Tribuna:TRIBUNA LIBRE

Comunicación y consumo electoral

Los expertos en comunicación colectiva, que, como todos los científicos sociales, son bisoños aprendices de sabio, tienen una exasperada conciencia de su ignorancia. De ese insondable abismo de insapiencia, cincuenta años de costosisimas encuestas, discutibles estadísticas, critica bles sondeos; laboriosos y casi siempre inútiles análisis de contenido, entrevistas en profundidad, exámenes sistemáticos, elaboraciones informacionales, prácticas semiológicas, etcétera, han permitido rescatar, en el ámbito de la comunicación política, unas cuantas hipótesis, con apoyo empírico bastante para ser te...

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Los expertos en comunicación colectiva, que, como todos los científicos sociales, son bisoños aprendices de sabio, tienen una exasperada conciencia de su ignorancia. De ese insondable abismo de insapiencia, cincuenta años de costosisimas encuestas, discutibles estadísticas, critica bles sondeos; laboriosos y casi siempre inútiles análisis de contenido, entrevistas en profundidad, exámenes sistemáticos, elaboraciones informacionales, prácticas semiológicas, etcétera, han permitido rescatar, en el ámbito de la comunicación política, unas cuantas hipótesis, con apoyo empírico bastante para ser tenidas en cuenta. Desconocerlas o desecharlas es un lujo que nuestra pobreza científico-analitica no puede permitirse.En 1944, Lazarsfeld, Berelson y Gaudet, en su clásico estudio The people's choice, llegan a la conclusión de que las determinaciones familiares y partidistas anteriores a la campaña son decisivas en el comportamiento electoral de la mayoría de los ciudadanos. Kurt y Gladys Lang confirman en 1953 esta hipótesis agregando que la campaña electoral funciona casi siempre como justificación de la opción previamente elegida y casi nunca como origen de un cambio en la orientación del voto. Himmelweit sostiene, sin embargo, que dichas afirmaciones y la evidencia que las soporta corresponden a la estabilidad del electorado norteamericano entre 1940 y 1960, pero que en las décadas de los sesenta y los setenta los indecisos crecen, el voto flotante gana en densidad, y la comunicación electoral incide mucho más efectivamente en la conducta efectiva.

Seguir las corrientes de ese proceloso mar erudito-discursivo supondría infligir al lector un inmerecido suplicio de argumentaciones y nombres que podría acabar con su paciencia y con mi entusiasmo. Vamos, pues, a cuerpo limpio, al censo de esas pocas hipótesis, provisionalmente confirmadas, y que deberían funcionar como puntos de partida de toda reflexión actual:

1. Los que siguen con mayor atención y asiduidad la campaña y asumen con ella la función de consumidores privilegiados de la propaganda electoral son los ciudadanos más politizados, que en su mayoría militan en partidos políticos. Ahora bien, estos entusiastas usuarios de la comunicación política son, precisamente, los menos susceptibles de ser influidos, en cuanto votantes, por los mensajes que esos medios vehiculan.

2. El interés concedido a la campaña y la movilización que la misma produce -una de cuyas consecuencias es el índice de participación en los comicios- es directamente proporcional, a la importancia de la elección -formalizada como percepción de las esperanzas/ riesgos de cambio que la misma comporta- y a la distancia que las separa de la eleccíón precedente.

3. Las mujeres y los jóvenes sin afiliación partidista representan los sectores sociales menos interesados por la propaganda electoral, pero al mismo tiempo más propicios a decidir su voto de acuerdo con las informaciones recibidas durante la campaña.

4. Cuanto más patente es en su estructura institucional, pero sobre todo en su práctica informativa, la vinculación. de un medio a un partido, menor es su capacidad de inducir cambios en la orientación del voto.

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5. La estructura jerárquica de influencia de los medios de comunicación electoral produce la siguiente escala ordinal: televisión, prensa, radio, conversaciones, posters y pasquines, mítines y reuniones, folletos.

6. Esa escala genérica requiere, obviamente, una especificada diferenciación según perfiles sociales y actitudes políticas de los diversos grupos y audiencias, cuyo establecimiento es de gran complejidad. Cabe, empero, asentar algunos supuestos, por ejemplo, que los que tienen decidido el voto otorgan su preferencia a la prensa y a los mítines y que los indecisos, en cambio, se remiten mayoritariamente a la TV, etcétera.

7. La escala anterior reclama, asimismo, una escrupulosa contrastación de las preferencias manifestadas que permita ponderar, dinámica y psicosocialmente, las posiciones atribuidas a cada medio. Recurriendo a un ejemplo, el segundo lugar en que se sitúa a la prensa y el tercero que se otorga a la radio no corresponden a los aumentos de audiencia de uno y otro durante las campañas electorales, que según estudios realizados en Francia y Bélgica, de 1956 a 1976, arrojan índices de crecimiento del 1,5 al 7,4 % en la venta de diarios y semanarios y del 17,2 al 38,6 % de la escucha radiofónica. Al parecer la causa de esta desviación posicional reside en la fónica.

8. La comunicación iconográfica produce procesos de identificación electoral de extraordinaria fragilidad, responsables de las elevadas tasas de reversibilidad política entre dos, elecciones y de una elección a otra.

9. A nivel patente no existe ruptura de continuidad entre la motivación de consumo de la comunicación política y de la electoral. En ambos casos, el ciudadano medio busca información sobre los problemas de la macro y micro-comunidad a que pertenece y las soluciones que existen o que se le ofrecen. Cuanto mayor es la concreción y la inmediatez de unos y otros, más intenso y persistente es el proceso de participación que en él desencadenan.

10. Los condicionamientos estructurales de la comunicación televisiva, en cuanto al medio, y la naturaleza, inespecífica y plural, de su audiencia conducen a la homogeneización de la dimensión formal del mensaje y a la generalización, al mismo tiempo apologética y difuminadora, de sus contenidos.

11. Esta servidumbre ritualista, añadida al recurso de facilidad del personalismo y a la irresistible» inclinación al vedetariado de los estados mayores de los partidos, transforma las campañas en santos oficios electorales. Y esta parece ser la razón decisiva de la desafección del televidente por la comunicación electoral. Los datos de que se dispone no admiten réplica. En la campaña electoral británica de febrero de 1974, el 67 % de los telespectadores opinaron que los espacios electorales eran demasiado largos; en la belga de marzo del mismo año, sólo el 26,6 % vieron las tribunas electorales y esta cifra se redujo al 14,1 % en la campaña de 1977, de los cuales el 89,3 % eran miembros de partidos políticos. Finalmente, en las últimas elecciones generales francesas de 1978, a pesar del enfrentamiento izquierda-derecha, ocho de cada diez televidentes lamentó que las mejores horas de escucha, fueran consagradas a temas, electorales.

Desconectar el televisor

Pero esta modesta reacción defensiva que consiste en desconectarse uno o en desconectar el televisor es, en sí misma, ambigua e insuficientemente ilustrativa. Porque, ¿qué delata? ¿Un exceso en la cantidad, un defecto en la calidad, una inadecuación entre necesidades y expectativas, por una parte, y material y ejercicios de propaganda, por otra?

De la mano de Blumler y de Cayrol escribí en Le Monde Diplomatique, y quiero reiterar aquí, que en todo proceso electoral hay tres agentes fundamentales: los políticos, los periodistas o comunicadores y los electores. Se diría que la referencia obligada y prevalente de los dos primeros son los últimos, en cuanto que de ellos depende que los políticos sean elegidos y que los periodistas vendan sus periódicos. Y, sin embargo, no es así. Como los políticos necesitan a los comunicadores como intermediarios, y los comunicadores a los políticos como objeto, instituyen entre ellos un sistema de relaciones mutuas y privilegiadas, que termina ignorando a sus inevitables destinatarios.

Las fuerzas políticas no parecen demasiado interesadas en averiguar qué esperamos ni qué buscamos en una campaña, cuáles son nuestras necesidades informativas y cómo y cuánto puede satisfacerlas cada medio. En vez de esos ociosos, por no decir manipuladores y humillantes, sondeos predictivos -que nos previenen que, hagamos lo que hagamos con nuestro voto, ellos ya saben lo que va a pasar-, ¿no sería más productivo democráticamente que los que nos gobiernan y nos gobernarán aprovechagen la ocasión para saber algo de nuestras preferencias y de nuestras esperanzas?

Por eso, encaramados en esta tribuna, me atrevo a sugerir que los electores, que somos los únicos paganos, cambiemos el tercio, constituyamos, de jure o de facto, una magna asociación de consumidores electorales e impogamos y vigilemos el contenido, el modo y la calidad de la oferta electoral y su adecuación a nuestra demanda. A lo mejor, así, hasta acabamos queriendo votar. Y sabiendo a qué votamos.

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