Kilian Jornet y el ‘elogio del fracaso’
El alpinista catalán intenta el Everest por la comprometida arista oeste, cae en una avalancha y celebra su intento, puro contraste con los sinsentidos de las rutas normales
El guipuzcoano Alberto Iñurrategi fue durante años el alpinista más joven en escalar sin oxígeno artificial el Everest, a los 23 años. De haber nacido en Estados Unidos y no en Aretxabaleta, sería millonario, le aseguró una vez un empresario americano. En cambio, siempre consideró que no había mérito alguno en una ascensión com...
El guipuzcoano Alberto Iñurrategi fue durante años el alpinista más joven en escalar sin oxígeno artificial el Everest, a los 23 años. De haber nacido en Estados Unidos y no en Aretxabaleta, sería millonario, le aseguró una vez un empresario americano. En cambio, siempre consideró que no había mérito alguno en una ascensión compartida con su hermano Félix y elevada a los altares en el País Vasco.
Una de sus charlas audiovisuales más celebradas lleva un título que es una declaración de principios: ‘Elogio del fracaso’, una clase maestra acerca de lo que significa realmente perseguir el sueño de escalar montañas. Ni Alberto Iñurrategi fue un fracasado ni lo es ahora Kilian Jornet, quien acaba de anunciar que su cita con el Everest ha terminado sin cima en una primavera en la que al menos se han colado 500 personas en el techo del planeta. Ya de regreso, el atleta catalán ha explicado en sus redes sociales su viaje particular, su satisfacción por haber podido hincarle el diente a un sueño: seguir los pasos del recientemente fallecido Tom Hornbein y de Willy Unsoeld en la arista oeste del Everest, los dos primeros que se aventuraron por un terreno desconocido para el ser humano en 1963.
También ha logrado algo que casi todos han olvidado ya: el Everest merece un respeto, sigue siendo un lugar en el que las aventuras auténticas son posibles y que, por extraño que parezca, estas pueden coexistir con el mayor de los absurdos: colas para subir o bajar de la montaña. La arista oeste es un balcón alucinante y una metáfora de la distancia que media entre lo emocionante y lo banal. Kilian Jornet pasó varios minutos en dicha arista observando las hileras de escaladores que, a su derecha, en la vertiente sur, avanzaban camino de lo más alto.
Idéntica imagen pudo ver a su izquierda en el lado norte o tibetano. Y él, entre dos mundos, tan aislado como si estuviese en la Luna, tan ansioso y alerta como lo estuvieron los primeros que pasaron por ahí, Hornbein y Unsoeld, en 1963. Pese a todo, Jornet se pregunta si “¿acaso (su) expedición fue un fracaso?” y se responde así: “No llegué a la cima de la montaña que tenía en mente, pero sí conseguí todo lo demás. Para mí es mucho más importante el cómo que el qué y, en este sentido, este ascenso al Everest fue perfecto. Fue como un gran rompecabezas en el que fui completando todas y cada una de las piezas menos una, la cumbre”.
A diferencia de Jornet, ni Hornbein (un tipo enjuto y con aires de elfo) ni Unsoeld (alto y de complexión pesada) eran atletas de élite. Ambos adoraban escalar y explorar. Ya en 1963 les pareció ridículo seguir la ruta normal de la montaña cuando existían objetivos vírgenes, atractivos y obvios como la preciosa arista oeste. Deseaban abrazar una aventura. Para convencer a su jefe de expedición, Horbein se aferraba a una fotografía borrosa en la que se veía la parte superior de la arista, un terreno de roca que a esa altitud podría resultar infranqueable, pero cortado de forma vertical por una canal de nieve: si lograban alcanzarla su progresión resultaría sencilla y ahí residiría la clave de su éxito. La canal fue bautizada como corredor Horbein, y por ella transitó Kilian Jornet tras no pocos apuros.
“La ruta es preciosa. Fue un placer seguir sus pasos (de Hornbein y Unsoeld) durante unas horas. Mi ascenso empezó por un corredor empinado que me llevó hasta la arista oeste. Las condiciones eran horribles: hielo azul bajo una capa superior de nieve profunda. ¡Durante 1.000 metros (de desnivel) estuve haciendo dos pasos hacia arriba y uno hacia abajo!”, se lamentaba.
En la arista, el fuerte viento le obligó a refugiarse durante tres horas bajo una cornisa. “Cuando el viento disminuyó, continué avanzando por la arista oeste y atravesé un terreno mixto hasta los pies del corredor Horbein. Allí me sentí muy cómodo y las condiciones eran perfectas”, narra. Pero todo pudo acabar en pesadilla cuando rompió una placa de viento que desencadenó una avalancha que le arrastró cerca de 50 metros. Con el susto en el cuerpo, decidió dar media vuelta, la nariz pegada a la pantalla de su GPS, sin visibilidad en mitad de una nevada que además había borrado sus huellas. “En definitiva, fue un gran día en la montaña en el que todo fue más que perfecto, excepto que no llegué a la cima”, zanja.
Puede que el periplo de Jornet se diese exactamente el día del 60 aniversario del ascenso de Hornbein y Unsoeld, aunque el catalán no ha especificado la fecha de su intento. Horbein vivió hasta los 92 años, pero le faltaron un par de semanas para celebrar la fecha que nunca olvidaron: el 22 de mayo de 1963. Hornbein nunca llegó a entender las imágenes de los atascos en la cercanía de la cumbre. Esta temporada, las numerosas ventanas de mal tiempo han evitado masificaciones en lo más alto del Everest, pero no atascos propios de una estación de metro en la cascada del Khumbu, el glaciar retorcido que conduce desde el campo base hasta el primer campo de altura.
El vídeo en el que muchos montañeros se apelotonan esperando turno para subir por una escalera y superar un resalte de hielo, ha escondido una alarmante cifra de fallecidos: 11, a los que podrían sumarse varios desaparecidos. El fracaso, dicen los alpinistas de raza, es no intentarlo. Otros consideran, en cambio, que fracasar es no regresar. Definitivamente, Kilian Jornet sabe que su Everest no ha sido un fracaso.
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