Tribuna:

Conversando con Kafka

El contrapunto al verano caliente, sin la serpiente en el lago Ness y con el huracán Allen, me lo ofrece la relectura de Kafka en sus conversaciones con Gustav Janouch. Son el colofón editorial a sus paseos por las viejas y húmedas calles de Praga, entre 1920 y 1924. La lucidez del frágil judío queda patente, una vez más, en un texto.Efectivamente, los soliloquios de Kafka no dejan de estremecernos por su rabiosa actualidad, y ese que fueron expuestos hace más de sesenta años. Así, podemos leer: «Los burócratas transforman la vida, modifican los seres humanos en números codificados y muertos»....

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El contrapunto al verano caliente, sin la serpiente en el lago Ness y con el huracán Allen, me lo ofrece la relectura de Kafka en sus conversaciones con Gustav Janouch. Son el colofón editorial a sus paseos por las viejas y húmedas calles de Praga, entre 1920 y 1924. La lucidez del frágil judío queda patente, una vez más, en un texto.Efectivamente, los soliloquios de Kafka no dejan de estremecernos por su rabiosa actualidad, y ese que fueron expuestos hace más de sesenta años. Así, podemos leer: «Los burócratas transforman la vida, modifican los seres humanos en números codificados y muertos». En otro lugar queda escrito: «La falsa ilusión de libertad llevada a cabo por medios externos es un error, una confusión, en los que nada florece salvo dos hierbas, el miedo y la desesperación». Surge la constante obsesión de Kafka: se siente condenado a vivir.

En la última parte de nuestro antiguo régimen, el de 1939-1975, abundaron las acusaciones y los ataques verbales a los tecnócratas que gerenciaban el aparato del Estado. Tal crítica tenía su justificación debido a que la política se cocía entonces en una unidad cuasi hermética, y de cuyas escasas fugas se beneficiaban los apostantes -y clientes- del amiguismo en vigor y dedicado al enriquecimiento sin tasa.

Las tesis contrarias a la política oficial rebotaban, una y otra vez, en esa cápsula impermeable sin ser escuchadas ni tenidas en cuenta. Hoy, muchos de esos censores se hallan situados en el binomio del poder -la oposición forma parte de este último-; otros, que gozan de alguna poltrona -parlamentaria, gubernamental o de la administración local-, ya poseían antaño su trozo de tarta. De 1975 para acá un extraño maridaje luce en la cúspide política, y en el hacer de los políticos se observa un denominador común: no existen programas de Gobierno que convenzan e ilusionen. Para la clase política parece que sólo cuentan el oportunismo de la parcela conquistada y el desenfrenado deseo de la más larga permanencia posible en el cargo. A nadie se le escapa la añagaza, que aquí se juega a la democracia sin demócratas, que aquí se practica una charleta pasillera donde prima el toma y daca. Pero estos hábitos a nadie convencen, que son los mismos de antes, pero con collares de plástico al por mayor. La «marcha», al decir de los jóvenes rockeros, no es tal, sino que es algo confuso y quietista, jerarquizado y de coto privado, fiel reflejo del monólogo aburrido y. repetitivo que anda amarrado en las aguas remansadas de una política decepcionante, hueca y pactista.

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A los exclusivos habitantes de la fortaleza del poder les sobra la mala conciencia de su pasado político. A los que aspiran a penetrar por sus fosos y puentes levadizos para sustituirles, les falta consistencia en los planteamientos y coherencia en los comportamientos. Sin moral política, el campo del honor se asemeja a un descampado de navajeros. No hay duda que la cautela y el miedo -a los intereses económicos, al ruido de los sables- paralizan la acción política -¿existen verdaderamente voluntad de carnbio y mentalidad de alternancia?- y la puesta en práctica de un diálogo auténtico. Llegamos, pues, al desenganche colectivo, al escepticismo nacional.

Los burócratas, zaheridos por Kafka, se transformaron en tecnócratas al primer bote, y en políticos del oportunismo, al segundo. Ellos parecen ignorar que la velocidad de la evolución histórica se desarrolla en progresión geométrica, por lo que la repetición de las vidas paralelas -un nuevo Plutarco: carrerismos y suarismo- vuelve a dibujarse en el mapa de la política española.

Y regreso a los escritos de Kafka, aun sabiendo la complejidad y las dificultades del momento histórico, aun asistiendo al deterioro progresivo de los índices económicos -¿para cuándo un programa económico y un nuevo rector de la política económica?-, para comprobar lo acertado de sus enfoques: "Las palabras preparan el camino de los hechos por venir, sirven de detonante a futuras explosiones; las palabras entrañan una decisión entre la vida y la muerte". El valor de las palabras. Se echa de menos valor y generosidad en los que las pronuncian. Y el saldo resultante no deja de preocupar: sin líderes, ideas, opciones y prograrnas, en definitiva, la ausencia de unas palabras que conforman un diálogo constructivo y a largo plazo.

No se levanta un país con Silencios o monólogos pobretones bisbiseados en la sombra rala de la poliltica partidista. La ilusión de un pueblo se crea con palabras que sirven de prólogo a los; hechos. A lo mejor ocurre que nuestros políticos -poder y oposición- necesitan pasar por una campaña intensiva de alfabetización para enhebrar esos diálogos. Ciertamente el reenganche de las tareas; colectivas sólo aflorará cuando se arrumben los monólogos definitivamente. A Kafka le sobraba razón cuando hablaba de política en sus caminatas por Praga: con esta política uno se siente condenado a vivir en el miedo y la desesperación.

es escritor y periodista especializado en temas latinoamericanos.

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