Editorial:

Los cazadores de recompensas

EN LAS películas del Oeste suele aparecer una figura torva, enlutada e implacable: el cazador de recompensas. En la sociedad española, ya tan debilitada moralmente, puede llegar a aparecer este personaje. Se han puesto a precio once cabezas de supuestos miembros de los GRAPO. La tarifa es interesante, sobre todo en momentos de crisis; algunos valen dos millones de pesetas, otro menores no pasan de trescientas mil. El ministerio del Interior ofrece las garantías habituales: reserva, secreto de la persona del denunciante.Al mismo tiempo están surgiendo algunas unidades ciudadanas de autodefensa:...

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EN LAS películas del Oeste suele aparecer una figura torva, enlutada e implacable: el cazador de recompensas. En la sociedad española, ya tan debilitada moralmente, puede llegar a aparecer este personaje. Se han puesto a precio once cabezas de supuestos miembros de los GRAPO. La tarifa es interesante, sobre todo en momentos de crisis; algunos valen dos millones de pesetas, otro menores no pasan de trescientas mil. El ministerio del Interior ofrece las garantías habituales: reserva, secreto de la persona del denunciante.Al mismo tiempo están surgiendo algunas unidades ciudadanas de autodefensa: piquetes, grupos de vigilancia, equipados con armas de fortuna, sobre todo del mítico garrote. Y con una suspicacia y un recelo peligrosos. Ya han causado alguna víctima. Organos de expresión que tienen a gala la defensa de lo que consideran civilización, de lo que les parecen «valores eternos», acogen con regocijo y con entusiasmo estas autodefensas.

Con todo ello estamos regresando. Es deplorable que España vaya a terminar como empezó Estados Unidos. O aún más atrás. Los delatores llenaron las cárceles de los Dux de Venecia o las de la Inquisición de Llerena. Las autodefensas produjeron la época de los embozados, la época de capa y espada que un romanticismo literario ha glorificado, pero que en realidad fue execrable.

El Ministerio del Interior cae en una grave responsabilidad moral al transferir o al permitir que sus poderes pasen a los ciudadanos. Todas las autoridades del mundo saben que el estímulo a la denuncia produce un número infinito de acusaciones falsas, con grave perjuicio no sólo para sus servicios y para la judicatura que después tenga que deslindar entre inocentes y culpables, sino también para los inocentes involucrados. Como saben también que las autodefensas, los grupos de vecinos armados producen muchas veces castigos desmedidos para delincuentes menores -a veces, la muerte, el linchamiento- y confusiones de inocentes con culpables. Toda una lenta labor moral y jurídica ha ido estableciendo unas garantías para los presuntos delincuentes y para los ciudadanos: esas garantías se han centrado en el refuerzo de la profesionalidad de la policía: en una policía de carrera de la que se supone que no puede ser sustituida por este intrusismo culpable; y por la independencia, la neutralidad y también la larga y delicada carrera de los magistrados.

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Todo refuerzo a estos dos valores ha encontrado aquí siempre su defensa. Lo va a seguir encontrando. Comprendemos que la tarea policíaca actual no es ahora tan fácil como cuando todo el esfuerzo se reflejaba en la detención periódica de Dionisio Ridruejo o la desarticulación de algunas células de aficionados con una ruidosa multicopista. Hoy hay un desafío a la sociedad planteado en términos más rudos. Precisamente por ello se hace más precisa la fortaleza profesional de la policía y de sus medios. Delegar estos valores en el ciudadano es una pérdida moral y es, en la práctica, una creación de desorden y caos. Si el procedimiento seguido con los execrables grapos se amplía con la oferta de recompensas para los delincuentes de la cafetería California, de la calle de Malasaña, para los asaltantes de Gabriel Cisneros, por no recordar más casos sin resolver, y en la absoluta de las oscuridades, que los relativamente más recientes, podemos llegar a la confusión total.

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