“Yannick Noah era aire fresco, enganchaba”
El francés es el último campeón masculino de su país en un grande, hace 40 años en París. El tenis de hoy día le aburre y lamenta los rígidos corsés del sistema actual
“Pero, ¿dónde está? ¿Alguien sabe dónde está Yannick?”.
Son las dos de la tarde y en la organización de Roland Garros se percibe cierto nerviosismo. El espectáculo comienza en media hora y, de momento, no hay el más mínimo rastro de Noah, aunque la preocupación es relativa en realidad. “No ha dicho nada y todavía no ha venido... Pero es Yannick, y todos sabemos cómo es, cómo se las gasta. Aparecerá, seguro que en algún momento aparecerá. ¡Sin él no hay concierto!”, comenta un empleado del torneo a este periódico. El paso de los minutos termina dándole la razón y sobre el escenario, desc...
“Pero, ¿dónde está? ¿Alguien sabe dónde está Yannick?”.
Son las dos de la tarde y en la organización de Roland Garros se percibe cierto nerviosismo. El espectáculo comienza en media hora y, de momento, no hay el más mínimo rastro de Noah, aunque la preocupación es relativa en realidad. “No ha dicho nada y todavía no ha venido... Pero es Yannick, y todos sabemos cómo es, cómo se las gasta. Aparecerá, seguro que en algún momento aparecerá. ¡Sin él no hay concierto!”, comenta un empleado del torneo a este periódico. El paso de los minutos termina dándole la razón y sobre el escenario, descalzo y con una visera retro, empuña el micro Noah, que canta, brinca, corretea y agita la central de París. En un determinado instante, se une a él Mats Wilander, otro viejo rockero, la otra mitad de ese episodio que ahora recuerda Francia con tanto orgullo y alegría como nostalgia: Yannick, un antes y un después para el tenis galo. Ni un solo hombre se ha coronado en un grande desde que lo hiciera él en 1983, cuarenta años ya de aquello; sí varias mujeres, de Amélie Mauresmo a Marion Bartoli, pasando por Mary Pierce, pero nadie en el territorio masculino de la ATP.
Recuerda la historia que lo hizo Noah (Sedan, Francia; 63 años) ese 5 de junio en el que rindió al nórdico Wilander, el campeón de la edición anterior. 6-2, 7-5 y 7-6(3), la bandera jamaicana en la muñeca derecha –“por el amor que sentía por Bob Marley” – y un interminable abrazo con su padre Zacharie, modesto futbolista camerunés que emigró en busca de otra vida y que saltó de la tribuna a la arena. “Soñaba con ello, cuando tenía 16 años dormí durante un año en ese estadio. Era mi casa, era mi momento”, rebobina el galo ante los periodistas, agradecidos por la profundidad de su discurso y la riqueza de las reflexiones. Es Noah, ya se sabe; mucho más que un tenista. El último bohemio de la raqueta. El navegante, el reggae, el rasta; el poeta que descendió alguna que otra vez a los infiernos; el tipo con un discurso políticamente incorrecto, otro símbolo de aquella Francia multirracial, orgullo de las grandes minorías del país.
“Es la primera vez que canto aquí, en la Chatrier; me siento más cómodo con la raqueta… En breve me voy de gira. Cuando perdía jugando, decía que era cantante, y cuando ahora meto la pata en el escenario, digo que soy tenista. Mi carrera como músico ha durado mucho más que como jugador”, bromea. “Cada 10 años, suelo recordar que fui tenista. Y ahora recuerdo aquella victoria, que fue muy especial, porque ningún francés había ganado un Grand Slam en 37 años y desde entonces nadie lo ha conseguido de nuevo”, prosigue, reconociendo que hoy día apenas sigue su deporte porque sencillamente, al juego actual no termina de encontrarle demasiado atractivo. “No sé sus nombres, y si tuviera que reconocerlos aquí y ahora, decir quiénes son, no podría. Hace unos años seguía a [Ugo] Gaston y sé que luego llegó [Ugo] Humbert… Pero poco más”, responde refiriéndose a los actuales representantes del tenis francés.
Actualmente, Noah vive a caballo entre París y el distrito de Etoudi (Camerún), donde creció de los 2 a los 12 años; localizado a 7.000 kilómetros de Roland Garros. Allí ejerce de jefe tradicional, al haber heredado el título de su padre tras la muerte de este en 2017. “Soy francocamerunés desde el primer día. Llevo 50 años viviendo aquí y en el extranjero. He hecho toda mi carrera en Francia y tengo todos mis amigos en Francia. Pero en algún momento de mi vida, sentí la necesidad de volver allí [Camerún] para descubrir la otra parte de mí, mis raíces africanas. Es muy enriquecedor. Estoy muy contento de poder vivir esta doble cultura en mi vida”, aprecia estos días, en los que la organización del torneo le homenajea y los franceses evocan su gesta, la victoria contra Wilander y también el triunfo previo contra el rudísimo Ivan Lendl en las semifinales.
“Superdotado”, como Nadal y Jordan
“Le tocó lidiar con él, McEnroe, Edberg, Becker…”, cuenta a este periódico Emilio Sánchez Vicario, que se midió dos veces con él; una en Estocolmo (1985) y la otra, precisamente, en el Bois de Boulogne (1988); perdió en Suecia y venció en París. “Era un superdotado físico, y ahí marcaba la diferencia. Tenía una estructura parecida a la de Nadal o Jordan, de fibras rápidas; cubría mucha pista, era un muro en la red y planteaba batallas, una guerra, pero le faltaba juego de fondo y golpes definitivos para desbordar. Al resto de los franceses les faltaba fuerza y les sobraba la técnica, y en su caso era al revés. Por eso solo ganó ese Roland Garros [su único major]. Era la máxima expresión del físico en el deporte, y cuando dependes tanto de tu físico, si el entrenamiento baja va mermando también el rendimiento; a él le interesaban otras cosas, y fue perdiendo competitividad”, prolonga el madrileño.
Coincide Manolo Orantes. “Era muy fuerte, muy agresivo. Entonces se jugaba todavía con raquetas muy pesadas y no era fácil mover la bola; al ser así, él tenía un extra. Voleaba muy bien. Si hubiera tenido una mentalidad diferente hubiera ganado más grandes. Le gustaba bailar, la música… Tenía otras inquietudes más allá del tenis. Y era un poquito dejado, por decirlo de alguna manera; en ese sentido, se parecía a Nastase. Podía haber llegado mucho más lejos, porque la disciplina en nuestro deporte es fundamental”, afirma a EL PAÍS el campeón del US Open y el Masters de 1975; tres veces se enfrentaron, 2-1 favorable a Noah.
“Tenía muchísimo carisma, conectaba con el público. Era aire fresco. Como lo hace ahora Carlos Alcaraz, enganchaba. Generaba emociones y tiraba mucho del público, consciente de que podía. Desde Arthur Ashe, no había un jugador negro que despuntase tanto y que tuviera tanta ambición. Era reivindicativo y un símbolo. Alguna vez se ha equivocado…”, matiza Sánchez Vicario, en referencia a las ambiguas declaraciones que hizo en su día sobre los deportistas españoles, asociando sus éxitos a una “poción mágica” y trayendo a colación la Operación Puerto [que destapó una gran trama de dopaje en el ciclismo, con el doctor Eufemiano Fuentes a la dirección]. Posteriormente, en una entrevista concedida a este medio durante un torneo de veteranos en Marbella, remarcó su “respeto” por el mallorquín y alegó que nunca había dicho nada contra él. Ese mismo año, 2017, su hijo Joakim, entonces jugador de los Bulls de Chicago, fue suspendido 20 partidos por consumo de una sustancia prohibida.
El código de conducta
Alma libre, Noah se ha distanciado profesionalmente del tenis y del rígido sistema de funcionamiento actual. Como jugador, en 1990 le puso freno a su carrera y luego hizo algunos amagos de regresar que cesaron en 1996. Colgó la raqueta con 23 títulos de la ATP y lo que observa ahora, no le convence. “El tenis, como la sociedad, ha evolucionado”, introduce. “Pero el código de conducta ha roto muchas cosas”, sentencia.
“No conozco ningún aficionado al que le gustase McEnroe por su resto. ¡John rompía raquetas y gritaba! Algunos le adoraban y otros le odiaban, pero generaba un ambiente y había un vínculo que iba más allá del juego. También estaba Connors… Ahora, hasta las ruedas de prensa están cronometradas. Cuando voy a ver un partido de tenis, voy a ver un espectáculo; si dura tres horas y media y los chicos están metiendo bolas durante todo ese tiempo, me aburro a la media hora, sabiendo como jugador que meter una bola dos veces seguidas es una locura, no lo he hecho en mi vida... Quiero algo más, quiero emoción, quiero que pase algo más. Y luego están las redes sociales… Lo que más me sorprendió negativamente cuando volví, después de 20 años sin ser capitán, fueron los teléfonos y todo eso. Me sorprendió que todos estuvieran tan intoxicados por eso. Yo no estaba preparado para ello”, cierra Noah. Ayer, hoy y siempre, fiel a sí mismo.
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