Tribuna:

La soberbia Centralizada

Pero ¿qué te pasa, hombre, que has nacido en Segovia, te criaste en Valdemorillo y has vivido en Madrid desde pequeñito, y te sacas esa manía autonómico-regionalista como si fueras del Ampurdán, del Goyerri o de Santiago de Compostela? La música de ese reproche martillea en mis oídos desde antes de que el término «autonomía» hubiera dejado de ser perseguible de oficio.Nunca me gustó dármelas de profeta ni de mágico lector en las entrañas de las aves. Pero las hemerotecas guardarán docenas de artículos de los últimos años, en los que se diseñaban las dimensiones del problema regionalista y naci...

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Pero ¿qué te pasa, hombre, que has nacido en Segovia, te criaste en Valdemorillo y has vivido en Madrid desde pequeñito, y te sacas esa manía autonómico-regionalista como si fueras del Ampurdán, del Goyerri o de Santiago de Compostela? La música de ese reproche martillea en mis oídos desde antes de que el término «autonomía» hubiera dejado de ser perseguible de oficio.Nunca me gustó dármelas de profeta ni de mágico lector en las entrañas de las aves. Pero las hemerotecas guardarán docenas de artículos de los últimos años, en los que se diseñaban las dimensiones del problema regionalista y nacionalista, en el marco de otra concepción del Estado. Eso era pecado mortal.

¿Y cómo luego llegó esto de las autonomías, si en las instancias ,centrales nadie parecía entenderlo ni quererlo? Mi secreta sospecha es que por aquí siguen sin entenderlo y sin quererlo, a pesar de la Constitución, a pesar de los estatutos de autonomía, a pesar de los pesares. La cosa aflora en cuanto que se cambian dos impresiones con la clase política y -¡ay!- periodística. Personas inteligentes y razonables en mil materias me dejan boquiabierto en cuanto que se ponen a hablar de estas cosas.

Los grandes cambios legislativos registrados se han producido gracias a la presión de los pueblos de España, asumidos a regañadientes por el centralismo madrileñista. con residencia dentro o fuera de esta capital. Habían sido también demasiados años de doctrina centralista oficial a ultranza y de identificación demoníaca de cuanto entrañara un renacimiento de la personalidad -no digamos del autogobierno de los pueblos y las regiones. Ahora no, claro, con ese mallorquín secretario de Estado para la .Información, que tanto defendió en otros tiempos -ya se le habrá olvidado- ideas como las sugeridas en este artículo.

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Queda mucho todavía del síndrome profundamente antidemocrático del desprecio a todo lo que no casara con las esencias imperiales personificadas no sé en quién o dónde, desde luego no en Castilla, tradicional y primera víctima del centralismo neciamente calificado alguna vez de «castellano».

La violencia y el terrorismo del País Vasco -contemplados sesgada y unilateral mente, por supuesto- al margen de su estricta realidad, han sido los mejores y más eficaces pretextos para la incontinente difusión del doctrinarismo centralista. Claro -se decían-, son los enemigos de España, los autonomistas, que matan y que quieren destruir la unidad de la Patria, y todos son de la ETA, también los catalanes, los gallegos, los canarios...

Al fondo de todo, detrás de cualquier argumento, mejor o peor pertrechado, incluso detrás de finas teorías políticas inteligentemente elaboradas, había y hay una cosa fundamentalmente: soberbia. Es la soberbia de las clases dominantes desde Felipe V hasta nuestros días. La horrible soberbia de quienes edificaban España y «lo español» a costa de ignorar o triturar la verdadera España, que es la de sus pueblos, sus regiones, sus nacionalidades, su plural y diferenciada geografía, su abigarrada estructura sociológica, histórica, económica y cultural...

Y al lado de la soberb a, la pasión del predominio y de la hegemonía: desde Madrid se gobierna más cómodamente a la medida de los intereses de casta, cuando no de oligarquía, aunque sea bajo un falso esquema artificial, napoleónico, ¡nada español! El Estado autonómico emergente llega con una distribución territorial del poder, con una nueva democracia multipolar, que irán disolviendo aquella soberbia y aquel hegemonismo-, no digo que los vayan a liquidar en cuatro días.

Unos Gobiernos autónomos serán de derecha o de centro. Otros, de mayoría izquierdista. O de coalición, o de concentración. España será una democracia territorial. La única cautela ha de ser evitar el «desmadre», impedir que las autonomías debiliten al Estado o dificulten su funcionamiento. Claro- ese es el reto: si hay jaqueca, un analgésico, pero no cortar la cabeza. Un pacto de los grandes partidos estatales y de los partidos regionales o nacionalistas. Porque todos somos Estado, como dijo Tarradellas, con lucidez.

Caminamos hacia un Estado diferente, hacia una novísima forma de convivencia. Los españoles somos unos seres inteligentes y civilizados, capaces de sacar a flote esa experiencia histórica sin agudizar nuestras contradicciones-, capaces de respetar los derechos individuales y los derechos de los pueblos de la piel de toro y de las islas.

Pero antes la fauna madrileñista tendrá que deponer su actitud beligerante contra los derechos de los pueblos de España. Recordarán ustedes aquella distinción entre separatistas y separadores. Estos últimos eran y son los centralistas, que muy a menudo han engendrado a los primeros y que siempre han puesto en grave peligro la unidad de España, justo lo que dicen defender a ultranza.

La moderna versión de los separadores no son los trogloditas ni los ultras. Son esos atildados señores o esos aguerridos muchachitos, entre contemporizadores y perdonavidas, que se cachondean de las autonomías, que las aguantan porque no tienen más remedio, que idolatran al dios Estado y desprecian los regionalismos y nacionalismos, no sólo como fenómenos políticos, sino también en sus símbolos, sus tradiciones, su cultura, su ser autóctono y su existencial singularidad, todo lo cual quisieran ver como otro mundo que agoniza -arreglados están-, en su brutal y petulante vacío interior. Son máquinas de fabricar españoles con miedo o con sonrojo a considerarse como tales.

Y los violentos tienen que arrojar las armas. Utilizarlas como forma de lucha política es aquí y ahora un contrasentido cósmico. Los regiónalismos y los nacionalismos, dentro y fuera de España, son ámbitos humano-geográficos para la convivencia pacífica y entrañable y para el reencuentró con unas formas de oroanización social a la medida del hombre. Eso es válido para Euskadi, para Córcega y para todas las regiones diferenciadas dentro de las fronteras de países democráticos. No entro ahora en la consideración del problema de los nacionalismos sometidos a la tiranía de regímenes de fuerza.

En esta década se va a decidir la definitiva configuración de la España que viene. La generosidad y el respeto a la libertad de los pueblos han de figurar entre los ingredientes básicos. Nos espera una España de multiplicada riqueza cultural y de fecundo contraste entre los plurales caminos autonómicos. Fenómeno y experiencla sin parangón. Nadie tiene derecho a malograrnos esa España, que además es la auténtica.

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