Editorial:

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PARA MUCHOS ha constituido una desagradable sorpresa que la elevación del techo de la permisividad para los espectáculos públicos haya inundado los cines y los teatros españoles de películas y obras de ínfima calidad, pero de gran éxito de público, que acude a las salas atraído por la promesa, garantizada mediante la letra «S», de contemplar escenas inauditas del mundo, tantos años prohibido, del sexo. No dice mucho en favor del nivel cultural medio de nuestro país que, entre tanto, la demanda de espectáculos, tan activa para devorar con la vista desnudos, cópulas y perversiones, se muestre de...

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PARA MUCHOS ha constituido una desagradable sorpresa que la elevación del techo de la permisividad para los espectáculos públicos haya inundado los cines y los teatros españoles de películas y obras de ínfima calidad, pero de gran éxito de público, que acude a las salas atraído por la promesa, garantizada mediante la letra «S», de contemplar escenas inauditas del mundo, tantos años prohibido, del sexo. No dice mucho en favor del nivel cultural medio de nuestro país que, entre tanto, la demanda de espectáculos, tan activa para devorar con la vista desnudos, cópulas y perversiones, se muestre desinteresada por manifestaciones artísticas de calidad, como muestra el panorama más bien desolador que ofrecen las carteleras españolas.Una primera reflexión ante estos hechos es señalar que estamos ahora recogiendo la cosecha sembrada a lo largo de varias décadas de hostilidad a la cultura, baja calidad de la enseñanza, imposición coercitiva de una concepción de la moral poco concorde con la naturaleza humana y utilización de la televisión para fomentar la zafiedad. Cabe suponer que las responsables de la política cultural del franquismo, buena parte de los directores de los centros de enseñanza durante ese período, y los legisladores y ejecutores de aquella normativa que prohibía películas con adulterio, bikinis en las playas y hombros desnudos en televisión se sentirán, al menos, preocupados por la inutilidad de sus pasados esfuerzos. Porque, seguramente, sería pedirles demasiado que mostraran algún arrepentimiento por haber contribuido a que los españoles que llegaron a la edad de la razón después de la guerra civil hayan sido menos felices, más incultos y menos libres en sus valores y en sus conductas de lo que un curso alternativo de la historia les hubiera permitido.

En cualquier caso, parece evidente que la represión no contribuye más que a exacerbar los deseos incumplidos, y que la actual invasión de productos de deplorable gusto está cubriendo una demanda insatisfecha y dispuesta a resarcirse de décadas de forzada abstinencia. Por lo demás, la simple constatación de que la mayoría de esas películas y comedia 3 son extranjeras demuestra que no se trata de un fenómeno original de nuestro país. Lo único singular, en nuestro caso, es el lugar desproporcionado que ocupan dentro de la oferta de espectáculos y la débil presencia de otro tipo de cine o de teatro que, sin embargo, tienen una gran vitalidad en Inglaterra, Francia o Alemania. Pero esta comparación entre España y nuestros vecinos europeos es, precisamente, lo que puede hacernos optimistas respecto al futuro. Una vez pasado el sarampión del gusto por lo prohibido, la zafiedad recubierta de erotismo y la bastedad envuelta en pornografía serán reabsorbidas por una sociedad que, a medida que se desprenda en su vida real de las pautas represivas y asuma comportamientos libres, considerará cada vez menos necesarios los sustitutivos que le ofrece el mundo del espectáculo. Siempre habrá clientes para las salas «S»; pero éstas no darán la tónica, como ahora, de las carteleras.

¿Habrá que limitarse, así pues, a esperar que las aguas vuelvan a su cauce? Si pudiera haber dudas acerca de la respuesta. la noticia de que la autoridad gubernativa ha cerrado un teatro en Madrid por considerar que la obra representada atenta contra la moral pública mueve a dar una contestación rotundamente afirmativa. Resulta literalmente increíble que, después de la experiencia de tantas décadas de represión, sin las cuales la oleada de mal gusto que nos cubre no sería concebible, la Administración -sin intervención judicial- decida, de nuevo, convertirse en nodriza de la sociedad civil y en preceptora de los ciudadanos. No entramos ni en la calidad artística ni en el contenido de la obra prohibida. La taquilla dé ese teatro estaba abierta a quienes deseaban gastarse su dinero para contemplar un espectáculo que, cualquiera que fuera su argumento o su presentación, tenía sus permisos en regla. A nadie se le obligaba a asistir a esa sala ni a aplaudir a los actores. Y a nadie, tampoco, debería privársele de su derecho para hacerlo, aunque no se compartan sus gustos o se disienta de sus preferencias. Sólo un juez puede estimar conductas asociales o delictivas, y sólo un juez puede tomar decisiones como la que comentamos.

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Hay, en cambio, un campo muy extenso para la actuación de la Administración. No se trata tanto de recortar por abajo como de añadir por arriba; no de impedir, sino de promover. Si en el mercado, en estos momentos, no hay demanda para un teatro y un cine de elevado nivel artístico, el Estado puede realizar una útil labor de protección y ayuda, en la seguridad de que, a la larga, la sociedad civil tomará el relevo y hará posible una actividad cultural digna de tal nombre que se sostenga sin necesidad de recurrir al gran público. Como podría, igualmente, hacer de Televisión Española un medio de comunicación social al servicio de la vida cultural y ciudadana del país, en vez de utilizarlo, como sucede hoy, en beneficio de la política gubernamental y del entontecimiento de los españoles. A la postre, y en su género, lo de los Botejara era pura pornografía política.

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