Cartas al director

De nadie y de nada

El tono, cuando no de escéptico desgano, de oscura desaprobación, con que EL PAÍS informa sobre la actividad política desarrollada por el Gobierno del Rey en dirección a una futura democracia, es índice suficiente para desmoralizar a cualquiera. Cuando el 22 de noviembre de 1975 Juan Carlos I fue nombrado Rey de España, miles de familias españolas se pusieron de pie ante sus televisores, con lágrimas en los ojos, para oír el himno nacional que siguió a su juramento.En él -simbólicamente entonces, ya que de su futura actuación poco y nada se sabía, porque poco y nada se sabía de él como persona...

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El tono, cuando no de escéptico desgano, de oscura desaprobación, con que EL PAÍS informa sobre la actividad política desarrollada por el Gobierno del Rey en dirección a una futura democracia, es índice suficiente para desmoralizar a cualquiera. Cuando el 22 de noviembre de 1975 Juan Carlos I fue nombrado Rey de España, miles de familias españolas se pusieron de pie ante sus televisores, con lágrimas en los ojos, para oír el himno nacional que siguió a su juramento.En él -simbólicamente entonces, ya que de su futura actuación poco y nada se sabía, porque poco y nada se sabía de él como personaje- España puso, en ese momento, las esperanzas que sólo puede despertar una figura joven y nueva en un país que ha vivido cuatro decenios de silencio e inmovilismo.

Y bien. Hoy, un escaso año después de aquel día, el progreso hacia la democracia prometida puede ser medido con reglas que no necesitan ser falsamente generosas para dar una evidencia justa. La democracia es hoy mucho menos esperanza y mucho más certeza que en aquel 22 de noviembre en que todos saludamos la muerte de una era y el surgimiento de otra.

Y sin embargo, EL PAÍS se obstina en negar a los motores del cambio un razonable reconocimiento. Las medidas tomadas por Adolfo Suárez en pro de esa democracia son comentadas con escalofriante falta de fe: el leit motiv del periódico parece ser: «Sí, sí, pero...» Y, paralelamente, toda reacción negativa al Gobierno y al Rey, ya sea nacional o internacional, es divulgada con una fruición que hace dudar de la objetividad -para no hablar del patriotismo, palabra de la que quisiera excluir todas sus cursis connotaciones- de ese mismo periódico. Valga como ejemplo más reciente el artículo del señor Fidalgo sobre las reacciones en contra de la visita de Juan Carlos a París.

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En resumen: Durante el pasado régimen la prensa española, deshaciéndose en elogios de un sistema de Gobierno, que sobra decirlo, no hubiera admitido otra cosa, habría inspirado a un hipotético lector ignorante de las circunstancias políticas la pregunta: «Pero, ¿de quién o de qué están en contra? ¿De qué desaprueban?» La obvia respuesta: de nadie o de nada.

De EL PAÍS cabría hacerse la pregunta inversa: «¿De quién o de qué están a favor?» La respuesta, que cada mañana me empeño en desmentir sin conseguirlo, es la misma: de nadie y de nada.

Sea bienvenido al panorama de la información nacional un razonable juicio de los hechos actuales, y una justa desaprobación donde ésta tenga cabida. Pero no se aferre este periódico a un enconado negativismo que a nada conduce, salvo a nublar la esperanza, bien merecida por un país que ha vivido cuarenta años sin ella, de libertad y renovación, y a desmerecer los plausibles esfuerzos del Gobierno del Rey en aras de esa libertad.

Todo cambio profundo debe ser por fuerza paulatino. Si a muchos se les antoja lento, aconsejaría una mirada atrás, al tiempo en que España dormía el injusto sueño de la dictadura.

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