Editorial:

Subida de los transportes y política municipal

LA ENTREVISTA que mantuvieron la pasada semana una comisión de alcaldes con el presidente del Gobierno suscitó un clima de moderado optimismo acerca del buen encauzamiento de los graves problemas de nuestra vida municipal, descle los déficit presupiiestarios hasta los transportes colectivos. Sin embargo, las informaciones facilitadas por el Ayuntamiento de Madrid sobre las demoras que sufre la aprobación por el Estado de su presupuesto ordinario para 1980 muestran que las cosas de palacio van sospechosamente despacio. A la vez, el anuncio de subidas de tarifas de transporte urbano ha sembrado ...

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LA ENTREVISTA que mantuvieron la pasada semana una comisión de alcaldes con el presidente del Gobierno suscitó un clima de moderado optimismo acerca del buen encauzamiento de los graves problemas de nuestra vida municipal, descle los déficit presupiiestarios hasta los transportes colectivos. Sin embargo, las informaciones facilitadas por el Ayuntamiento de Madrid sobre las demoras que sufre la aprobación por el Estado de su presupuesto ordinario para 1980 muestran que las cosas de palacio van sospechosamente despacio. A la vez, el anuncio de subidas de tarifas de transporte urbano ha sembrado la desazón entre los ciudadanos, acorralados por los aumentos de la cesta de la compra, la luz, el teléfono, el aguia y -toquemos madera- los servicios funerarios.Está claro que esos dos aspectos -la indigencia de las haciendas locales y el encarecimiento de los servicios municipales- están íntimamente ligados. Las haciendas locales no sólo han de hacer frente a los gastos financieros producidos por los presupuestos especiales de liquidación de deudas origirtadas en el pasado, sino que se ven obligadas a aumentar los impuestos locales por su inadecuada participación en los ingresos generales del Estado. Como es sabido, el porcentaje del gasto público total confiado a los ayuntamientos españoles se sitúa en una cota muy inferior a la habitual en los países europeos. Mientras en el conjunto de las naciones de la CEE el gasto público encauzado por la Administración local excede el 25% del total, y Holanda supera el 50%, los miinicipios españoles se mueven por debajo del 10% y se conforman con gestionar en el horizonte de 1985 un 15% de los impuestos indirectos y un 12% de los impuestos de la renta.

Mucho se habla en este país de instituciones de autogobiemo a escala de nacionalidades históricas y de regiones. Pero el comprensible entusiasmo por esos miniestados, justificado por lo que pueda significar de acercamiento a los ciudadanos de la gestión pública, no tendría por qué enfriar los ánimos para reivindicar un ámbito de competencias y funciones, suficientemente financiado por el gasto público, para los municipios. En este sentido, la utilización de los problemas municipales para las luchas políticas entre el Gobierno, que controla la Administración central, y la oposición parlamentaria, que domina la Administración local, sólo podrían producir a los ciudadanos una justificada aversión hacia los partidos y un cansancio de los hábitos democráticos. Si el Gobierno prosiguiera.en su iniciada estrategia de asfixiar económica y administrativamente a los ayuntamientos de mayoría socialista o comunista, y si los ayuntamientos de izquierda consideraran que su poder local debe ser utilizado para dirimir cuestiones de política nacional o internacional, que rebasan el marco normal de sus actuaciones, o para transformar las alcaldías en hogares para encierros, los vecinos terminarían por mandarles al diablo a ambos a dos. La creciente participación de los ayuntamientos -de derecha, de centro o de izquierda- en los asuntos educativos (más allá del desempeño de las funciones propias de un casero), de cultura, de medio ambiente, de sanidad, de urbanismo, de planificación del territorio, de deporte y de transporte, puede hacer por la consolidación de la democracia más que mil discursos.

La subida de los transportes urbanos madrileños se halla, sin duda, animada por el propósito de aproximar el coste real de esos servicios a las tarifas efectivamente pagadas por los usuarios. La convocatoria de una huelga de transportes, lanzada por UGT en Madrid, contra una medida propuesta por un ayuntamiento controlado por el PSOE, no sólo demuestra una considerable dosis de radicalismo irreflexivo, sino también el reflejo corporativo de intentar frenar la inflación sentándose sobre los precios, porque esa elevación de tarifas no suprime el carácter de precio político de los transportes colectivos, dado que los usuarios sólo van a contribuir aproximadamente en un 70% a sufragar los costes de su explotación.

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El verdadero tema de discusión no se centra en el todo o nada de las subvenciones, esto es, en el dilema de la absoluta gratuidad o de la rentabilidad capitalista de su explotación, sino en la determinación del porcentaje que debe corresponder al gasto público en su financiación y en la interrogante de si otros beneficiados indirectos -los centros comerciales o las grandes empresas, fundamentalmente- deben contribuir al mantenimiento de unos servicios públicos que representan economías externas para su funcionamiento. La lucha contra las aglomeraciones de tráfico, la defensa frente a la contaminación y la campaña en favor del ahorro de combustible, secuelas inevitables de la proliferación de automóviles privados, apoyan, en función de los intereses generales, la financiación por el gasto público de una parte del coste de estos servicios colectivos, pero difícilmente de su totalidad. Seguramente, el 75% de contribución por parte de los usuarios que propuso el Gobierno en la reunión del palacío de la Moncloa sea excesivo, y tal vez la distribución a medias de las cargas entre, el gasto público y los clientes de metros y autobuses resultara más justa.

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