Solo y sin oxígeno artificial en la cima del Everest: cada paso es una agonía
El guía y alpinista alemán David Goettler alcanzó el techo del planeta el pasado 21 de mayo tras años de entrenamientos, colas a evitar, materiales de última generación y toneladas de sufrimiento
Icono del consumismo hecho montaña, el Everest ha perdido su aura mágica para abrazar un turismo de selfi y pompa en las redes sociales. Aun así, alcanzar el llamado techo del planeta por alguna de sus dos rutas normales sin emplear oxígeno artificial sigue siendo un reto sumamente serio incluso para alpinistas profesionales, un desafío fisiológico de primer orden. Hacerlo de esta manera limpia por una ruta distinta, que requiera escalar de verdad, es casi inhumano. Se cuentan 10.700 ascensiones desde 1953, año en ...
Icono del consumismo hecho montaña, el Everest ha perdido su aura mágica para abrazar un turismo de selfi y pompa en las redes sociales. Aun así, alcanzar el llamado techo del planeta por alguna de sus dos rutas normales sin emplear oxígeno artificial sigue siendo un reto sumamente serio incluso para alpinistas profesionales, un desafío fisiológico de primer orden. Hacerlo de esta manera limpia por una ruta distinta, que requiera escalar de verdad, es casi inhumano. Se cuentan 10.700 ascensiones desde 1953, año en el que el apicultor neozelandés Edmund Hillary y el nepalés de la etnia sherpa Tenzing Norgay pisaron por vez primera la codiciada cima. Ambos portaban a sus espaldas cilindros conectados a una máscara que les permitía respirar oxígeno embotellado para compensar la disminución de la presión atmosférica. Desde entonces, solo 220 del total de ascensos se han completado sin emplear oxígeno embotellado.
En la década de los 60, estudios científicos determinaron que en el techo del planeta, el ser humano solo podría sobrevivir en posición de descanso, sin caminar ni hacer otra cosa que respirar para seguir vivo, y eso si su cerebro no sufría daños irreparables debido al menor aporte de oxígeno. En 1978, el surtirolés Reinhold Messner y el austriaco Peter Habeler contradijeron los vaticinios científicos y se colaron en la cima del Everest sin usar oxígeno artificial. Habeler tenía tanto miedo a las consignas médicas que en los campos de altura no podía dormir ni atiborrándose de somníferos. El esfuerzo físico para alcanzar su objetivo fue tan descomunal que alcanzaron la cima arrastrándose, literalmente. Messner pasa por ser el mejor alpinista de la historia y Habeler era un himalayista de élite. Su ejemplo, lejos de animar a la comunidad de alpinistas a prescindir del oxígeno artificial, desanimó a la parroquia: si estos dos habían sufrido como perros, el resto agonizaría hasta la muerte.
El guía de montaña alemán y alpinista profesional David Goettler ha escalado la pasada primavera el Everest sin usar oxígeno embotellado, empleando la ruta original desde Nepal. Gastaba su quinto permiso de cima para tres viajes. En 2021, lo intentó junto a Kilian Jornet, pero el calor los dejó fundidos el día clave. En 2019, el año de las colas virales en el techo del planeta, de los muertos esperando un sitio en la cima, decidió abandonar: no había manera de hacerse paso entre la muchedumbre. Goettler reside a caballo entre Cantabria y Chamonix y, pocos días después de su retorno de Nepal, aparece aún consumido por el esfuerzo: “Perdí unos seis kilos (pesaba 66 kg para 1,75 metros al inicio de la expedición) y al regresar no podía parar de dormir”, relata riéndose.
Para medirse al Everest sin oxígeno, Goettler necesitaba una jornada de altas presiones y tiempo más bien cálido, pero tuvo bajas presiones y sufrió temperaturas de 30 grados bajo cero. Necesitaba vientos débiles y los tuvo. Necesitaba el menor tráfico posible, y cuando las oleadas de cima se sucedieron, esperó un poco y lanzó su ataque: estuvo solo en la cima y apenas se cruzó con media docena de aspirantes en su trayecto final. Necesitaba estar en forma y así lleva años, entrenado por uno de los mejores especialistas, corriendo por la montaña cerca de 100 kilómetros semanales, esquiando, escalando… Necesitaba ser ligero y, de la mano de sus patrocinadores, diseñó prendas versátiles y complementos minimalistas buscando la eficiencia absoluta: nadie le ayudaría a subir y bajar su equipo, ningún sherpa montaría su tienda, fundiría la nieve por él, ni le cuidaría. Iba a estar solo aunque hubiese tenido la mala fortuna de coincidir con 50 más el día de cima. El que circula sin oxígeno es un pájaro tan raro como aparentemente débil, y en caso de contratiempo, lo normal es morir ahí mismo. Por todo esto, finalmente, iba a necesitar ser autónomo, cualidad que casi nadie observa en el Everest e iba a necesitar que su organismo no le traicionase. “Alcancé el campo 4 por la tarde y me centré en montar la tienda y recuperar, hidratándome todo lo posible. A las nueve de la noche, al carecer de saco, comprendí que estaba perdiendo muchas energías tratando de mantener el calor, y vi que la intensidad del viento se había rebajado mucho. Así, a las 9.30 comencé a caminar”, recuerda Goettler. Le separaban de la cima 950 metros de desnivel. El mejor tiempo conocido en un kilómetro vertical de montaña tiene por dueño a Kilian Jornet: 28 minutos y 47 segundos para 977 metros positivos en 1,77 kilómetros. La distancia entre el campo 4 y la cima del Everest en su vertiente sur es, según el reloj gps de David Goettler de 1,60 kilómetros, si bien en el mapa topográfico consultado por este último sería de 2 kilómetros. Cifras similares a la del kilómetro vertical de Jornet, logrado por debajo de la cota de los 1.800 metros. Goettler invirtió 12 horas y 20 minutos en alcanzar el techo del planeta. Seis horas largas en regresar a su tienda del campo 4. Son cifras tremendas que hablan de una “agonía, algo angustioso”, recuerda el alpinista alemán. Poco después de alcanzar los 8.500 metros, su rendimiento empezó a caer en picado. Empezó el sufrimiento: la intensidad del viento creció, moviendo la nieve y tapando parcialmente la huella: “Apenas eran uno o dos centímetros, pero me hacía resbalar y eso aumentaba mi esfuerzo. Entonces, daba un paso, respiraba cuatro veces como una locomotora, daba otro paso, respiraba cuatro veces… así durante horas. National Geographic instaló el pasado 9 de mayo una estación meteorológica a 8.810 metros, cuya información es preciosa para las expediciones y para el estudio del cambio climático, y me habían asegurado que la cima estaba a su lado. No sé lo que tardé en llegar realmente...”.
Las horas pasaron tratando de mantenerse alerta, marcando las partes claves del ascenso y procurando no perder de vista el punto de no retorno. “Iba muy concentrado, mentalmente despierto y atento a cualquier señal. Como iba solo, hablaba conmigo mismo, repasando mis gestos, lo que me faltaba, recordando que tenía que bajar… Mi llegada a la cima fue tan solitaria como cómica. Quería grabar el momento justo, así que reuní todo lo que llevaba en las tripas para dar cuatro lamentables pasos y que pareciese que andaba con normalidad. Tuve que tirarme al suelo al acabar”, se ríe ahora. Obviamente, “en la cima estaba feliz de no tener que dar ni un solo paso ascendente más. Estaba muy centrado en recordar que tenía que bajar lo antes posible sin cometer errores y sin celebrar nada demasiado pronto”, apunta. Dieciocho horas después de salir de su tienda, regresó junto a ella, se sentó e invirtió tres horas más en completar una tarea que a nivel del mar le llevaría 30 minutos: “Me decía que tenía que fundir nieve, beber, recoger mis cosas, meterlas a la mochila… pasaban diez minutos y no había movido ni un dedo. Funcionaba a cámara lenta”. Finalmente, logró descender hasta el campo 3 (7.300 metros) notando cómo mejoraba cuanto más descendía. Al día siguiente alcanzó el campo base. Sabe que nunca abandonará esa cumbre.
El equipamiento de David Goettler para alcanzar la cima del Everest
Puedes seguir a EL PAÍS Deportes en Facebook y Twitter, o apuntarte aquí para recibir nuestra newsletter semanal.