Editorial:

La dignidad del Parlamento

LAS NUEVAS Cortes democráticas reciben en estos días, a los tres meses de su nacimiento, una andanada de alusiones peyorativas en las que no falta la ironía fácil. Parece como si se quisiera desacreditar a la misma institución todavía más que criticar sus fallos concretos. Lo cual es verosímil, si se piensa en los intereses que coinciden hoy en explicarle al país los males de la libertad.La consolidación de una democracia parlamentaria, cuando apenas existe tradición democrática, es una tarea difícil que exige buen pulso, tenacidad y mucha imaginación. Una situación democrática que no empiece ...

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LAS NUEVAS Cortes democráticas reciben en estos días, a los tres meses de su nacimiento, una andanada de alusiones peyorativas en las que no falta la ironía fácil. Parece como si se quisiera desacreditar a la misma institución todavía más que criticar sus fallos concretos. Lo cual es verosímil, si se piensa en los intereses que coinciden hoy en explicarle al país los males de la libertad.La consolidación de una democracia parlamentaria, cuando apenas existe tradición democrática, es una tarea difícil que exige buen pulso, tenacidad y mucha imaginación. Una situación democrática que no empiece por defender la respetabilidad de su Parlamento no tiene sentido. Si se admite que las Cortes de la Monarquía emanan de unas elecciones libres habrá que reconocer su representatividad. En esas Cortes se expresa, con la aproximación posible, la voluntad colectiva. En un sistema basado en el voto popular no puede permitirse el constante trabajo de zapa contra el prestigio de la institución parlamentaria, porque eso es tanto como poner en cuestión el fundamento mismo de la vida social.

El Pleno sobre el orden público ha servido para reiterar el consabido «ya ven ustedes lo que da de sí la democracia». Se trata, y sobre esto hay que precaverse, de descalificar no unos hombres, sino un naciente sistema de instituciones.

Otra anécdota, menor, pero significativa, da la medida de ese asalto al Parlamento. El presidente de las Cortes, señor Hernández Gil, ha dado prueba de prudencia política y elegancia moral al retirar de su despacho el gran crucifijo que instalara en él don Esteban Bilbao. La oleada de denuestos no se ha hecho esperar. Hasta algún candidato franquista, derrotado en las últimas elecciones, ha tenido el mal gusto de preguntarse cuánto tardarían en retirarse los crucifijos del palacio de La Zarzuela.

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El actual presidente de las Cortes no ha descendido, claro está, a la polémica menor. El respeto a su función le habrá impedido argumentar un gesto que nace, precisamente, del respeto al crucifijo. Tampoco ha necesitado recordar que un Estado no debe fundamentar en ninguna religión su defensa de la dignidad humana. Como presidente de unas Cortes en las que hay creyentes y agnósticos (y el señor Hernández Gil pertenece, según puede saberse, al grupo de los primeros), no podía aspirar a ejercer su magistratura imponiendo un símbolo que no pertenece a la totalidad de los elegidos. Con este gesto, el nuevo presidente de las Cortes marca una línea de ecuanimidad e imparcialidad, equidistante de todos los partidos representados en el Parlamento, y hace posible un clima de serenidad necesario para el tránsito, difícil y presumiblemente, minado, hacia la democracia.

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