Cartas al director

El estatuto de la función pública

Desde hace algún tiempo, los funcionarios oímos hablar vagamente de un proyecto de estatuto de la función pública que corre de boca en boca, envuelto en un cúmulo de rumores, motivo suficiente, para despertar la curiosidad de muchos y razón, también, para infundir recelo en no pocos. Estando así las cosas, es natural que, entre los directamente afectados, cunda el deseo de que terminen las cábalas y el suspense y que, por fin, se descorra el velo del misterio que lo encubre, mostrándonos con transparencia el contenido del mismo. Llegan noticias de su período de gestación, y hay quien afirma qu...

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Desde hace algún tiempo, los funcionarios oímos hablar vagamente de un proyecto de estatuto de la función pública que corre de boca en boca, envuelto en un cúmulo de rumores, motivo suficiente, para despertar la curiosidad de muchos y razón, también, para infundir recelo en no pocos. Estando así las cosas, es natural que, entre los directamente afectados, cunda el deseo de que terminen las cábalas y el suspense y que, por fin, se descorra el velo del misterio que lo encubre, mostrándonos con transparencia el contenido del mismo. Llegan noticias de su período de gestación, y hay quien afirma que ya está muy avanzado. Pero antes de que nazca la nueva criatura conviene recordar algunos aspectos del último que nos propinaron, todavía en vigor y que supuso para muchos, además de un serio descalabro, una amarga lección.Se cumplen trece años de la entrada en vigor de la ley de Funcionarios Civiles del Estado y el personal integrado en los cuerpos subalterno, auxiliar y administrativo quedó escarmentado por los Funestos resultados de aquella ley. Según proclamaba el preámbulo le la misma, el espíritu que la animaba contemplaba la necesidad de mejorar la situación económica de los funcionarios más modestos. Pero la realidad fue otra muy disinta y lamentable, sembrando el desaliento y la desesperanza entre todos aquellos que, ilusionada y pacientemente, habíamos aguardado una ley que nos rescatara de nuestra postración; pero el redentor no llegó y sí hizo su aparición el tío Paco con la rebaja. En aquella ocasión se produjo el caso curioso e inconcebible de que muchos funcionarios, entre los que se encuentra el que esto escribe, comprobaron con sorpresa e indignación que el contenido del sobre quedaba disminuido en relación a la cantidad percibida el mes anterior: la «buena nueva» se frustró y se hizo añicos el cántaro de la lechera. Y eso que la ley venía marcada por el sello de la justicia social; de no haber sido así, posiblemente nos hubiéramos visto condenados a comer raíces. Para deshacer agravios, las esclarecidas mentes que elaboraron el estatuto en cuestión se propusieron resueltamente acabar con el entuerto y concibieron una idea genial: se creaba un complemento personal y transitorio para que, en los meses sucesivos, nadie cobrara menos cantidad que la percibida con anterioridad a la aplicación de esta ley. Casi «na». Estos iluminados seres dieron con la solución y, claro, fue tan gigantesco el esfuerzo que realizaron sus mentes que exprimieron todo el jugo de la materia gris de sus cerebros y al final quedaron con la cabeza hueca. El asunto así contado tiene «tela marinera», pero su vivencia, en algunos casos, adquirió tintes de verdadero dramatismo.

No pretendo quitar la ilusión a nadie ni deseo me tachen de pájaro de mal agüero, pero ahí están estos datos por lo que pudiera ocurrir de nuevo. Sólo nos queda la esperanza de que nuestros representantes en Cortes se amarren los machos y se encaren decididamente con esta ley. De no ser así, más vale que Dios nos coja confesados.

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