Tribuna:

Presencias y ausencias en Santander

Fue tan simpáticamente tumultuosa y rápida la inauguración de Curso en la Universidad Internacional de Santander que sólo con cierta romana lejanía y con relativo reposo se puede escribir de lo que rebasa la crónica. Por muchos de nosotros desfilaban recuerdos buenos y ecos de pasadas rabias. Había el homenaje a la universidad que fundó Fernando de los Ríos y que presidió Menéndez Pidal: ver a su hija Jimena recibiendo ese homenaje, verla contenta, animosa, juvenil, abadesa «honoraria», era esperanza, la esperanza de un ayer que todavía enseña. Raúl Morodo habló muy noblemente de la universida...

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Fue tan simpáticamente tumultuosa y rápida la inauguración de Curso en la Universidad Internacional de Santander que sólo con cierta romana lejanía y con relativo reposo se puede escribir de lo que rebasa la crónica. Por muchos de nosotros desfilaban recuerdos buenos y ecos de pasadas rabias. Había el homenaje a la universidad que fundó Fernando de los Ríos y que presidió Menéndez Pidal: ver a su hija Jimena recibiendo ese homenaje, verla contenta, animosa, juvenil, abadesa «honoraria», era esperanza, la esperanza de un ayer que todavía enseña. Raúl Morodo habló muy noblemente de la universidad capaz de poner punto final a la lucha entre las dos Españas: permanencia de don Marcelino y apertura con orden a los nuevos mundos. Yo era muy crío para ir al Santander de los años treinta, pero recuerdo la pena que me daba el intento de unos cursos «católicos» frente a los de la universidad, donde, por cierto, enseñaban creyentes tan hondos como Maritain y creyentes agónicos como Landsberg. De esos cursos paralelos y enemigos saldría como herencia el tremendo libro escrito en la guerra civil contra la Institución Libre de Enseñanza. Todavía no se ha pedido perdón por eso.Entre aquel ayer y este hoy se vivió un capítulo que merece ser recordado, que debió ser recordado con la presencia de Joaquín Ruiz-Giménez porque en su etapa de ministro, luchando contra las alturas y contra compañeros que se decían amigos, hizo todo lo humanamente posible por lograr una cierta continuidad con la obra de Fernando de los Ríos. Primero, en Monte Corbán, y luego, en la Magdalena, Laín Tovar, Maravall, con su primer infarto como cultural herida, pelearon lo suyo. Cuando sólo se quería recordar al Menéndez Pelayo de la Historia de los heterodoxos, esos profesores, más un grupo de curas de Santander y yo mismo, alentados por Marañón, quisimos insistir e insistimos en el «otro» don Marcelino, el de las rectificaciones, el del talante liberal. Las peleas del inolvidable y batallador P. Lira con Pérez Embid, sus sarcasmos en voz muy alta contra la filosofía «oficial». -«Estoy convencido», gritaba, «que el número de imbéciles es infinito ¡y aumenta progresivamente! »-, los corrillos conspiratorios, los disgustos morrocotudos que se llevaba Joaquín, las estupendas cartas de Ridruejo desde Roma, crearon un ambiente que ni la derrota de 1956 pudo quebrar. ¡Cómo se decían y casi se cantaban los versos de Salinas! Sí, Ruiz-Giménez debió estar en la inauguración de esta prometedora etapa, con tránsito dulce gracias al buen hacer de Yndurain, justamente reconocido. No estuvo, pero su renovada pena tenía su sitio en la presidencia: me refiero, claro está, a Laura de los Ríos.

Allá fuimos también los músicos y era materia de «contestación» dar mucha música contemporánea y citar y citar a Adolfo Salazar. Lo que entonces pedíamos es plena realidad ahora: en la recepción en honor de los reyes yo iba tan orgulloso con Paloma O'Shea, pregonando que el concurso internacional que le debe todo, metido sin calzador en el programa de la universidad, cuenta este año con ¡114 concursantes! y funciona como puente cariñoso y eficaz entre la universidad y el festival de la plaza Porticada.

Tuvimos a los reyes, primero en la presidencia, luego en una recepción informal, multitudinaria, arrambladora de de emparedados y copas, y ellos en medio, casi con aire de becarios. Jimena, Rubio Sacristán, Carande -decano y patriarca de no sé cuántos mundos- evocarían quizá la visita de Alfonso XIII o la Residencia de Estudiante,s, tan mal vista por los palaciegos, tan bien defendida por Santiago Alba. Esto fue otra cosa distinta de la posible herencia: era como si toda la España tanto tiempo pateada se espumara con gratitud y sin rencor. Puede haber tentaciones de nostalgia estética viendo cómo un palacio hecho a la medida del buen gusto de la reina Victoria se convierte en aulas, tertulias y vocerío, pero la verdad es que una de las «constantes» heredadas de la Magdalena y desde don Fernando ha sido conservar en lo posible el ambiente. Lo que la recepción tuvo de irtvasora en torno a los reyes quería encarnar una utopía: una cieri.a «revolución cultural» con sonrisa y sin rencor.

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