Editorial:

El peligro de la desilusión

POCAS VECES ha esperado un país europeo con tanta ilusión como la España de hoy, el paso de una etapa a otra distinta de su historia. Pocas cosas hay tan graves, y de consecuencias tan incontrolables, como la defraudación de una esperanza colectiva.Hay que reconocer -aparte los juicios sobre el pasado- el margen de crédito abierto por una gran parte del país a la Corona, tras el desenlace de noviembre del 75. La expectativa de una aproximación a la normalidad democrática, a un modelo de convivencia libre, plural y europea, alcanzó a millones de españoles. Tras las indecisiones y las dificultad...

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte

POCAS VECES ha esperado un país europeo con tanta ilusión como la España de hoy, el paso de una etapa a otra distinta de su historia. Pocas cosas hay tan graves, y de consecuencias tan incontrolables, como la defraudación de una esperanza colectiva.Hay que reconocer -aparte los juicios sobre el pasado- el margen de crédito abierto por una gran parte del país a la Corona, tras el desenlace de noviembre del 75. La expectativa de una aproximación a la normalidad democrática, a un modelo de convivencia libre, plural y europea, alcanzó a millones de españoles. Tras las indecisiones y las dificultades económicas, la transición comenzó a producirse: entre impulsos de origen vario y resistencias formidables, el cambio empezó. Despacio, con errores y retrocesos, pero empezó. El reconocimiento de diversos partidos era el reconocimiento de la realidad plural, el fin de la artificiosa, neurótica y evanescente España oficial. Las medidas de gracia, el lanzamiento de una nueva imagen de España en el exterior, el fin de la clandestinidad sindical, los intentos ante el problema regional, fueron, entre otras muchas, pruebas de una voluntad distinta, de un talante diferente.

Claro que, con todo, en pie quedaban, a lo largo de estos quince meses, los problemas reales de la España real: su grave crisis económica, los atentados frecuentes a los derechos humanos, la contestación de amplias capas de población, la injusta distribución de los recursos, las insuficiencias de infraestructura social y educacional producidas por un desarrollo ineficiente y salvaje, la dependencia exterior... Sin olvidar el daño incurable causado en varias capas de la conciencia ciudadana por cuatro décadas de desinformación y de anestesia de la conciencia cívica.

No obstante, a lo largo de estos quince meses pareció deducirse de la actitud popular un impulso de esperanza y de colaboración. Se ha repetido últimamente: nadie podrá decir, a la vista de lo ocurrido en este año, que España es un país ingobernable.

Haz que tu opinión importe, no te pierdas nada.
SIGUE LEYENDO

Los progresos de la Monarquía hacia la democracia y algunas medidas concretas del Gobierno Suárez afirmaron ese respaldo de esperanza popular. Sin embargo, una primera fisura de desconfianza comenzó a abrirse, en algunos medios responsables, ante la incompleta, en parte rocambolesca y en parte improbable, explicación oficial ofrecida tras los sangrientos acontecimientos -Atocha, Estrella, Pelayo, GRAPO, Campamento, secuestros- de enero de este año.

Ahora, súbitamente, esa sensación de deterioro se acentúa cuando, en el terreno político, la convocatoria de elecciones se ha visto seguida de una serie de movimientos inquietantes: la más representativa figura de la democracia cristiana abandona la presidencia de su partido, un líder liberal se retira de las próximas elecciones, el primer dirigente del socialismo democrático acusa al Gobierno, de manipular la próxima elección. Han sido tres aldabonazos seguidos, percutantes, en la conciencia del país.

El presidente Suárez está posiblemente convencido de sus altas cotas de popularidad. No conoce, quizá, lo frágil de la confianza pública, ni la facilidad con que puede perderse. A veces, con un simple gesto inoportuno. Precisamente porque la prepotencia es mala compañera del poder, porque la primera victoria engaña al joven guerrero, es por lo que puede decirse -desde la humildad de un pequeño periódico a las alturas de palacio- que es necesario ser prudente, mantener la frialdad y no perder en unas horas el capital acumulado en muchos días de acierto.

Es muy fácil contestar desde el Poder a la sociedad con desautorizaciones. Otros entes oficiosos acostumbraban en años recientes a atacar agriamente al adversario para halagar al poderoso. Todo eso no es más que política menor y trivialidad, y en ese juego nunca entrará este periódico.

Existe otro plano superior, y a él dedicaremos atención preferente: el equilibrio es la prioridad absoluta en los hombres y en las naciones. Es perfectamente plausible que la nueva conjunción de fuerzas operantes desde la muerte de Franco busque, ante todo, un equilibrio -y difícil- basado en el consenso, para sustituir al equilibrio anterior apoyado en la fuerza. Pero después del equilibrio, puramente físico, las prioridades más urgentes son, en una sociedad moderna, la justicia, la libertad y la transparencia del Poder en sus relaciones con los ciudadanos.

Ningún daño irreparable se ha causado todavía en ese cambio hacia el nuevo equilibrio que busca la sociedad española. Pero hay síntomas preocupantes en el horizonte, gestos dudosos y un clima de desconfianza que contrasta con ilusiones recientes.

El Poder puede restaurar esa confianza demostrando que su propósito real coincide con sus declaraciones: la devolución de su soberanía a los españoles para pactar en común sus caminos de progreso.

Este es un pueblo más maduro y difícil de engañar de lo que sospechan algunos arbitristas. No podrá adoptarse un revestimiento democrático para encubrir un organismo antidemocrático.

Las próximas elecciones son, de algún modo, imposibles de manipular: porque habrá juego limpio o habrá un enorme vacío final, comparable al de los clamorosos referenda del franquismo.

Los partidos de derecha e izquierda que representad, fuerzas reales no caerán en la gigantesca trampa que algunos dibujan. Es difícil pensar que el presidente Suárez pueda caer en la tentación -pueril para un hombre perspicaz- de creerse la única posibilidad de salvamento de la patria.

Las marchas y contramarchas de estos días pueden salvarse con una clarificación final. Lo importante es no dar oídos a las organizaciones que en otro tiempo tuvieron el Poder y sienten, de pronto, una invencible necesidad de recuperarlo.

Muchos españoles saben qué gigantesco cúmulo de intereses se llegó a alojar recientemente tras una organización con objeto social religioso y sofisticada estrategia política. Otros recuerdan a la benemérita Compañía de Jesús, que pagó por dos veces, con su injusta expulsión de España, las intromisiones de otros institutos de intención piadosa en la vida civil.

La madurez de los españoles no admite ya obras ni maniobras que aspiren a manipular el Estado como si fuera un teatro. En esta hora de España, entre tantos problemas, los españoles piden ante todo claridad.

Archivado En