población viviente, entre voluntad popular y voluntad nacioal y entre poder histórico y poder político. El Poder, con mayúscula, el Poder que da la historia, el poder poderdante, suprema instancia facultada para dictaminar y definir sobre la esencia de la patria, corresponde, obviamente, al estamento militar, como legítimo sucesor -no carnal, pero sí institucional y hasta espiritual- de la minoría racial visigocia en cuanto casta guerrera fundadora del Estado y torjadora de la nación; ese poder no puede, evidentemente, ser reivindicado por la población civil, a la que, en cuanto sucesora de la mayoría racial autóctona hispanorromana, no puede corresponder mas que el poder con minúscula, el poder político de Adsuara, un poder delegado que, para el mero ejercicio de las tunciones administrativas, recibe esa mayoría tan sólo en calidad de apoderada de la minoría guerrera ciominante. El Poder que da la Historia es, pues, el histórico y hasta inmemorial poder de la minoría guerrera creadora de la patria, cuyo legado imprescriptible y permanente no puede recaer sino sobre quien institucionalmente la sucede, esto es, sobre el estamento militar. A la contraposición tundacional entre la minoría guerrera visigoda, como sujeto agente de la creación de España, y la mayoría civil hispanorromana, como objeto paciente modelado y configurado por ese acto creador, es a lo que, en última instancia, es preciso remitir para comprenderla y apreciar su verdad, la contraposición adsuariana entre el pueblo o la población civil, como sujeto de la voluntad popular, siempre -a tenor de otro parrato no citado del artículo de Adsuara- expuesta al arbitrio y al capricho, y el ejército, como sujeto de la voluntad nacional, cuya impecabilidad e intalibihuad en lo que atañe a la esencia de la patria ya no hace taita que sea por carisma, sino que basta que sea por definicion, pues ¿quien habría de tener la última palabra sobre una tundación, sino el propio fundador o quien legítimamente lo suceda? Y el godo y sólo el godo es, por así decirlo, el que trajo las gallinas.

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