Tribuna:

¿Aquí no ocurre nada?

Los comentaristas políticos se afanan en convencernos de que este país es el colmo del aburrimiento y que por eso impera la desilusión. Una ola de hastío programado nos asola. La cosa pública carece de todo atractivo. Los acontecimientos se suceden con una monotonía indigna de un cuerpo social vivo. Los partidos están sumidos en una especie de rueda generadora de apatía. El Parlamento cierra sus puertas no tanto por la vacación cuanto por la pereza ambiente. La clase política veranea a la vista del tedio general. Esto aburre a las moscas, que diría un pasota. ¿Es que aquí nunca ocurre nada?Des...

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Los comentaristas políticos se afanan en convencernos de que este país es el colmo del aburrimiento y que por eso impera la desilusión. Una ola de hastío programado nos asola. La cosa pública carece de todo atractivo. Los acontecimientos se suceden con una monotonía indigna de un cuerpo social vivo. Los partidos están sumidos en una especie de rueda generadora de apatía. El Parlamento cierra sus puertas no tanto por la vacación cuanto por la pereza ambiente. La clase política veranea a la vista del tedio general. Esto aburre a las moscas, que diría un pasota. ¿Es que aquí nunca ocurre nada?Desconfiad de los diagnósticos que concluyen en el aburrimiento. Hace ya años, Pierre Vianson-Ponté, uno de los más finos analistas políticos franceses, escribió en Le Monde un artículo que causó sensación: «La France s'ennuie». El gran articulista estudiaba, al parecer irrefutablemente, las causas por las cuales la balsa de aceite que era la Francia de la época revelaban a una sociedad tediosa, desinteresada y con una falta de ilusión alarmante. Efectivamente, Francia, en plena ataraxia, se aburría.

Y un par de semanas más tarde estallaba con toda su virulencia el mayo 68. De Gaulle había hundido a los franceses en el aburrimiento: es increíble comprobar cómo las apariencias engañan. Se estaba incubando el fin de una era y las más lúcidas mentes no encontraban más ocupación que acusar a toda una sociedad de aburrimiento. Se veía venir un nuevo período histórico y los notarios del acontecer político se entretenían en cazar moscas.

Héteme aquí que, según los cronistas, España también se aburre. La miopía hace estragos mientras galgos y podencos corren delante de nuestras narices. ¿Que aquí no pasa nada? Aunque sólo sea desde la perspectiva de los hechos comprobables, a España se le puede aplicar cualquier calificativo menos el de tedioso. El abandono de una dictadura de casi medio siglo, la entrada en una democracia pelona, un atentado político casi diario, un paro que podría provocar cualquier desbordamiento social, una recesión económica que hace al ciudadano cada vez un poco más pobre, una cultura que vegeta ante la indiferencia de la población, un vacilante proceso de integración/humillación con respecto a Europa, un intento de atarnos al carro nuclear atlántico, unos poderes fácticos que no acaban de entrar por el aro... ¿Quién dice que aquí no ocurre nada?

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Quizás los que se aburren -y aburren- sean los cronistas, cuya capacidad de análisis termina en la última cena de Suárez con fulanito o las palabras de Felipe en una merienda con motivo de cualquier cosa. Ciertamente nos aburren las comidillas de la clase política, pero el problema es achacable a quienes confunden el chismorreo con la realidad del país. Cuando una nación se acostumbra al asesinato, al paro, a las contradicciones, lo que le sucede no es aburrimiento sino algo de otro signo mucho más profundo.

En España están ocurriendo cosas suficientes como para mantenernos en vilo. Es imposible hablar de hastío o de tedio cuando se tiene un polvorín entre las piernas. No hay lugar para el bostezo cuando nos estamos jugando el modelo de sociedad que va a proyectarse hacia el año 2000. ¿Quién puede sentir desgana ante este vaivén entre la tentación totalitaria y la aspiración seriamente democrática? ¿Cómo caer en la somnolencia cuándo esto que llamamos España trata de estructurarse definitivamente en medio de tensiones y amenazas sin cuento? En verdad que hay miopes para todos los gustos. De la misma manera que existe una amplia gama de milenaristas.

A nuestra situación son perfectamente aplicables los conceptos de "utopías de reconstrucción" y «utopías de evasión» acuñados por Mumford. Todo indica que deberíamos estar viviendo la primera utopía, aquella que implica una dinámica hacía adelante, una voluntad decidida de conquistar una nueva sociedad. Lamentablemente, ni la profundidad, ni los ritmos, ni las voluntades parecen ir por ese camino. Todo ello acaba produciendo una degeneración de las intenciones, aparecen fuerzas adversas, represoras, y la anterior dinámica se diluye en mil componendas. Hasta aquí el diagnóstico me suena verosímil. La incógnita reside en qué ocurre con las energías vanamente desperdigadas. Puede suceder que se vayan concentrando en sueños de evasión insertos, cómo no, en un tejido utópico. Es la seudoutopía, que conduce a ciertos grupos sociales «a buscar refugio a extramuros de la realidad», según la bella definición de José Antonio Maravall.

Sólo estos últimos utopistas descansarán bajo el árbol del aburrimiento. En el fondo son caballeros andantes fatigados a los que les asalta la tentación russoniana, el snobismo culinario, la experiencia de la irrealidad, el subterfugio del desencanto. Caballeros andantes de un tiempo que ya no existe ni existió nunca, trovadores desafortunados quejosos de lo que pudo ser, buscones de aventuras insinceras. Caballeros de este jaez los hubo siempre.

Los que hablan del insoportable aburrimiento de España les están dando cuerda, fomentan el reinado de las utopías de evasión. Pero ese no es el problema español. El gran problema es que aquí están fallando las utopías de reconstrucción, con todo lo que esto implica de atasco y chapuza. El hermoso edificio que Suárez y los demás nos prometieron está resultando ser apenas una chabola, poco habitable, rodeada de peligros, trampas y minas. El momento, pues, no parece el más apropiado para el hastío, el tedio o el aburrimiento.

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