Editorial:

La encíclica "Redemptor hominis" o la continuidad

COMO CABIA esperar, esta primera encíclica del papa Wojtyla ha estado centrada sobre la teología de la Iglesia, pero a la vez es el documento romano en el que más se habla del hombre. Como cabía esperar igualmente, el tono de la encíclica es de estudiada ecuanimidad y moderación, asume, explicita o desarrolla buena parte de las ideas y las formulaciones de lo que fue la Nouvelle theologie de hace veinte años, pero, a la vez, muestra un tono personal que oscila entre un pesimismo existencial y un optimismo, algo retórico o meramente formal. En resumidas cuentas, podríamos decir que es un...

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COMO CABIA esperar, esta primera encíclica del papa Wojtyla ha estado centrada sobre la teología de la Iglesia, pero a la vez es el documento romano en el que más se habla del hombre. Como cabía esperar igualmente, el tono de la encíclica es de estudiada ecuanimidad y moderación, asume, explicita o desarrolla buena parte de las ideas y las formulaciones de lo que fue la Nouvelle theologie de hace veinte años, pero, a la vez, muestra un tono personal que oscila entre un pesimismo existencial y un optimismo, algo retórico o meramente formal. En resumidas cuentas, podríamos decir que es un documento de teología segura y tradicional -lo que no se apunta necesariamente como espíritu crítico-, pero con una conciencia muy clara de que esa doctrina se expone en una Iglesia y un mundo que distan mucho de encontrarse en una situación ideal.En el primer aspecto, es decir, desde el punto de vista de la valoración que de la situación actual de la Iglesia hace Juan Pablo II, es preciso subrayar la voluntad de continuar en la línea de sus dos predecesores y la referencia al Vaticano II. Ambas cosas están eíifatizadas de tal manera como para tranquilizar o, por el contrario; hacer perder toda esperanza a aquellos católicos que desde una u otra postura esperaban, estos mismos días y con este documento, la modificación de una línea de pontificado y, para decirlo abiertamente, una involución doctrinal y disciplinaria en toda regla.

Probablemente, un católico de hoy lo único que encuentre «llamativo» en este documento papal es una referencia extraña al año 2000, que, sin duda, es puramente fáctica, pero que parece hacerse con un cierto tono milenarista, y la ausencia de aquella confianza en el hombre y en el mundo modernos que, por ejemplo, respiraba la Pacem in terris. Juan Pablo II no es que ni siquiera se muestre más reticente, es que sitúa a la Iglesia en medio de ese inundo corno único medio de salvación pata éste, y la traducción de esta afirmación de la teología católica no es quizá lo suficientemente neta como para que ese hombre moderno no sospeche de un nuevo tiempo de prepotencia siquiera espiritual de la Iglesia después de que ésta ha venido manifestando, ante todo, su misión de servicio al mundo.

El elenco papal de las condiciones y circunstancias, temores o amenazas del mundo moderno dista mucho de ser caprichoso y realmente son importantes sus tomas de postura contra los absolutismos de Estado, las dictaduras de todo tipo, el consumismo, la opresión y manipulación de los poderes económicos y la miseria, o a favor de la participación popular en los Gobiernos y en todas las decisiones de interés público como esenciales de una comunidad humana y en favor del desarme y la paz, aunque, evidentemente, no hay en este documento el análisis sociológico, económico y político que en la Populorum progressio.

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En realidad, ninguna novedad supone esta encíclica, ni en el plano teológico o doctrinal, ni tampoco en el de su postura ante el problematismo del mundo y de la sociedad modernos. Es el programa de un pontificado en el que aparecen claras dos cosas: no vaa ser revolucionario, va a tratar, seguramente, de consolidar los cambios operados por el Vaticano II y por los pontificados de Juan XXIII y Pablo VI, buscando iquizá el serenar los espíritus, cortar de alguna manera ciertas jacqueries e, incluso, experimentalismos, y poniendo algún lastre a los nuevos planteamientos teológicos para que entren en «ralenti», pero tampoco significa, en modo alguno, una involución.

Cabe preguntarse sí esto es-precisamente lo que el mundo moderno esperaba y si esta es la hora en que la misma Iglesia debe dedicar el tiempo a restañar sus heridas o a ponerse a punto; si no es la hora, más bien, de un gesto de creatividad y de respuesta original de esa Iglesia a todas las interrogantes modernas y de trabajo de esa Iglesia codo a codo con el hombre de hoy en búsqueda oscura y angustiada incluso.

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