El socialismo africano: el caso de Angola / y 4

Bienvenido a Angola, forastero

El aeropuerto internacional de Luanda es la primera advertencia al visitante bisoño de que entrar en Angola, la patria de la revolución africana por excelencia, es asunto muy serio.Los suelos sin pavimentar, los andamios que dejaron los portugueses y que obligan al viajero a caminar medio encorvado entre un laberinto de barras de hierro, que soportan una carga respetable de maderas, chapas metálicas y tuberías que pueden caerse en cualquier momento parecen gritar: «Oh, los que entráis, sabed que este no es país para pusilánimes». Los viejos butacones de la sala de espera muestran sus tripas al...

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El aeropuerto internacional de Luanda es la primera advertencia al visitante bisoño de que entrar en Angola, la patria de la revolución africana por excelencia, es asunto muy serio.Los suelos sin pavimentar, los andamios que dejaron los portugueses y que obligan al viajero a caminar medio encorvado entre un laberinto de barras de hierro, que soportan una carga respetable de maderas, chapas metálicas y tuberías que pueden caerse en cualquier momento parecen gritar: «Oh, los que entráis, sabed que este no es país para pusilánimes». Los viejos butacones de la sala de espera muestran sus tripas al aire, después de haberse hecho todos sin excepción el harakiri. Nada que comer, nada que beber, como en Barajas, sólo que allí no es porque los empleados estén en huelga, sino porque sencillamente no hay nada.

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Inocente viajero solitario de un domingo, esperaba pacientemente desde hacía una hora a que la correa transportadora se pusiese en marcha y me trajese mi maleta. Un policía, entre divertido y airado, se acercó finalmente y dijo: «Pero qué hace ahí, si esa correa no funciona desde hace cuatro años. Súbase por ella, sígala hasta el final y recoja su maleta».

«¿Dónde está su visado?», preguntaba ya contento el agente. «No tengo. Como en Madrid no hay embajada de Angola, pero aquí traigo un telegrama del Ministerio de Información diciendo que puedo venir, que me darán el visado en el aeropuerto», le respondí tranquilo porque, al otro lado de la barrera, estaba un joven en jeans que se había presentado como el director de prensa. «Conque ¿telegrama, eh?», seguía diciendo el policía, ahora visiblemente satisfecho. «Je, je. Venga conmigo». A través de unos pasillos sucios y estrechos llegamos a un despacho donde, en medio de montañas de papeles, pasaportes y mil cosas más, trabajaban otros tres policías. Al cabo de una hora el agente salió con aire triunfador: «No tenemos ninguna carta que diga que hay que darle a usted el visado aquí. Por tanto, camarada, de acuerdo con nuestras leyes, técnicamente ha hecho usted una entrada ilegal».

Como una semana en Mozambique me había enseñado a no sorprenderme por nada, miré, sereno, al director de prensa, que al fin se decidió a hablar. «Pero camarada policía, eso no es posible. Yo mismo he escrito la carta, debe tratarse de un error». «No, no hay error alguno, no tenemos carta y sin ella las instrucciones son de no dejar salir a nadie». «¿Y si yo le garantizo?», insistía el director de prensa. «No, no vale, porque así no hay constancia, y si ocurre algo es nuestra responsabilidad. Vaya por una carta y le dejaremos salir». «Pero camarada, hoy es domingo, dónde encuentro yo al camarada ministro para que me dé el visto bueno a esa carta», medio gritaba ya el de prensa. «Ah, eso es asunto suyo», respondía en una reacción muy típica el policía. «Yo sólo cumplo órdenes y sólo actúo con papeles».

Director de Prensa y militante

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Fue entonces cuando comencé a inquietarme, porque a medida que los dos se acaloraban mi situación personal empeoraba. Cuando el director de Prensa hizo gala de su militancia en el partido y su amistad con Fulano y Mengano del comité central, el policía se dirigió a mí con gesto airado y me espetó: « Usted, coja su maleta y váyase a esa sala que hay ahí». Como mi abogado defensor seguía diciendo al policía que «se iba a enterar, que iba a buscar a no sé quien», el agente, más colérico aún, me chilló: «Con los demás; sepa usted que le podemos considerar inmigrante ilegal y que, por tanto, le subo en el primer avión que salga para Luanda».Tuve que rogar al director de Prensa que no siguiera intercediendo por mí, y gracias a ello logré que me dejaran tenderme en un sofá para policías, milagrosamente entero. Mi defensor se despidió y me dijo a modo de consolación: «No se preocupe, que si le echan se van a acordar».

No sé cuánto tiempo estuve amodorrado. Para suerte mía todos los aviones que debían salir de Luanda en esas veinticuatro horas habían sufrido retrasos. Me desperté cuando el mismo policía me zarandeó por una pierna. «El jefe quiere verle, venga conmigo». Un nuevo personaje, misterioso como todos los de la seguridad en estos países, estaba sentado en el despacho del jefe de policía, con mi protector de la Prensa. «Bien, camaradas», dijo el personaje incógnito; «ustedes han hecho bien, han cumplido con su deber. Aquí nadie puede entrar sin carta. Ahora yo me llevo al camarada», por mí, «y mañana les enviaré la carta». Curiosamente nadie objetó y así pude salir del aeropuerto.

«Qué bien», me decía camino de la ciudad. «Son veinticuatro horas de vigilia y sin comer, pero al fin me podré dar un buen baño caliente y dormir doce horas seguidas en una buena cama en el hotel». Como era de esperar, todos mis deseos se cumplieron esa noche, excepto lo del baño, porque precisamente esa tarde no había agua, y lo de la buena cama, porque hasta que no viniera el personal al día siguiente no habría sábanas ni almohadas.

Ni qué decir tiene que todo el tiempo que estuve en Angola me pasee indocumentado, pues mi pasaporte lo retuvo el director de Prensa, y que tardé cuatro días para obtener, el visado de salida -tan preceptivo como el de entrada- porque la policía volvía a considerar sospechoso que alguien que no tenía visado de entrada solicitase uno de salida.

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