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El partido de Miami: el fútbol sin territorio emocional

El encuentro afecta a un aspecto nuclear del fútbol desde sus orígenes: la vinculación de los clubes con sus barrios, pueblos o ciudades

¿Dónde reside el interés del deporte y del fútbol, en particular? Probablemente, al menos eso afirmarían los más puristas de la perspectiva técnica, en llevar las capacidades y talentos físicos a un superior grado de excelencia; en cambio, los que contemplan el deporte desde una perspectiva ética destacarían una serie de valores que fomenta o de los que se nutre: esfuerzo, solidaridad, capacidad de superación, etc. Sin embargo, lo que probablemente conduzca a que ciertas disciplinas deportivas sean seguidas apasionadamente por millones de aficionados no sea ni una cosa ni otra. El fútbol, en c...

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¿Dónde reside el interés del deporte y del fútbol, en particular? Probablemente, al menos eso afirmarían los más puristas de la perspectiva técnica, en llevar las capacidades y talentos físicos a un superior grado de excelencia; en cambio, los que contemplan el deporte desde una perspectiva ética destacarían una serie de valores que fomenta o de los que se nutre: esfuerzo, solidaridad, capacidad de superación, etc. Sin embargo, lo que probablemente conduzca a que ciertas disciplinas deportivas sean seguidas apasionadamente por millones de aficionados no sea ni una cosa ni otra. El fútbol, en concreto, representa algo más. Su popularidad y la pasión que suscita entre los aficionados no estriba en las cualidades técnicas que despliegan los futbolistas, como tampoco en la belleza y emoción del propio juego, y por la profusión de lacras, como la excesiva competitividad o la violencia, tampoco en los valores que alberga.

Gran parte del interés del fútbol reside en cómo se constituye en un factor crucial de la identidad individual y colectiva. Así pensaba quien fue presidente de la Federación Española de Fútbol, Pablo Porta: “El fútbol es un deporte que no tiene ningún interés. Desde el punto de vista técnico es una cosa muy rudimentaria. Cuenta demasiado el azar, es muy poco espectacular y no requiere tampoco hombres especiales porque es muy fácil enmascarar la mediocridad entre once... ¿Sabe usted lo que aguanta el fútbol? El ser de alguien”. Pocas veces se ha expresado con tanta elocuencia como en la famosa escena de El secreto de tus ojos, donde Pablo Sandoval (Guillermo Francella), el amigo de Benjamín Espósito (Ricardo Darín), afirma que si bien se puede cambiar de todo —de cara, de casa, de familia, de novia, de religión, de Dios—, hay una cosa de la que no se puede cambiar: de pasión. Y la de un aficionado por su club es una de las más poderosas.

Valga esta introducción para señalar que la decisión de trasladar la celebración de un partido de la liga española a Miami supone no solo la violación del principio de igualdad competitiva entre los clubes —además de, posiblemente, conculcar derechos de los futbolistas—, sino que además afecta a un aspecto nuclear del fútbol desde sus orígenes: la vinculación de los clubes con sus barrios, pueblos o ciudades. Romper esos lazos contribuye de manera decisiva a quebrar la identidad personal y la cohesión social a la que contribuyen los clubes de fútbol con el medio que los rodea.

Sin embargo, este argumento parece rebatido por la realidad. Los clubes cada vez más ganan aficionados no solo fuera de las ciudades de las que son originarios, sino también de otros países y de otros continentes. Es más, estos se convierten en leales y fieles seguidores de los partidos y, además, en asiduos y recurrentes compradores de camisetas o de los abonos de televisión para ver sus encuentros desde cualquier rincón del planeta. Es decir, que como una mancha de aceite, la comercialización del fútbol no trastoca las identidades locales, sino que las amplía, provocando lazos con aficionados de otros territorios por muy lejanos que estén estos.

Sin embargo, la política de sustraer los partidos del territorio y de la cercanía de los aficionados, en la medida que pueda generalizarse, es un salto cualitativo en esa tendencia de primar los propósitos comerciales por encima de los intereses de los aficionados. Supone, en realidad, un golpe simbólico al corazón del fútbol como fenómeno social y cultural de un barrio, de un pueblo o de una ciudad. Un club de fútbol no es una empresa preocupada exclusivamente por aumentar los márgenes de beneficio. ¿Quién de los millones de compradores de un ordenador o de un coche conoce dónde está radicada la sede social de la marca que han adquirido? Sin embargo, un club casi siempre lleva el nombre de su ciudad en su denominación, de forma que se convierte en un simbólico, pero poderoso, representante de aquella o, incluso, del país donde están radicados.

Si el experimento que propone LaLiga y secunda la Federación Española de Fútbol, y de manera excepcional —e hipócrita— ha autorizado la UEFA, triunfa… ¿Quién impedirá que se vuelvan a proponer nuevos traslados? De este modo, el partido en Miami no representa solo una mera innovación organizativa y de generación de beneficios económicos, sino un síntoma del desarraigo que amenaza al fútbol contemporáneo. A fuerza de perseguir mercados emergentes, corre el riesgo de extraviar sus raíces y de alienar a quienes lo sostienen con su lealtad cotidiana. Convertir el fútbol en un producto global sin territorio puede ser rentable, pero también contribuye a vaciarlo de sentido. Porque un club que ya no pertenece a sus seguidores corre el riesgo de convertirse en un club sin alma… como una compañía cualquiera que posee clientes y es rentable, pero perderá lo que distingue a un club de una empresa: la lealtad inquebrantable de sus socios y aficionados.

Disociar al fútbol de un territorio no es solo una sangría geográfica. Es también emocional y las víctimas son los aficionados. Y es que para estos, un partido de domingo al que no poder asistir porque se juega a miles de kilómetros es tan triste como para un torero estar al otro lado del telón de acero.

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