Federico, la vida entendida como lucha
Desde chaval, Bahamontes se dedicaba a la rebusca; un verano, recogiendo con ímpetu estajanovista fruta picada, consiguió comprarse por piezas una bicicleta cochambrosa. Su puerta a otra vida
La primera sorpresa con Bahamontes es que no se llamó Federico, sino Alejandro. Federico era un tío suyo que abogó por que le pusieran su nombre, pero la familia prefería Alejandro y como tal salió cristianado de pila. Solo que el tío no se rindió, apostó por llamarle Fede y poco a poco cedió toda la familia y con Fede se quedó. Me alegro de que aquel hombre tozudo sacara a la larga su propósito. No me imagino a Fede llamándose de otra manera. Si bien eso le produciría con los años no pocos problemas en papel...
La primera sorpresa con Bahamontes es que no se llamó Federico, sino Alejandro. Federico era un tío suyo que abogó por que le pusieran su nombre, pero la familia prefería Alejandro y como tal salió cristianado de pila. Solo que el tío no se rindió, apostó por llamarle Fede y poco a poco cedió toda la familia y con Fede se quedó. Me alegro de que aquel hombre tozudo sacara a la larga su propósito. No me imagino a Fede llamándose de otra manera. Si bien eso le produciría con los años no pocos problemas en papeleos y registros.
-¿Cómo que Alejandro Martín Bahamontes? Ese será su hermano…
Pero no tenía hermanos, sino hermanas, cómplices las cuatro con él en su afán por ser ciclista. El padre no quería fantasías, y había visto la cara de perro de la vida: peón caminero (Fede nació en la caseta al borde de la carretera), segador, jornalero en la recogida, guardés del cigarral de un acomodado, lo que casi le cuesta ser fusilado por los milicianos. Fede desde chaval se dedicaba a la rebusca; un verano, recogiendo con ímpetu estajanovista fruta picada, consiguió comprarse por piezas una bicicleta cochambrosa. Su puerta a otra vida.
Tenía un amigo-compinche, otro biciherido, que disponía de un tesoro: un teléfono. La hermana era taquillera del cine y ellos se colaban furtivamente en horas en que el teléfono no estaba en uso para las reservas y se dedicaban a llamar a pueblos de Toledo o provincias limítrofes para preguntar si había carreras y apuntarse. Así desplegaban una vida activa y dura: viaje en bici, carrera, premio (un queso, un jamón, naranjas, vino, a veces unas perras), regreso con cena en la cuneta y noche al claro, comidos por los mosquitos, pero felices.
El arco se fue abriendo a provincias limítrofes con las limítrofes. Siempre la misma afición, la misma lucha, la misma camaradería de centauros de dos ruedas. Un día, regresando de Burgos, pararon en Somosierra, en la puerta del Hotel Mora, donde despacharon dos barras de pan y cuatro naranjas. Estaban a unos 100 kilómetros de Madrid, 170 de Toledo, y decidieron que apretando llegarían a dormir a casa. Pero he aquí que entrando en Madrid se habían olvidado dos tubulares arriba. Para ellos eso era un quebranto económico inasumible, así que regresaron, ya de noche, a por ellos, que felizmente seguían allí, como perrillos abandonados.
La oposición del padre cesó cuando corrió la Vuelta a Ávila, de la que fue segundo por una avería fatal, pero ganó la montaña. En una semana ganó más del doble que su padre en todo un verano de afanes.
Rodando en invierno por los alrededores de Toledo le descubrió un tipo curioso, Evarist Murtra, que vendía por España persianas de Gladolux. Murtra tenía vocación de mecenas, gustaba apoyar a jóvenes promesas en cualquier actividad. Tuvo entre sus apadrinados a Carlos Lapetra y a Juan Beca Belmonte. A Bahamontes le siguió durante kilómetros, admirado de su ritmo, sobre todo en las subidas, hasta adelantarle y abrirle unas posibilidades fascinantes: Barcelona, equipo serio, rodaje en pista, formación integral.
El resto vino rodado. Esas ascensiones empujando carretas de frutas por las homicidas cuestas de Toledo, esos recorridos por la meseta en busca de un magro premio y de una sandía robada en la cuneta para reponer fuerzas, ese ejercicio de determinación fanática, que incluía abstinencia sexual absoluta en verano y práctica solo dos veces al mes en invierno.
De ahí y de su condición natural surgió un ciclista prodigioso, el mejor escalador que el mundo haya conocido. Genial, excéntrico, vedette, rebelde… quizá pudo hacer más. Bueno, realmente pudo hacer más. Pero a los que vivimos de lleno su victoria en el Tour de 1959 y sus segundo, tercer y cuarto puestos, más sus seis victorias en el Gran Premio de la Montaña, fue más que suficiente.
Gracias, Fede, por aquellos veranos inolvidables.
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