Tribuna:

El divorcio civil

El tema del divorcio civil preocupa y divide a los católicos, del mismo modo que preocupa al conjunto de los ciudadanos, por lo que se constituye en un tema sociopolítico que necesariamente debe ser abordado por los representantes de la sociedad elegidos democráticamente. En este terreno -y no en el de los contenidos de fe, que afirmamos- queremos reflexionar para dejar clara nuestra postura ante la ley de divorcio. Colocados en el ámbito secular, pensamos que cualquier solución del problema ha de tomar en serio la ...

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El tema del divorcio civil preocupa y divide a los católicos, del mismo modo que preocupa al conjunto de los ciudadanos, por lo que se constituye en un tema sociopolítico que necesariamente debe ser abordado por los representantes de la sociedad elegidos democráticamente. En este terreno -y no en el de los contenidos de fe, que afirmamos- queremos reflexionar para dejar clara nuestra postura ante la ley de divorcio. Colocados en el ámbito secular, pensamos que cualquier solución del problema ha de tomar en serio la autonomía de lo terreno, el bien común de la sociedad, el conflicto de valores y la prudencia política.Autonomía de lo terreno

La regulación del divorcio civil, autorícese o no, es competencia irrenunciable de la sociedad civil que se expresa -sin identificarse a través de sus representantes políticos elegidos democráticamente. Siendo el matrimonio «la raíz profunda de las relaciones sociales y elemento fundamental integrador del tejido social» (Coms. Episcopal Doctrina de la Fe, mayo 1977, número siete), no es posible negar a la sociedad y a sus representantes legítimos la competencia para regular el matrimonio de los ciudadanos y los conflictos que surjan en el mismo con repercusión sociopolítica. Estamos, por tanto, en el campo de la autonomía de lo terreno afirmada por el Concilio Vaticano 11: «Si por autonomía de la realidad terrena se quiere decir que las cosas creadas y la sociedad misma gozan de propias leyes y valores que el hombre ha de descubrir, emplear y ordenar poco a poco, es absolutamente legítima esta exigencia de autonomía», GS 36. Al afirmar esta autonomía de lo temporal no defendemos la arbitrariedad, ni erigimos en norma ética, sin más, a la mayoría; pero tampoco podemos -mediatizar esa autonomía con resabios clericales de poder indirecto o con presiones sociales que la invaliden en la práctica, lo que nos colocaría en actitudes predemocráticas o totalitarias.

El bien común

«La comunidad política nace para buscar el bien común, en el que encuentra su justificación plena y su sentido, y del que deriva su legitimidad plena y propia», GS 74. El bien común de la sociedad exige que esté garantizada la dignidad y estabilidad del matrimonio, que permite a la familia la promoción y el desarrollo de sus potencialidades como individuos y como grupo social a todos los niveles. Al bien común interesa que en la sociedad exista el mayor número de matrimonios estables. Sería ir contra el bien común favorecer la disolución.

El bien común no está definitivamente dado, es un objetivo a conseguir constantemente, es una realidad dialéctica. Y, desde luego, el bien común no es la utilidad del estado o de la mayoría, sino la composición armónica de cada uno de los grupos y personas. Es decir, el bien común no se consigue igualando cabezas, sino armonizando libertades. Surgen así dos elementos necesarios para que se realice el bien común:

a) El pluralismo: el pluralismo no es para nosotros fruto de la indiferencia o de la permisividad, sino del respeto a las opciones y convicciones de las personas y de los grupos. Nos exige una básica actitud de honestidad y de respeto ante la dignidad personal de quienes-no piensan como nosotros. «El caso es muy serio para que lo despachemos con el simple desprecio hacia los que propugnan esas leyes, como si estuviesen animados por motivaciones inconfesables, o con un encasillamiento en el plano de los principios, cerrando los ojos ante la realidad, o negándonos al diálogo con todos los que no piensan exactamente como nosotros» (cardenal Tarancón, 1 en M. número 129). La estabilidad del matrimonio favorece el bien común, pero cuando falla, el mismo bien común exige la búsqueda de las mejores soluciones para subsanar esos fallos. Es claro que en una sociedad pluralista se presentan distintas opciones por parte de los individuos y de los grupos. En el caso del planteamiento político del divorcio civil, la postura puede ser la siguiente: si en la sociedad civil existen grupos cuya ideología plantea el divorcio civil y lo acepta como postura responsable, creemos que la autoridad sociopolítica debe posibilitar a esos grupos el ejercicio de esa opción libre y responsable en vistas a su realización en el interior de la sociedad.

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b) Igualdad ante la ley: junto al pluralismo, la igualdad ante la ley es condición básica para la realiza ción del bien común, pues, de otro modo, tendríamos grupos de dominio, situaciones de privilegio o de injusticia social y legal. El artículo 16 de la D. U. de los derechos humanos es claro: no reconoce el divorcio como derecho, pero sí «disfrutar de iguales derechos en cuanto al matrimonio, durante el matrimonio y en caso de disolución del matrimonio», oponiéndose a toda discriminación racial o religiosa. Como afirma el Concilio, esta igualdad jurídica, que pertenece «al bien común de la sociedad, jamás, ni abierta ni ocultamente, sea lesionada por motivos religiosos», D. H. seis.

Conflicto de valores

Las situaciones humanas son frecuentemente complejas; en ellas están mezclados valores y contravalores. Los obispos españoles, refiriéndose al tema del divorcio, han hablado de «conflicto de valores» (7 de mayo de 1977, número veinte). En situaciones semejantes, la actitud moral correcta consiste en promover los valores que se consideran más importantes, tolerando el mal que parezca menor tras un análisis de la jerarquía de valores en juego, y de las consecuencias positivas y negativas del conflicto. Nosotros no vamos a hacer ese análisis que otros han hecho por nosotros. Sí nos parece que precisar todo esto y sopesar los pros y los contras requiere un esfuerzo personal y colectivo de honestidad que todavía deja mucho que desear, pues se anuncia o silencia cuanto conviene.

Prudencia política

Para muchos sociólogos, el divorcio, más que un desenlace de situaciones conflictivas, aparece como la incapacidad de dar otras soluciones a los conflictos. La introducción del divorcio significa la aceptación del fracaso matrimonial y la creación de un espacio jurídico para remediarlo. Muchos pueden ver en esta medida la justificación de un mal y, por ello, considerarla inadmisible. Otros pueden pensar que el mal realmente grave es dejar sin solución a los matrimonios fracasados y a sus hijos. En este caso, son «las autoridades políticas las que deben garantizar el bien común de la sociedad y las que habrán de juzgar, con su prudencia política, de la permisividad de un mal, corno es el divorcio, para evitar males mayores» (cardenal Tarancón, I en M. número 129). El legislador que considera como exigencia del bien común garantizar la estabilidad del matrimonio y, al mismo tiempo, el ofrecer una salida a los, matrimonios definitivamente rotos, ahorrándoles un gran sufrimiento y dándoles la posibilidad de orientar nuevamente su vida, no se puede afirmar que obra imprudentemente.

Para terminar: un creyente formado tiene clara la distinción entre lo legal y lo moral. No todo lo moral ha de estar sometido a la regulación legal, ni sólo lo legal o todo lo legal es necesariamente moral, o mejor, no todo lo legal coincide, por el hecho de serlo, con las exigencias evangélicas.

Manuel Gómez Ríos es miembro de la Delegación Diocesana de Pastoral Familiar.

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