Tribuna:TRIBUNA LIBRE

España, un pozo de la incultura

Con frecuencia se escuchan ahora protestas y dicterios contra el mal funcionamiento, o simplemente contra la falta de funcionamiento, de resortes elementales en la vida española.No seré yo, tras los largos y luminosos estudios aparecidos en estas páginas a través de las plumas de los profesores Laín, Aranguren y Marías, quien vaya a analizar ahora las profundas causas de esto que el ingenio lingüístico nacional comienza a llamar ya el desmadre, expresión que me parece un verdadero hallazgo.

Pero lo cierto es que la queja más frecuente que escuchamos los españoles es aquella que s...

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Con frecuencia se escuchan ahora protestas y dicterios contra el mal funcionamiento, o simplemente contra la falta de funcionamiento, de resortes elementales en la vida española.No seré yo, tras los largos y luminosos estudios aparecidos en estas páginas a través de las plumas de los profesores Laín, Aranguren y Marías, quien vaya a analizar ahora las profundas causas de esto que el ingenio lingüístico nacional comienza a llamar ya el desmadre, expresión que me parece un verdadero hallazgo.

Pero lo cierto es que la queja más frecuente que escuchamos los españoles es aquella que se refiere a la falta de educación de nuestros conciudadanos, que ahora comienzan a heredar los males de una situación educativa que, si bien ha tenido en los últimos cuarenta años su paroxismo, la verdad es que viene de mucho más lejos y de mucho antes.

España, ese país de 500.000 kilómetros cuadrados, de 35 millones de habitantes, patria de Cervantes, de Manuel de Falla y de Picasso; España entera, parece haber abandonado su vocación de faro de invenciones, de cauce luminoso de las grandes corrientes de la Humanidad para caer en la consternadora vulgaridad de un país tercermundista (como se dice ahora), en el que pocas cosas funcionan y en el que su maravilloso pueblo parece haber perdido la voz fecunda y el instinto paridor que hicieron de él uno de los grandes pueblos de este mundo.

La abrumadora verdad de España es que está dejada de la mano de la cultura auténtica, operante y continuada, que ha sido ignorada o manipulada por los que mandan y, sobre todo, por los que han mandado. En un mundo en el que los valores del espíritu priman absolutamente sobre todos los demás, nuestro país, desde los grandes despachos y desde los grandes edificios económicos o políticos, sólo sabe despreciar a los cuatro chalados que pintan, que escriben poemas o que articulan partituras. Porque en España la cultura es popular y es un añadido al bienestar. La cultura no es nada básico ni fundamental en la vida española; la cultura es un divertido añadido a la situación económica o burocrática más o menos desahogada.

«Lejos de nosotros la funesta manía de pensar», cuentan que decía un letrero en la desaparecida Universidad de Cervera cuando la visitó Fernando VII. Quizá aquella triste afirmación constataba cínicamente un mal español que no es sólo un mal de los últimos cuarenta años -aunque éstos fuesen su paroxismo-, sino de los últimos cinco siglos. Creo que fue el gran Antonio Tovar -a quien, por cierto, tenemos explicando lingüística en una universidad... alemana- quien dijo en una ocasión que «en 1550 la Universidad de Salamanca dejó de comprar libros y empezó a quemar los que tenía».

Seamos sinceros. Desde que los vientos de la Reforma soplaron en Europa con fuerza y trajero con el libre examen luterano las auras del Renacimiento que había surgido ya en la Florencia del Dante y al cual España había prestado tanta fuerza, este país nuestro dimitió de su condición de país pensador para cerrarse a toda idea nueva, a toda aventura del cerebro y para confinarse, de un lado, en la portentosa hazaña americana y, de otro, en su condición de tierra de artistas (contra eso, es decir, contra Velázquez, contra Goya, contra Góngora, contra Quevedo -el poeta, claro-, contra Becquer, contra Alberti, contra Juan Gris y contra tantísimos monstruos más de la creación pura nunca pudo nada ninguna Inquisición, salvo en el caso del pobre García Lorca, vilmente asesinado en Granada).

Pero en materia de pensamiento -dejando de lado como fenómenos episódicos y casi pirotécnicos los casos del padre Feijoo, de los Caballerítos de Azcoitia y de la Institución Libre de Enseñanza-, ¿dónde está nuestro Descartes, nuestro Montaigne, nuestro Montesquieu, nuestro Voltaire, nuestro Rousseau, nuestro Hobbes, nuestro Locke, nuestro Newton, nuestro Kant, nuestro Hegel, nuestro Schopenhauer, nuestro Fichte, nuestro Schelling, nuestro Gianbattista Vico, nuestro Karl Marx, nuestro James C. MaxweIl, nuestro Max Planck, nuestro Albert Einstein...?

Sigamos siendo sinceros. Hasta el siglo XX, España no ha conocido pensadores serios: Ramón y Cajal, Severo Ochoa, Miguel de Unamuno, José Ortega y Gasset y Gregorio Marañón. Y los de ahora.

Pero ¿me quieren decir ustedes quiénes de entre ellos fueron ministros? ¿Quieren decirme qué puestos de Gobierno han desempeñado Antonio Tovar, Pedro Laín Entralgo, José Luis L. Aranguren, Camilo José Cela, Julián Marías y tantísimos otros? (Y eso que el gran Fernando Castiella hizo embajador a Emilio García Gómez ... )

Total: que a este país le redimen de su penuria cultural sus Reyes. Doña Sofía porque no se pierde un concierto. Don Juan Carlos porque es capaz de invitar a almorzar tete-a-tete al mismísimo Joan Miró.

Pero la verdad sigue siendo que durante cinco siglos han faltado en España las escuelas. Cuando Joaquín Costa lanzaba su dramático eslogan « ¡Escuela y despensa!», anteponía la palabra escuela a la palabra despensa. Y cuando don Francisco Giner de los Ríos escribía que «para transformar a España hay que educar mejor a los españoles», tenía más razón que un santo.

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