Muere Rovellet, el ‘cavaller’ de la pilota valenciana, un genio en los rebotes que llevaba siempre un peine en el bolsillo
El deportista era la elegancia personificada en forma y fondo. Jamás una palabra soez, un grito o un insulto
Antonio Reig Ventura, Rovellet, mito viviente de la pilota valenciana, murió en la noche del domingo a los 92 años en su casa de la calle Pelayo de Valencia. Allí vivía Tonín, justo al lado del trinquet de Pelayo, el sanctasanctórum de la pilota valenciana, un recinto deportivo en funcionamiento desde el año 1868 que para este deporte, con ocho siglos de historia en tierras valencianas, ha sido como unir el ...
Antonio Reig Ventura, Rovellet, mito viviente de la pilota valenciana, murió en la noche del domingo a los 92 años en su casa de la calle Pelayo de Valencia. Allí vivía Tonín, justo al lado del trinquet de Pelayo, el sanctasanctórum de la pilota valenciana, un recinto deportivo en funcionamiento desde el año 1868 que para este deporte, con ocho siglos de historia en tierras valencianas, ha sido como unir el Madison Square Garden, Maracanà, Las Ventas, el Circo Máximo y La Scala de Milán.
Allí, en la Catedral, con solo quince años, fue donde Rovellet, el hijo del Rovell de Dénia, debutó como pilotari el 15 de mayo de 1947. Aquella era una València de posguerra. Una ciudad de cartilla de racionamiento, estraperlo, limpiabotas en la plaza del Caudillo, represión lingüística al valenciano y carteles de prohibido blasfemar y jugar a pelota en la calle. Y en ese escenario, moviéndose sobre las losas del trinquet como un malabarista que desafiaba las leyes de la gravedad en los rebots, Rovellet dominó la pilota valenciana durante un cuarto de siglo. Siempre con un peine en el bolsillo.
En mitad de la partida, Rovellet entraba al vestuario y se repeinaba. Su indumentaria lucía siempre blanca inmaculada bajo la faixa roja que distingue al campeón. Él era la elegancia personificada en forma y fondo. Jamás una palabra soez, un grito o un insulto. Rovellet era el retrato perfecto del cavaller de la pilota valenciana, quizá el último deporte donde los jugadores todavía hoy levantan la mano y reconocen ellos mismos una falta sin necesidad de VAR y ojos de Halcón ni la tentación pícara de la trampa o el engaño, aun habiendo títulos en disputa o el dinero en juego de las apuestas, conocidas como travesses. Siempre la honestidad por delante. La nobleza. El valor de la palabra y la entereza. Por eso lo llaman joc de cavallers.
Y entre todos los cavallers sobresalió Rovellet, que alargó su trayectoria profesional hasta los 47 años –año 1979, ya en democracia y a las puertas del autogovern– sin nunca jamás haberse lesionado. Ese es el hombre cuyo adiós terrenal deja huérfana a la càtedra de Pelayo. El pilotari que personificaba una València en extinción desde esa calle Pelayo, el chinatown de la capital del Túria donde hoy se escucha más hablar en chino que en valenciano y donde los pisos turísticos superan a las casas familiares que pasan de padres a hijos, como aquel hogar del número 8 desde el que el pequeño Tonín miraba, embelesado, el vuelo de la pilota de vaqueta en las partidas de Quart, Mora, Llíria o el Lloco, una época dorada para la pilota valenciana. Su adiós, que cierra una amarga trilogía con la desaparición de Juliet d’Alginet en 2015 y de Paco Cabanes, el Genovés, en 2021, azuza la melancolía por un deporte tan orgulloso de su pasado como temeroso ante su futuro profesional.
Un día de tantos, en Pelayo, le conté a Rovellet que mis tíos abuelos habían sido los hermanos Viguer. Él los conocía bien. Es una historia curiosa de los años 50 que refleja el encanto y la injusta mala fama que rodeó a la pilota valenciana durante décadas. Resulta que el pequeño de los Viguer, Paco, se había enganchado a la pilota y cada semana iba a Pelayo. Su madre, Rafaela, se angustió. Lo veía como un vicio. Un peligro. Sobrevolaba el fantasma de la ruina por las apuestas. Por eso mandó a Pelayo a sus dos hermanos mayores, Germán y Juanjo, con una misión: sacar a su hermano Paco del trinquet y convencerlo de que la pilota era una pérdida de tiempo y de dinero.
Esa era la intención. Quién podía imaginar el desenlace.
Quién podía haber previsto que Germán y Juanjo quedarían magnetizados por el carisma de Rovellet y la fuerza histórica de Pelayo y que ya nunca abandonarían el trinquet. Los tres. De Germán colgarían fotos con Rovellet en el bar de Pelayo. A Juanjo lo seguirían mentando durante muchos años los aficionados más viejos cuando una pelota se marchaba “per la galeria de Juanjo”, la galeria llarga de Pelayo. Y a Paco, que se lo llevó el asma a los 47 años, el público de la catedral le dedicó un minuto de silencio.
Ese minuto de silencio sonará irrepetible cuando esta semana se le dedique en tantos trinquets, y especialmente en Pelayo, a Rovellet, que será enterrado este martes en el cementerio municipal de Valencia (16.00). Quién sabe si le pondrán un peine en el bolsillo. Todo es posible. A él, una vez, le preguntaron por qué devolvía la pelota al aire sin dejarla botar cuando impactaba en el tamborí, si así era más difícil. Él respondió como solo podrían haberlo hecho Fausto Coppi, Bobby Fischer, Nadia Comaneci, Ayrton Senna, Joe Frazier o George Best. Rovellet dijo: “Lo otro lo hacen todos. Yo tengo que hacer algo diferente”.