Editorial:

La campaña electoral y la indigencia municipal

LA PRIMERA semana de la campaña electoral municipal no parece haber sacado de su indiferencia y de su sopor, al menos en las grandes ciudades, a unos ciudadanos fatigados de la propaganda, la publicidad y las promesas de las dos recientes convocatorias a las urnas, en diciembre de 1978 y marzo de 19791. Y, sin embargo, el acontecimiento merece mayores entusiasmos. El cumplimiento de una larga serie de condicionales -si el Gobierno hubiera sido fiel a su promesa de celebrarlas antes de finales de 1977, si el secretario general del PCE no hubiese apoyado su aplazamiento en diciembre de 1977, si ...

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LA PRIMERA semana de la campaña electoral municipal no parece haber sacado de su indiferencia y de su sopor, al menos en las grandes ciudades, a unos ciudadanos fatigados de la propaganda, la publicidad y las promesas de las dos recientes convocatorias a las urnas, en diciembre de 1978 y marzo de 19791. Y, sin embargo, el acontecimiento merece mayores entusiasmos. El cumplimiento de una larga serie de condicionales -si el Gobierno hubiera sido fiel a su promesa de celebrarlas antes de finales de 1977, si el secretario general del PCE no hubiese apoyado su aplazamiento en diciembre de 1977, si el PSOE no hubiera facilitado, corisu inocente exigencia de las generales, la anteposición de éstas a las municipales- habría, tal vez, permitido que la renovación democrática de los ayuntamientos, tras 45 años de espera, se celebrara en un clima de esperanza y de participación bien distinto del tono mortecino y casi funerario de la actual campaña. En cualquier caso, sería deseable que en las casi dos semanas que faltan todavía para los comicios locales se produjera un cambio en la opinión pública que llevara al electorade a situarse a la altura de la importancia histórica de la convocatoria.Hubo en España unas elecciones municipales «que trajeron la República». Las próximas contribuirán a consolidar una Monarquía parlamentaria, pero pueden tener también gran trascendencia para la historia profunda del país. Debieran ser éstas, en etecto, las elecciones de las que en el futuro se-diga que iniciaron la reconstrucción de los municipios españoles y, con ello, promovieron un cambio sustancial en el funcionamiento práctico del Estado español. Cambio que no tendría por qué contraponerse al que implican las autonomías de nacionalidades y regiones, pero que sí estaría llamado a complementar y equilibrar las autonomías regionales.

Para el ciudadano corriente, un municipio contemporáneo puede ser -y así lo es, de hecho, en la mayoría de las democracias avanzadas- el Estado de cada día. Los municipios y sus asociaciones constituyen los protagonistas - más adecuados, por cercanos e inmediatos, para la prestación de una gran cuota de bienes y servicios públicos, tales como los educacionales, los sanitarios, los asistenciales, los ejecutores más apropiados de las políticas de vivienda, los proveedores naturales de oportunidades para el descanso, el deporte, la cultura; los primeros protectores del medio ambiente.

Algunos datos o estimaciones confirman nuestra indigencia municipal frente a las necesidades contemporáneas de servicios municipales. Los gastos de las corporaciones locales españolas, después de haber permanecido en un ridículo 1,5% del PIB durante la década de los sesenta, han supuesto en los últimos años cerca de un 3% de dicha magnitud. Habría que cuadruplicar este porcentaje para situarlo en la media europea. De forma similar, los gastos de las entidades locales han absorbido en España en los ejercicios recientes un 10%, aproximadamente, de los gastos públicos totales (incluidos los de la Seguridad Social). La media europea se halla en torno al30%.

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Ocurre que durante el régimen basado en «la familia, él municipio y el sindicato », las familias aludidas debían ser bastante,pocas, por lo que se ha visto después; los sindicatos no existían y, para colmo, los municipios, en cuanto entidades económicas, se desvanecieron hasta -su casi completa extinción. En cuanto instituciones administrativas, se sumieron en la corrupción. La prestación más caracterizadora de.los municipios franquistas ha sido la consistente en repartir tantas veces entre los mismos alcaldes y concejales licencias de obras que vulneraban ordenanzas ya de por sí harto elementales e insuficientes. La indigencia se combinó estrechamente con la indecencia.

En consecuencia, lo! españoles no habitamos ya ciudades, sino aglomeraciones urbanas caóticas, tanto más caóticas cuanto mayores sean. De la creciente criminalídad que en ellas se registra, como subproducto esperable del caos urbano, sólo cabe comentar que aún es anómalamente modesta. Se han desertizado, al mismo tiempo, amplísimas zonas de la España interior, en las que un moderado apoyo a los municipios de centros comarcales y ciudades menores en algo -o en bastante- hubiera diversificado y acortado las emigraciones y hubiera hecho menos inhóspito, en todo caso, el ambiente rural. Se ha destruido literalmente la mayor parte de nuestras costas. Se ha destruido también una porción abrumadora del patrimonio urbano y arquitectónico, heredados por un país donde, hasta el pasado reciente, se sabía o se intuía muy bien cómo adaptar la vivienda al medio y al paisaje, cómo trazar plazas, plazoletas, calles mayores; cómo situar jardines y paseos exactamente en donde debían estar.

La reconstrucción de los municipios españoles será tarea de largos años o decenios y de numerosas elecciones municipales sucesivas. Pero importa mucho que, ante las primeras, electores y candidatos tomen conciencia de la rriagnitud de nuestra catástrofe municipal y del lastre que implica la indigencia de los municipios para los niveles y calidades de la vida cotidiana en España.

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