Olvidando a Pierre de Coubertin
En un curioso ejercicio de desmemoria, los terceros Juegos de París se empeñan en borrar el recuerdo del engorroso fundador del movimiento olímpico, nacido justamente al borde del Sena
Pierre de Coubertin (1863-1937) fue un barón machista, papista, xenófobo, racista, colonialista, misógino, monárquico en una Francia republicana, amigo de Adolf Hitler y clasista. No inventó los Juegos Olímpicos modernos, pero fue el primer presidente del Comité Olímpico Internacional (COI), acuñó el término olimpismo, ya en 1901, cinco años después de los primeros Juegos de Atenas, y teorizó sobre las bases sobre las que se asienta aún el movimiento olímpico: autonomía del deporte frente a las injerencias políticas y comerciales y principio de cooptación de los miembros del COI entre las más ...
Pierre de Coubertin (1863-1937) fue un barón machista, papista, xenófobo, racista, colonialista, misógino, monárquico en una Francia republicana, amigo de Adolf Hitler y clasista. No inventó los Juegos Olímpicos modernos, pero fue el primer presidente del Comité Olímpico Internacional (COI), acuñó el término olimpismo, ya en 1901, cinco años después de los primeros Juegos de Atenas, y teorizó sobre las bases sobre las que se asienta aún el movimiento olímpico: autonomía del deporte frente a las injerencias políticas y comerciales y principio de cooptación de los miembros del COI entre las más altas esferas sociales y élites económicas de todos los países, construyéndolo así como una organización soberana ante la que se pliegan los Estados y las federaciones deportivas.
Su figura fue clave, haciendo lobbying entre las grandes potencias, para la reanudación de los Juegos después de la Gran Guerra, en Amberes 1920, cuando cundía el desencanto ante el ideal pacifista de la mítica tregua olímpica, y la consideración de los Juegos como un enfrentamiento sin armas entre lo mejor de todas las juventudes mundiales. Pese a ello, pese a haber inventado también la bandera olímpica de los cinco anillos antes de la Gran Guerra y todos los ceremoniales y rituales olímpicos, y pese a haber nacido en París en una familia noble, en los tiempos de la Comuna, ni la capital del Sena con motivo de los terceros Juegos Olímpicos que acoge, ni el COI, que celebra aquí, bajo la presidencia de Thomas Bach su 142ª sesión, ofrecen en su honor más tratamiento que el desdén, la duda y el olvido.
En febrero pasado, Emmanuel Macron, presidente de Francia, se mantuvo sordo a la petición de que los restos del barón fueran enterrados en el Panteón de los Hombres Ilustres de París, una ceremonia que habría supuesto su canonización civil justo el año del regreso de los Juegos a la capital, 100 años después de la última vez. La petición, apoyada educadamente por Bach, había partido dos años antes del académico y premio Goncourt Erik Orsenna y de Guy Drut, ministro de Deportes en tiempos del presidente Jacques Chirac, campeón olímpico de 110m vallas en Montreal 76 y miembro del COI. A Drut no le llegó ninguna razón oficial del rechazo, aunque se citaron entonces como motivos el hecho de que ni la propia familia del barón olímpico había solicitado su panteonización y que el cuerpo, por elección propia, está enterrado en el cementerio de Bois de Vaux, en Lausana (Suiza), donde, en 1915, trasladó desde París, una afrenta, la sede del COI y su residencia, y su corazón en Olimpia, Grecia, encerrado en una columna de mármol blanco erigida en homenaje a su persona, un monumento que él mismo inauguró en 1927, 10 años antes de su muerte.
Noticias publicadas por entonces también recordaban las relaciones de Coubertin con la Alemania nazi, su apoyo a los Juegos de Berlín de 1936 y cómo aceptó la propuesta de Hitler, nunca tenida en cuenta, a que le fuera otorgado el premio Nobel de la Paz. Y sacaban a la luz algunos de sus escritos de defensa del colonialismo y la superioridad étnica de unas razas sobre otras: “Sin rebajarlas a la esclavitud, por supuesto, y ni siquiera a una forma suavizada de servidumbre, la raza superior está perfectamente justificada para negar a la inferior ciertos privilegios de la vida civilizada”.
Justamente en los Juegos de París el COI proclama la equidad en la participación hombre-mujer, 50% de cada género, una noticia que seguramente habría hecho vomitar a Coubertin, un hombre que en numerosos escritos afirmaba que el único papel de la mujer en unos Juegos debería ser el de entregar las medallas a los campeones. “El papel de la mujer en el mundo debe ser lo que siempre ha sido; ella es la compañera del hombre, la futura madre de familia”, escribió, antes de proclamar que los Juegos debían estar reservados a los hombres y que una participación femenina sería “poco práctica, poco interesante, poco atractiva”. El uso que Alice Milliat, pionera de la organización de competiciones deportivas de mujeres, hizo del término olímpico cuando se celebraron los denominados primeros Juegos Olímpicos Femeninos en el estadio Pershing de Vincennes, París, en agosto de 1922, le había molestado profundamente. “En los Juegos Olímpicos, su papel debe ser ante todo coronar a los vencedores”, repitió. En los Juegos de París 1924, los últimos en los que ejerció como presidente del COI, compitieron 135 mujeres y 3.089 hombres en deportes como golf, natación, equitación o tenis. En atletismo no fueron admitidas hasta Ámsterdam 28.
Como si la memoria de lo que fue el fundador del olimpismo molestara en el siglo XXI.
Sin embargo, la figura de Coubertin ya fue maltratada durante sus últimos años al frente del COI, la época de entreguerras y gran movilización social y cultural. Era por entonces un sexagenario que parecía no comprender su época. En un momento en que Francia y Alemania estaban enfrentadas por el pago de las reparaciones de la Primera Guerra Mundial, intentó de todas maneras que Alemania participara en los segundos Juegos de París, 24 años después de los primeros. En su biografía, Daniel Bermond escribe: “En torno a Coubertin ha crecido una leyenda negra. Él hizo todo lo posible por perpetuarla”. “Esta mente, por lo demás ilustrada, se apresuraba a respaldar los prejuicios más fuertes de su época, y representaba toda la ambigüedad de la sociedad en la que vivía”, añade. Coubertin sobrevivió a duras penas, pero no desapareció completamente del movimiento olímpico. Fue nombrado presidente honorario vitalicio de los Juegos Olímpicos, pese a que su candidato a su sucesión, su compatriota Godefroy de Blonay, fue derrotado en la elección por el belga Henri de Baillet-Latour, y tuvo que luchar para que este dejara de considerarle “un autoritario antepasado muerto”.
En París, no hay ni corazón ni tumba, sino una placa grabada con los anillos olímpicos en el número 20 de la rue Oudinot, distrito séptimo, metro San Francisco Javier, a media hora andando de la Sorbona. “Pierre de Coubertin, pedagogo, historiador, humanista, renovador de los Juegos Olímpicos y fundador del COI, nació y residió aquí, donde en 1894 estableció la primera sede permanente del Comité Olímpico Internacional”. Después de París 1924, Coubertin no volvió a asistir nunca a unos Juegos.
Puedes seguir a EL PAÍS Deportes en Facebook y X, o apuntarte aquí para recibir la newsletter diaria de los Juegos Olímpicos de París.