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Teoría del entusiasmo popular

Es cierto que ninguna alegría multitudinaria ha acompañado el nacimiento de la Constitución. Lejos parecen quedar los tiempos en que la inauguración de períodos históricos eran celebrados con monolitos y algazaras públicas. La Constitución de 1971 no es, sin duda, la Constitución de la pasión popular. Puede que sea la del consenso, pero, sobre todo, por los síntomas, resulta ser la Constitución de la inevitabilidad.No deja de resultar sorprendente la actitud simplemente cortés y resueltamente utilitaria con que el país ha entrado en los nuevos tiempos. ¿Quizá los cuarenta años de franqu...

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Es cierto que ninguna alegría multitudinaria ha acompañado el nacimiento de la Constitución. Lejos parecen quedar los tiempos en que la inauguración de períodos históricos eran celebrados con monolitos y algazaras públicas. La Constitución de 1971 no es, sin duda, la Constitución de la pasión popular. Puede que sea la del consenso, pero, sobre todo, por los síntomas, resulta ser la Constitución de la inevitabilidad.No deja de resultar sorprendente la actitud simplemente cortés y resueltamente utilitaria con que el país ha entrado en los nuevos tiempos. ¿Quizá los cuarenta años de franquismo han agotado casi por completo la capacidad de entusiasmo cívico, la aceptación -como antes se decía- de un sugestivo proyecto de vida en común? ¿Quizá la nueva época, caracterizada por esta Monarquía, esta Constitución, este Parlamento, estos partidos y este Gobierno, no responde a la exigencia de la hora actual y, en lugar de entusiasmo, sólo engendra escepticismo? ¿Quizá .es que el pueblo español penó tanto durante la dictadura que ya no le queda más maña que el colmillo retorcido? ¿O no será, al fin, que el entusiasmo social ya no sea posible ni deseable a estas alturas del siglo XX y, sencillamente, estemos pidiendo peras al olmo?

De alguna manera, la sociedad española limita, por un lado, con quienes desearían perpetuar el pasado, y, por otro, con quienes se sienten frustrados por la inexistencia de una ruptura revolucionaria productora de entusiasmos históricos. En medio, la mayoría, suspicaz, simplemente se conforma con esta situación porque la considera inevitable.

No hay que sorprenderse demasiado de esta desilusión colectiva. Los problemas son muchos y las respuestas pocas. El pasado fue demasiado largo y sobre el futuro pesan graves hipotecas. Las «nuevas palabras» suenan ya viejas, y las viejas continúan produciendo arcadas. Quiero decir que sobre este país -¿romanticismo a nuestros años?- se cierne una especie de maldición trágica, cuyo rasgo más definidor sería la inevitabilidad.

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Este desencanto gravita fundamentalmente sobre lo que es el corazón de la dinámica democrática: los partidos. Ellos son el blanco de las indiferencias y las frustraciones, cuando no de las iras. No están a la altura de las circunstancias, se dice, lo cual resulta imposible de demostrar. No nos engañemos: la gente vota a los -partidos -¿como decirlo?- a regañadientes, por exclusión, por inevitabilidad. Porque sabe que no existe más marcha que la que hay.

Se acusa a los partidos de izquierda de incoherencia. Francisco Fernández Santos lo hacía en este mismo periódico hace pocos días. Es cierto: el PSOE no hace política socialista, el PCE no hace política comunista; simplemente se dedican a transitar por la híbrida zona electoral, rebajando en algunos grados sus presupuestos doctrinales, incapaces de presentar la imagen que les es propia, aquella que patrocina una transformación auténtica de la sociedad.

La ambigüedad ideológica en que se están moviendo estos partidos no es sino la consecuencia de esa tragedia en que el destino parece haberles sumido: ¿puede realmente hacerse hoy una política comunista o socialista? Tal es el nudo del drama visto desde el ruedo político real. Hasta ahora -período constituyente- es obvio que la izquierda debía abdicar de sus postulados teóricos para realizar aquellos principios democráticos mínimos comunes a toda sociedad occidentalista. Pero que nadie piense que una vez iniciado el reinado de la Constitución las cosas van a cambiar sustancialmente y los partidos de izquierda van a poder aplicar su ideología: tenemos «período constituyente» para rato; es decir, período de expectativa, de construcción de la «normalidad», de asentamiento, etcétera. En cierto modo, las más esperanzadoras etapas de la historia de España siempre han sido simplemente constituyentes, y no han pasado de ahí.

El margen sigue siendo el mismo, la imposibilidad práctica sigue siendo la misma. ¿Podrían, cada cual según sus métodos, el PSOE y el PCE, luchar ya cotidianamente por transformar la sociedad, por conseguir una sociedad socialista? ¿Podrían el PCE y el PSOE iniciar en el Parlamento el combate por la socialización de los medios de producción? El solo planteamiento de la cuestión, en la atmósfera actual, suena a estrafalario.

En tales condiciones, a los partidos de izquierda no les queda más que una alternativa: ir trampeando electoralista mente en un proceso reformador en que los árboles no dejarán ver el bosque, o revisar definitivamente sus postulados para «amoldarlos» al muro de la realidad.

Y si no, ¿qué hacer? ¿Debería el PCE volver a una especie de clandestinidad práctica, eso sí, muy virginal y revolucionaria? ¿Debería el PSOE volver a un largocaballerismo peligroso e inoperante que le alejara del poder cediendo la casi totalidad del juego político al centro y a la derecha? ¿La radicalización de la izquierda -o su coherencia- no provocaría la consabida involución?

Entre la espada y la pared. Entre la teoría y la práctica. Entre la utopía y la realidad. Como siempre, ¿es posible hoy una política de izquierdas en España?

Este callejón sin salida parece abocar en los momentos actuales a los partidos de izquierda a actuar de «comparsas» de Suárez. Por una simple razón: porque la única política realista posible la está llevando a cabo el presidente ¿Hay que rasgarse las vestiduras ante esta evidencia, que muchos piensan y nadie se atreve a decir? El problema sigue enredado: si Suárez hace la política posible, la izquierda, que también pretende ser sensata, se encuentra sin sitio y ha de conformarse con parcelas residuales de la realidad política, con la consiguiente decepción de muchos de sus militantes.

Tal cantidad de contradicciones -¿inevitables?- están en la encrucijada de la soterrada rebelión que se observa en el seno de los partidos de izquierda. Y mientras esta sea la situación, no puede haber compromiso posible. Tanto el PSOE como el PCE están obligados, así, a devorar a sus propios hijos, a los más coherentes; por decirlo sin eufemismos, a los más comunistas y a los más socialistas de entre ellos. Seguimos en el ámbito de la tragedia. Porque hacer una política de izquierdas hoy en España significa «romper la baraja» y, seamos sinceros, la revolución aquí no es posible. Seamos más sinceros aún: ¿es posible la revolución, entendida al modo tradicional, en algún país occidental desarrollado? Por eso se puede acusar a Felipe González y a Carrillo de conformistas, comparsas, pusilánimes, revisionistas, socialdemócratas, electoralistas, lo que se quiera; pero también habrá que decir que son realistas, prudentes y antisuicidas, y que se necesita mucho valor para hacer lo que están haciendo.

La democracia es un tablero de ajedrez y unas reglas. En sí mismo, incapaz de provocar delirios colectivos. Sólo el juego revolucionario origina arrebato popular. Los que nominalmente podían intentarlo han renunciado a él. Y lo que, desde luego, no puede generar entusiasmo es una política de lo inevitable y la posible, hoy en manos de Suárez. A los votantes de la Constitución, a los votantes de este Gobierno, de estos partidos, de este Parlamento (a los votantes del día 1 de marzo) se les puede pedir fidelidad, comprensión, prudencia, raciocinio, realismo, pero no se les puede pedir entusiasmo popular. Resultaría inútil.

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