No digas que fue un sueño

Hay temor al despertar tras el fin de los JJ OO y a la resaca, pero también la esperanza de que la magia perdure y Francia saque fuerzas del éxito olímpico

El nadador francés Léon Marchand, el domingo durante la ceremonia de clausura de los Juegos Olímpicos.Benoit Tessier (REUTERS)

No fue un sueño. Sucedió de verdad. Pero el despertar, después de estas semanas de euforia olímpica en las que Francia pareció tomarse unas vacaciones de sí misma y sus neurosis, puede ser rudo.

— Los franceses, ¿sabe?, o bien se sienten demasiado seguros de sí mismos, o bien se critican demasiado.

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No fue un sueño. Sucedió de verdad. Pero el despertar, después de estas semanas de euforia olímpica en las que Francia pareció tomarse unas vacaciones de sí misma y sus neurosis, puede ser rudo.

— Los franceses, ¿sabe?, o bien se sienten demasiado seguros de sí mismos, o bien se critican demasiado.

Alain Minc, observador desde hace medio siglo de la vida política y a veces un poco protagonista, resumía así, a unas horas del fin de los Juegos Olímpicos, el carácter de este país que vive en un vaivén permanente entre el orgullo desmedido y el catastrofismo. A la hora de escribir estas líneas, todavía estábamos en la fase del orgullo desmedido; cuando se publiquen, es posible que París y Francia se hayan reencontrado con el París y Francia de siempre.

Es la incógnita. Si, después de estos 17 días gloriosos, todo volverá a ser igual que antes. O si ya nada será igual.

Hay un temor: que los JJ OO no hayan sido más que un paréntesis y que, en la medianoche del 11 al 12 de agosto, se esfume la magia y Francia despierta la realidad, comme d’habitude. Como de costumbre, el mismo cabreo de siempre, el mismo pesimismo, la misma polarización partidista, el mismo sistema constitucional que da la impresión de no dar más de sí, y las mismas irresolubles fracturas sociales, territoriales, culturales. Sería el efecto Cenicienta.

Hay una esperanza, también. Si todo el talento y la buena voluntad, toda la capacidad de remar juntos que han servido para que todo saliese bien en París —y más que bien— se aplicase para sacar a Francia del marasmo, Francia sería imparable. Eso se dicen muchos franceses. El efecto yes, we can.

El efecto Cenicienta y el efecto yes, we can en realidad, conviven. Lo ha visto este peatón en los siete años que ha pasado en París. Llegó aquí con la ciudad todavía noqueada por los atentados islamistas de 2015. Vio la llegada de Emmanuel Macron al poder y las ilusiones que despertó. Las ilusiones perdidas, también. La revuelta de los chalecos amarillos: la Francia de las clases medias empobrecidas, la de las pequeñas ciudades y pueblos con servicios públicos y conexiones deficientes, la que se sentía despreciada por las élites: las de derechas, las de izquierdas, la de centro. Vio la revuelta de las banlieues, otras Francia que se siente despreciada, la de los hijos y nietos de la inmigración africana. Y vio, a unas semanas de los Juegos, cómo Macron metía a Francia en una montaña rusa al adelantar las elecciones legislativas y arriesgarse a acelerar la llegada al poder de la extrema derecha de Marine Le Pen. Le Pen perdió, pero de las legislativas salió una Asamblea Nacional sin mayorías y un país quizá ingobernable. Exhausto, en todo caso.

Después de un mes en el que Francia vivió peligrosamente, Francia necesitaba vivir alegremente. Lo escribió el poeta Cavafis, y fue el título de una novela de Terenci Moix: “No digas que fue un sueño”. ¿Perdurará? ¿O se diluirá al instante?

El peatón llama a Monsieur Minc, que en estos años le ha ayudado de descifrar las claves del poder y sus movimientos, la corte versallesca que sigue siendo París. Y Monsieur Minc, ensayista, consejero de empresas, mentor de presidentes, responde que es la política el problema: su discípulo Macron, quien, al adelantar las elecciones, creó artificialmente una crisis de la que nadie sabe cómo salir.

“En 24 horas”, vaticina, “cuando el polvo haya caído, volveremos al punto de partida, porque el callejón sin salida, después de este momento de excitación y comunión, todavía parecerá peor”

La izquierda reclama gobernar, pero está lejos de la mayoría. Los debilitados macronistas, si quieren seguir tocando poder, deberán aliarse con la derecha moderada y con la izquierda moderada. Le Pen encabeza el partido con más votos de Francia y ya piensa en las elecciones presidenciales, previstas para el 2027. No hay tiempo: Francia debe aprobar un presupuesto para 2025.

“Estoy inquieto, y sabe usted que yo raramente estoy inquieto, pero pienso que la tensión subirá”, dice Minc. “Este es un país rico, no hay desempleo, el Estado todavía existe. La situación objetiva no es mala. La situación política y subjetiva es muy mala.”

El peatón ha pasado estos Juegos, entre paseo y paseo, entre competición y competición, leyendo El corazón de Inglaterra, de Jonathan Coe. Y ha dado muchas vueltas al capítulo de la ceremonia inaugural de Londres 2012, cuando Inglaterra “parecía un lugar tranquilo... un país a gusto consigo mismo.” Un momento de comunión entre clases sociales, etnias, gente de la ciudad y el campo, de izquierdas y derechas. La novela, publicada en castellano por Anagrama, relata cómo se deshizo la magia y cómo terminó: en el Brexit. En la última página, Coe abre una ventana: es posible la reconciliación.

Ahora, después de este sueño de una noche de verano, ¿hay un Brexit para Francia a la vuelta de la esquina, como lo hubo después de Londres 2012? ¿O el equivalente, una victoria de Le Pen en las presidenciales de 2027? Como en las novelas, en la realidad es la última página la que da sentido a todo lo anterior. No sabremos hasta 2027 —o antes, si Macron acabase renunciando sin agotar el mandato— qué habrá significado París 2024.

El peatón, que hace las maletas para irse a Berlín, no lo verá en París. Au revoir.

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