Tribuna:

Decadencia: ¿ dónde estás?

La noción de decadencia se aplica con bastante confianza al escribir historia. Unas veces política; otras, con relación a personas y géneros o estilos. Se habla, también, de decadentes y decadentismo. En perspectiva lejana se ven claros casos como el de la decadencia del imperio romano, la de la Casa de Austria, el arte clásico, etcétera. Desde más cerca resulta difícil aplicar el concepto. Más todavía cuando se trata de individuos. Nietzsche se consideraba un decadente con conciencia de lo que era y cargaba la misma nota sobre Wagner, pero juzgando que no era consciente. Al final del siglo p...

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La noción de decadencia se aplica con bastante confianza al escribir historia. Unas veces política; otras, con relación a personas y géneros o estilos. Se habla, también, de decadentes y decadentismo. En perspectiva lejana se ven claros casos como el de la decadencia del imperio romano, la de la Casa de Austria, el arte clásico, etcétera. Desde más cerca resulta difícil aplicar el concepto. Más todavía cuando se trata de individuos. Nietzsche se consideraba un decadente con conciencia de lo que era y cargaba la misma nota sobre Wagner, pero juzgando que no era consciente. Al final del siglo pasado se habló de poetas, novelistas, pintores, etcétera, decadentes.

Según la noción vulgar la decadencia tenía que ver con la forma de desarrollarse los instintos sexuales. De acuerdo con los cánones de entonces fueron decadentes Wilde, Proust, Glide... Por otro concepto, gigantes enfermos como Dostoievski. Siempre la razón de declarar a alguien decadente era pedestre y agradable para el hombre de la charca, del común. Aquí también se habló de los «estetas» con retintín. Se venía a decir que modernismo e instintos equívocos eran casi lo mismo. Lo bueno es que los que veían decadencias en personas con más fuerza que una legión de demonios creían que la energía de la época estaba en algún senador del partido liberal, en algún alcalde conservador o en algún general, hoy perfectamente desconocido. Esto hace sonreír. ¿Pero qué pasa hoy? Algunos locos creemos a pies juntillas que ya no hay lugar a decadencia. Eso era bueno para pensarlo en la época del difundo Spengler. ¡Qué más quisiéramos que tener «decadentes» al estilo de Nietzsche o Wagner? Nadie que ande hoy por los medios artísticos o literarios tiene arrestos para sentirse decadente y para querer liberarse de la moralina, el triunfalismo, etcétera. Hoy todo anda envuelto en tartufería pedagógica y propedéntica, hasta la iconoclasta juvenil. ¡Cualquiera le llama decadente a un profesor, a un erudito, a un artista! Nadie «posa» en decadente para hacer lo que sea, más o menos bien. Por otra parte, los políticos no se imaginan que haya un ser tan lunático que piense que sus programas sufren de desgaste, no ya de decadencia, sino de decrepitud senil.

Viendo nuestra época desde fuera, la idea de que es crepuscular se puede presentar clara, y los que somos mayorcitos podemos decir además (para que no se atribuya este pensamiento al orgullo propio del que se jacta de haber hecho grandes cosas de joven y desprecia o finge despreciar a la juventud del día) que nosotros mismos nacimos en el ocaso. Con la guerra de 1914 para entrar en la vida. Hemos pasado largos y raros años de perversión política, con admirables países dominados por ella, hemos asistido a matanzas nunca soñadas, a destrucciones de ciudades enteras, éxodos, genocidios, etcétera. Ningún tirano del mundo antiguo pudo hacer las, animaladas que hemos visto realizar y en parte hemos padecido. Acaso todo esto no será signo de decadencia. Mucha gente cree que nuestra época es estupenda. Con sorpresa (no exenta de indignación por mi parte) oigo decir a menudo a personas de lo más beocio que cabe, refiriéndose a alguien o a algo, con desdén: ¡Qué decimonónico! -Respuesta: ¡Ya quisiera usted serlo, so zoquete!- Claro es que a usted nada le importaría tener como contemporáneo a Nietzsche o a Marx, a Beethoven o a Wagner, a Darwin o Claude Bernard, a Renán o Fustel de Coulanges, a Tolstoi o Dostoievski, a Zola o Galdós. Basta con los grandes hombres públicos del día. -Nada de decimonónico. Menos de dieciochesco o de la época de Luis XIV. Porque cierto es que tampoco podemos visitar a Gracián en su celda, ni a La Rochefoucauld en su retiro, ni a Voltaire, a Hume o a Mozart. Contaremos sí con algunos artefactos ingeniosos puestos en manos cúpidas, manejados por mentes obtusas. Nuestra perfección será la del grillo cuando hace gri-gri. ¡Qué más quisiéramos que podernos declarar decadentes! ¿De qué? Estamos caídos y a oscuras, pero creyendo que somos ágiles: más despiertos, más listos que nunca. «Eso ya está superado», se oye decir de continuo. ¡Ya lo creo!, porque la mayor superación es no necesitar lo que se dice superado.

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La lechuza no encuentra nada más hermoso que sus crías.

Si los jóvenes, decadentes de comienzos de siglo vieran esto se quedarían espantados. Algunos pueden creer que es una alegría. Mejor para ellos, Para sentirse decadente hay que tener una fuerza intelectual como la que tenía Nietzsche o algo distinto que decir y hacer.

Para sentir la decadencia histórica hay que tener una fuerza moral como la que tenían algunos paganos al fin del mundo antiguo, cuando notaban que lo que vivían era un desastre o algunos hombres de Europa tras la guerra del 14. La sensación de decadencia no es para cualquiera. Ningún grullo, ningún doctrino puede tenerla. Tampoco el padre de familia que vive invocando a la sensatez, es decir, a la domesticidad. A muchos que nos hubiera gustado beber el sublime veneno de sentirnos. decadentes o en decadencia no nos ha sido posible hacerlo. El ánfora se acabó. Y aquí estamos, de noche, sin plumas y cacareando.

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