Y después de París, ¿qué?
Hay muchas disciplinas que hoy se sumergirán en el océano de la invisibilidad. Nadie esperará a unos deportistas hasta que dentro de cuatro años Los Angeles vuelva a levantar el telón
Juguemos a que todo ha terminado. O no.
Hay diez mil atletas del mundo entero que pronto van a empezar a contar, hasta el día que se mueran, aquella vez que fueron olímpicos y disputaron unos Juegos. Cuando más pequeño sea su pueblo y mayor su familia, más veces lo relatarán. Fue en París. Los aros en la Torre Eiffel. El fuego olímpico suspendido en el aire. Mira la foto, fue hace mucho, en 2024. Las arrugas en su rostro, el centelleo en la mirada, papá cuéntame otra vez. Qué entrañable.
Hay dos mil y pico atletas que se han llevado una medalla olímpica de París a casa. Uno puede...
Juguemos a que todo ha terminado. O no.
Hay diez mil atletas del mundo entero que pronto van a empezar a contar, hasta el día que se mueran, aquella vez que fueron olímpicos y disputaron unos Juegos. Cuando más pequeño sea su pueblo y mayor su familia, más veces lo relatarán. Fue en París. Los aros en la Torre Eiffel. El fuego olímpico suspendido en el aire. Mira la foto, fue hace mucho, en 2024. Las arrugas en su rostro, el centelleo en la mirada, papá cuéntame otra vez. Qué entrañable.
Hay dos mil y pico atletas que se han llevado una medalla olímpica de París a casa. Uno puede imaginar el momento de decidir dónde guardar o enmarcar la medalla, sinécdoque de una vida. Primero la mirarán muy poco: hay que seguir entrenando, compitiendo, soñando con nuevas medallas: así es la rueca que teje el vestido de la ambición; quien para y se solaza en el deleite conformista nunca más vuelve a ganar, qué inhumano. Después, la mirarán cada vez más a menudo. Buscarán una reconexión inmediata con aquel sueño de su primera vida, tan olvidada, de cuando eran jóvenes y tocaron el cielo y el cielo era una membrana finísima que al tocarla se rompía y no había más y luego no hubo más. Qué melancólico.
Hay un puñado de atletas que serán recordados como las grandes leyendas de París. El regreso heroico y humano de Simone Biles, con tres oros, una plata, una caída inesperada y una elegante reverencia a la brasileña Rebeca Andrade cuando la hija de la limpiadora con ocho hijos de una favela de Río derrotó a la hija de unos padres drogadictos de Estados Unidos que fue criada en casas de acogida y por sus abuelos, y esas dos niñas se refugiaron en la gimnasia para saltar, concentrarse y no pensar. Otros atletas serán recordados. La gesta de Léon Marchand con sus cuatro oros y un bronce pescados en la piscina de La Défense. La adrenalina de Armand Duplantis saltando con pértiga el récord del mundo y del carisma en la noche más flasheada de París. Las lágrimas heroinómanas de triunfo de Novak Djokovic colgándose al fin su Golden Slam. Gloria olímpica y duradera para ellos. Como lo fue para Michael Phelps y sus veintiocho medallas olímpicas, aunque también estaba la depresión, y el alcoholismo, y la obligación de tener que seguir siendo el superatleta para el que lo habían preparado y al que llegó a estar encadenado como una pesadilla tan oscura que hasta le quitaba las ganas de seguir viviendo. Qué difícil es aquello que más fácil parece: el triunfo.
Hay algunos olímpicos para quienes París será un mal recuerdo. Carolina Marín y su triple desgarro físico, emocional, vital. Rafa Nadal y su adiós sin happy end por el mismo túnel de vestuarios que tantas veces antes lo agigantó. La judoka japonesa Uta Abe con sus cuarenta gritos de terror al ver el rostro temible de la derrota. Qué brebaje más light es la épica cuando no acecha la tragedia.
Hay, también, una ciudad que inventó el chovinismo y patentó el refunfuño permanente y que sale de estos Juegos más alegre, más unida, más querida. Por eso dará envidia a las ciudades que más veces han intentado albergar unos Juegos Olímpicos y han fracasado. Buenos Aires, Budapest y Detroit, siete veces. Estambul, Filadelfia y Lausana, seis. Madrid y Minneapolis, cuatro veces. Nueva York, Toronto, La Habana y Bruselas, tres. Milán, dos. Florencia o El Cairo, una vez. Y entonces, muy pronto, el pútrido olor del dinero de Qatar, Emiratos o Arabia serán cantos de sirena a cuya tentación el Ulises olímpico se esforzará por no escuchar hasta que el sonido llegue al oído adecuado. Qué repugnante será.
Hay, al fin, muchas disciplinas que hoy se sumergirán en el océano de la invisibilidad. Nadie volverá a oír piragua, remo, Ginés, Craviotto, Llopis, Cerezo, K4, 500. Nadie los esperará hasta que dentro de cuatro años Los Angeles vuelva a levantar el telón de esta irreal y fantástica función. Solo ellos, y sus sucesores, permanecerán despiertos hasta entonces. Los que se acuestan cada noche con el sueño de ser leyenda. Los que acarician la ilusión de ganar una medalla olímpica. Los que al menos fantasean con poder vivir ese verano, te lo contaré otra vez, en que la abuela era joven y disputó unos Juegos.
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