Tribuna:

Sobre constituyentes y constitucionalistas

Las dificultades que siempre entraña la indispensable colaboración entre política y técnica llegan al máximo cuando la técnica de que se trata es, precisamente, aquella a la que la política más frecuentemente ha de acudir, es decir, la jurídica.En su encarnación más noble, como conocedor del criterio de lo bueno y de lo malo, de lo justo y de lo injusto, el jurista es, desde luego, mucho más que un simple técnico y no puede decorosamente asumir la función de instrumento del político, sino más bien la de guía y crítico del Poder. Pero junto a este jurista guía y crítico hay también el...

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Las dificultades que siempre entraña la indispensable colaboración entre política y técnica llegan al máximo cuando la técnica de que se trata es, precisamente, aquella a la que la política más frecuentemente ha de acudir, es decir, la jurídica.En su encarnación más noble, como conocedor del criterio de lo bueno y de lo malo, de lo justo y de lo injusto, el jurista es, desde luego, mucho más que un simple técnico y no puede decorosamente asumir la función de instrumento del político, sino más bien la de guía y crítico del Poder. Pero junto a este jurista guía y crítico hay también el jurista del príncipe, el técnico del derecho que, dando por supuesta la justicia de los fines y de los medios, se ofrece como instrumento al titular ocasional del Poder para dar forma a su voluntad. De hecho no se trata, naturalmente (o al menos no necesariamente), de dos tipos distintos de juristas, sino de dos funciones distintas que todo jurista puede desempeñar. Discurrir sobre la conexión entre ambas es empresa tentadora pero, por el momento, fuera de lugar, porque, entre otras cosas, el alto grado de consenso que parece existir sobre la orientación básica de nuestra futura Constitución permite prescindir de los juristas guía y, como es obvio, la hora de los críticos no ha llegado aún.

En cuanto simple técnico del derecho, la función del jurista es bien diferente a la de los demás técnicos. En la concepción positivista, que es la única que en este contexto cabe tomar en cuenta, el derecho es el lenguaje del Poder. El jurista no puede, por tanto, limitarse, como el ingeniero, a ofrecer a la decisión del político una serie de alternativas entre las que éste haya de escoger. Ha de proporcionarle, por el contrario, las palabras que ha de emplear o, lo que es lo mismo, los conceptos que deben permitirle articular su pensamiento para convertirlo en configuración concreta del Poder o en regla de conducta.

La enorme dificultad intrínseca de esta tarea se hace aún mayor por la ambivalente actitud del político frente al jurista, bien distinta de la que tiene, por ejemplo, respecto del economista, el ingeniero o el médico. La simplicidad misma de la técnica jurídica y la familiaridad que con ella tiene cualquier político medianamente avezado (muchas veces, también licenciado en derecho y en ocasiones, incluso auténtico jurista, pero esto es, naturalmente, una realidad puramente ocasional sobre la que no se puede construir), le hace soportar la intromisión del jurista más difícilmente que la de cualquier otro técnico. Incluso cabe afirmar que tiene una tendencia, explicable y en algunos casos justificada, a sospechar siempre del jurista como abogado de otros intereses o a despreciarlo como un inútil pedante que, para hacerse el indispensable, intenta rodear de absurdas complicaciones lo que en sí mismo es claro y elemental.

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Y, sin embargo, la colaboración es necesaria. Como dijo hace siglos el buen juez Coke en aquel enfrentamiento con su rey, que puede utilizarse como paradigma de la tensa relación entre política y derecho, la razón del derecho no es una razón natural que cualquier hombre pueda alcanzar por sus propias luces, sino una razón artificial que sólo con largos años de, estudio se adquiere. Las Cortes han de hacer la Constitución, esa es su gloria y su responsabilidad, pero parece difícil que los constituyentes puedan prescindir de los constitucionalistas (o, mejor, de los juspublicistas, porque el derecho público es una unidad) y si esa colaboración ha de darse, la única solución razonable es la de institucionalizarla. Razonable, sobre todo, porque, entre otras singularidades, nuestras actuales Cortes tienen la de contar en su seno con un partido que, sin ser mayoritario, es el único que participa en el Gobierno y el único, en consecuencia, que puede disponer institucionalmente de los juristas al servicio del Estado, es decir, de un extenso equipo de juspublicistas. Con este y otros apoyos del mismo género, este partido está probablemente en condiciones de elaborar con mayor rapidez y detalle que otro alguno un proyecto constitucional y puede caer en la tentación de hacerlo, imponiendo así a las Cortes, si no la decisión última, sí al menos el molde para la discusión, que en buena medida la condiciona.

No se trata, evidentemente, de hacer una «Constitución de profesores» ni de caer en la ingenuidad de una «comisión jurídica asesora» formada al margen de los partidos y cuya obra, fueren cuales fuesen sus méritos intrínsecos, habría de ser, por esto mismo, poco menos que inútil. Sólo las Cortes pueden hacer la Constitución y sólo bajo su dependencia han de actuar los juristas llamados a colaborar en esta tarea. La formación de un equipo integrado por hombres que, militantes de partido o no, merezcan la confianza de todas las formaciones políticas presentes en las Cortes y su institucionalización como órgano técnico de la comisión del Congreso encargada de preparar el proyecto de normas constitucionales parece ser la única fórmula posible para conjugar la eficacia con la neutralidad.

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