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Tiendas libres de impuestos: ¿un servicio en el aire?

Vamos hacia Caracas o a Estocolmo. Ya nos hemos presentado en el aeropuerto, hemos facturado el equipaje, hemos pasado la policía. Sólo falta embarcar..., pero todavía no.En la sala de espera el viaje ha empezado sin que hayamos salido. O quizá es al revés; hemos salido sin empezar el viaje. No lo sabemos bien. Deambulamos por un extraño mundo que es el limbo de los viajeros por avión: Ni aquí ni allá. Experiencia que a unos excita y a otros aplana, que es a la vez expectación e impotencia. Nos sobresaltamos ante cada cambio de luces o aviso de altavoz, nos sentamos, nos levantamos, acudimos u...

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Vamos hacia Caracas o a Estocolmo. Ya nos hemos presentado en el aeropuerto, hemos facturado el equipaje, hemos pasado la policía. Sólo falta embarcar..., pero todavía no.En la sala de espera el viaje ha empezado sin que hayamos salido. O quizá es al revés; hemos salido sin empezar el viaje. No lo sabemos bien. Deambulamos por un extraño mundo que es el limbo de los viajeros por avión: Ni aquí ni allá. Experiencia que a unos excita y a otros aplana, que es a la vez expectación e impotencia. Nos sobresaltamos ante cada cambio de luces o aviso de altavoz, nos sentamos, nos levantamos, acudimos una y otra vez al tablero de anuncios, como peces en el acuario fluorescente de la gran sala.

Esa flotación del viajero sacado de su marco habitual es la que aprovechan los grandes aeropuertos para tentarle con sus ofertas desde las tiendas libres. Tentación fuerte, porque no hay otra cosa que hacer y el bar no basta, porque se desea calmar el aburrimiento o la ansiedad y, sobre todo, porque la ilusión de no pagar impuestos siempre deslumbra al sobregravado ciudadano.

Y ahí están los lujos sin impuestos, relojes en Ginebra, perfumes o regalos en París, whisky en Londres, transistores o tomavistas en Tokyo, y en todas parte tabaco, licores, golosinas, especialidades, como el caviar, el foie gras o los chocolates.

En todas partes, sí..., salvo en España, donde ese limbo aéreo está más vacío todavía. ¿Por qué? ¿Quizá en aras de una venerada tradición austera? ¿Acaso desdeñamos el tráfico mercantil como viejos hidalgos que somos todos? ¿Serán resabios de aquella España oficial consagrada como diferente? ¿Se estremecerán los huesos escurialenses si la libertad alcanza a ese limbo? ¿O, simplemente, estaremos ante otra inercia administrativa?

No cabe hablar de inercia, porque ya en 1968 se autorizó la venta en aeropuertos de mercancías nacionales, con desgravación a la exportación; pero como esas ofertas eran poco atractivas se empezó a estudiar la posibilidad de vender también productos extranjeros.

El estudio fue largo; acaso la España diferente temía quién sabe qué extrañas contaminaciones. Hasta 1973 no se decidió autorizar tales ventas y, aun así, sin eximirlas de gravámenes de importación, lo que anulaba el interés. Fue otro paso, por tanto, en el vacío, hasta que un decreto de agosto de 1974 ,reconoció al fin la fuerza de los hechos e incluso -justo es admitirlo- enlazó el problema con el de otras mercancías también en tránsito por los aeropuertos y con la situación legal de las piezas de repuesto o provisiones mantenidas por las compañías aéreas. Para afrontar con eficacia conjunta esos problemas se creó entonces la sociedad Aldeasa (Almacenes, Depósitos y Estaciones Aduaneras, S. A.) con capital exclusivamente estatal.

Al leer el detallado preámbulo del decreto viene a las mientes aquello de que «nunca es tarde si la dicha es buena». La solución estatal es completa: permite las ventas libres de impuestos sin riesgos de contrabando o de evasión monetaria; ofrece al comercio en general y a las empresas aéreas unos depósitos francos que facilitarán sus operaciones, dotándose a los aeropuertos comerciales de un importante instrumento para el desarrollo del tráfico aéreo, con posibilidades de obtener divisas por las economías de escala que llevan consigo tales depósitos. Los viajeros se ahorran gozosamente los impuestos, pero dejan al Estado otros beneficios, además de suministrar nuevos ingresos a los aeropuertos para financiar los crecientes servicios exigidos por la expansión del tráfico.

Aunque, en realidad, la última frase no es correcta, pues debió ser escrita en futuro. En efecto, Aldeasa no ha abierto aún sus tiendas -en algunos casos ya instaladas- aunque haya nacido hace dos años y medio en el Boletín Oficial, y ese retraso es justamente lo que provoca esta información. Parece como si la propia Aldeasa anduviera también flotando por otro limbo administrativo en el que ya le hubieran autorizado la salida, pero sin despegar aún.

Mientras tanto el Estado deja de ingresar beneficios, los exportadores de ciertos artículos pierden un escaparate y los viajeros una satisfacción. ¿Qué ocurre? No caigamos en el socorrido tópico del fracaso de la empresa estatal, porque las tiendas de Aldeasa ni siquiera han tenido aún la oportunidad de fracasar. Pensemos más bien en otra cosa: los eternos obstáculos interesados. La creación de Aldeasa ha despertado, sin duda, codicias en ciertos grupos que, ante el buen negocio, aún pretenden presionar sobre las autoridades para que les cedan el proyecto, obteniendo de él mayores rendimientos..., sobre todo para sus bolsillos privados.

En este caso, sin embargo, las razones a favor de la empresa estatal son irrefutables. Un comercio a caballo de la frontera es una facilidad para el contrabando o para la reimportación de productos exportados con desgravación, así como para desviaciones de divisas. Por eso la entrega de esa actividad a un grupo privado no podría obedecer más que al deseo de favorecerle y no tendría justificación desde el punto de vista del interés nacional.

¿Será eso lo que tiene a Aldeasa en el limbo? Lo acabaremos sabiendo tan pronto como las tiendas libres de derechos aparezcan por fin en nuestros aeropuertos, cosa inevitable, porque son ya un uso internacional y una necesidad. Si Aldeasa no las abre pronto será lógico deducir que el poder público ha vuelto a regalar un buen negocio a un monopolio privado.

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