De Betancourt a Vinicius, una persecución que empezó en los noventa
Desde Larbi Ben Barek, el primer jugador negro venido del exterior, a los Balde o Nico Williams, los últimos en vestir la roja, esta es la historia de los futbolistas de raza negra que pasaron por la liga
Salvo error u omisión, el primer jugador de piel oscura en nuestro fútbol debió de ser Francisco Betancourt, un barcelonés hijo de padre cubano y madre catalana, al que conocí cuando, ya muy mayor, era asiduo al local de la asociación de veteranos del Barça, que entonces presidía Kubala. Nacido en Barcelona en 1913, era un extremo derecho habilidoso que despuntó en el Badalona, pasó al Sabadell y llegó al Barça ya con 28 años. Jugó allí un par de temporadas, la 42-43 y 43-44, ni del todo titular ni del todo suplente, dejando el apreciable saldo de 24 partidos y 11 goles. Le recuerdo como un an...
Salvo error u omisión, el primer jugador de piel oscura en nuestro fútbol debió de ser Francisco Betancourt, un barcelonés hijo de padre cubano y madre catalana, al que conocí cuando, ya muy mayor, era asiduo al local de la asociación de veteranos del Barça, que entonces presidía Kubala. Nacido en Barcelona en 1913, era un extremo derecho habilidoso que despuntó en el Badalona, pasó al Sabadell y llegó al Barça ya con 28 años. Jugó allí un par de temporadas, la 42-43 y 43-44, ni del todo titular ni del todo suplente, dejando el apreciable saldo de 24 partidos y 11 goles. Le recuerdo como un anciano bondadoso, que hablaba con cariño del fútbol de aquellos años. No me dijo que sufriera nunca acoso de ningún tipo.
Tras Betancourt, el primer jugador negro venido del exterior fue Larbi Ben Barek, nacido en 1914 en Casablanca, en lo que entonces era el Marruecos francés, pero de piel íntegramente negra. Procedente del Stade Français de París, le trajo al Atlético el genial Helenio Herrera cuando ya andaba por los 34 años declarados. Existe la creencia, casi certeza, de que Helenio Herrera le alteró la fecha de nacimiento en dos años para hacerle pasar por más joven, cosa que ya hizo tiempo atrás consigo mismo. Era un interior en la clásica WM, jugador de construcción y llegada, de extraordinarias habilidad y cabeceo, que levantaba al público de sus asientos. En seis temporadas, en las que jugó 114 partidos con 58 goles, ganó la Liga y la Copa Eva Perón, antecedente de la Supercopa. Cualquier hincha atlético del periodo clásico le colocaría en el once ideal de la historia del equipo de sus amores, a pesar de que fuera de casa no rendía tanto. Su participación en un 3-6 ante el Madrid en Chamartín, rubricando uno de sus tres goles con un bailecito dedicado a los socios madridistas del fondo Norte, fue su momento cumbre.
Con Ben Barek, junto con Chicha, otro marroquí de piel negra que jugó en el Atlético Tetuán, se estableció en España un cliché que duraría muchos años que asoció al jugador negro con el tipo de regateador habilidoso, pero con miedo a los defensas duros, siempre mejor ante su público que en los desplazamientos, con mucho ingenio aunque algo discontinuo. A Chicha se le vio seis temporadas en los campos de Segunda División y una fugaz en Primera, la 51-52. En un partido en el viejo Les Corts le marcó a un penalti a Ramallets que por la descripción que he leído colijo que fue un adelanto de lo que ahora conocemos como penalti de Panenka. Era también de Casablanca y se retiró en la 56-57, con 133 partidos y 53 goles, de los que 11 los marcó en su única temporada en Primera.
Luego vendría Walter, inaugurando una serie de importaciones muy llamativas del Valencia, que lo trajo en la 57-58 de la mano de un técnico, Enrique Cubells, que cruzó el charco en busca de un ‘crack’. Primero se fijó en Pelé, pero le descartó por su cortísima edad. Walter seguía la línea de delantero hábil y miedosillo, mejor para casa que para fuera. Terminó trágicamente, al estrellarse su coche contra la trasera de un camión de refrescos en la carretera de El Saler cuando, en compañía de Coll y Sócrates, iban a Sueca, para festejar el cumpleaños del último. Ocurrió el 21 de junio de 1961 y provocó un gran impacto nacional y verdadera conmoción en Valencia, donde el público se había encariñado con él. Dejaba viuda y un hijo de cinco años. El Valencia le tributó un gran homenaje con un partido ante el Fluminense cuya recaudación fue entregada a la viuda. El estadio se llenó hasta la bandera y ese mismo día el club ché descubrió en el rival al sustituto, el gran Waldo, delantero potente, encarador, con un gran disparo, y un adelantado de todos los brasileños que vendrían después, como Vavá, Indio o Didí, que lanzaba los tiros libres con una técnica singular, llamada ‘folha seca’, que producía pasmo.
Pese a todo, no pudo encajar en el Madrid de aquel tiempo: su fútbol no cuajaba con el de Di Stefano. Y dejó el sello de que al club de Concha Espina no le probaban los negros, que se renovaría ya fallecido Bernabéu, cuando fracasara el segundo intento, el inglés Laurie Cunnigham.
Otro equipo en el que los jugadores negros tuvieron buen encaje en esos primeros sesenta fue el Atlético, donde el angoleño Jorge Mendoza fue figura y el guineano Jones rindió grandes servicios. El primero era un delantero espléndido, un mulato alto, de excelente zancada, enorme clase y excelente cabeceo. Tenía un juego muy similar al que luego vi en Kluivert padre, con la singularidad de jugar siempre con una rodillera, detalle que le daba un peculiar toque dandy. Con el Atlético ganó dos veces la Copa, una la Recopa y otra la Liga. Aquel de primeros de los sesenta fue uno de los mejores equipos que tuvo el Atlético en su historia, un equipo compensado y armónico con nervio y calidad. Una noche de Copa de Ferias, Mendoza marcó tal gol al Dinamo de Zagreb en el viejo Metropolitano que el público se echó al campo a sacarle a hombros como a un torero.
Su influencia en el fútbol se extendió hasta más allá de su retirada, pues el Mallorca le dejó a deber una importante cantidad de dinero y él puso un largo pleito que acabó en el Supremo y creó jurisprudencia al reconocer a los futbolistas como trabajadores por cuenta ajena. Aquello fue la primera piedra para la creación de la AFE.
Con Mendoza jugó en el Atlético Miguel Jones, guineano, hijo de un notable de Guinea Ecuatorial, a la sazón provincia española, que llegó a ser procurador en las Cortes de Franco. Estudió en Bilbao, donde le vio jugar Fernando Daucik, entrenador del Athletic. Su permanencia en el Athletic, entonces formado íntegramente no ya por vascos, sino casi absolutamente por vizcaínos, era imposible por más que se empeñara Daucik, aunque era mucho Daucik, y pasó al Basconia y de ahí al Indauchu, que con él fue tercero en la Segunda División gracias en parte a sus 15 goles. En la 59-60 Daucik había pasado al Atlético y le fichó. Fue titular en las dos victorias en la Copa, ambas en el Bernabéu y ante el Madrid (1960 y 1961), y en la Recopa. Fue el primer jugador negro español. No fue una estrella, pero fue bastante más que un jugador más.
El chófer negro de Llaudet
Tras el Mundial de Chile 1962, en el que España decepcionó como era frecuente en la época (a los de 1954 y 1958 ni siquiera se clasificó) se decidió cerrar la importación de extranjeros sin más excepción que los que pudieran acreditar ascendencia española, lo que difícilmente podría haber hecho un jugador de raza negra. Aquello fue un coladero que dio lugar a la expresión ‘falsos oriundos’.
Y, sin embargo, un negro brasileño sí pasó por aquí en ese periodo, y bien sonado. Fue un caso un poco chusco, que incluyó la primera expresión puramente racista en nuestro fútbol, pronunciada por Enrique Llaudet, presidente del Barça, cuyo desliz hoy sería inimaginable.
Llaudet fichó a Silva, delantero centro de Brasil en el Mundial de Inglaterra de 1966. Aquel no fue un buen mundial de los brasileños, prematuramente eliminados por las patadas que dejaron fuera de combate a Pelé, pero Silva era un buen jugador. Un delantero rápido, potente, con sus dosis de magia brasileña. No era Pelé, pero era figura. Su contratación fue liosa. Pertenecía al Flamengo, pero estaba cedido al Corinthians, por lo que Llaudet hizo numerosos viajes. Un novelón. Al final lo fichó por 180.000 dólares, cantidad que nunca se había entregado en España por ningún futbolista, más 20.000 dólares para él, lo que lo convertía en el mejor pagado de nuestro fútbol. Eso sí, como las fronteras seguían cerradas, por si acaso, le hizo un contrato de un solo año de duración, prorrogable a cinco a voluntad del Barça.
Cuando le preguntaron qué iba a hacer con el jugador si finalmente no podría inscribirlo soltó una frase que incluso entonces se vio poco feliz.
-Es lo mismo. Lo pondré de chófer. Siempre he querido tener un chófer negro.
Hombre razonable, a los pocos días vio que se había columpiado y trató de rectificar, diciendo que si se diera el caso no le importaría ser el chófer de Silva.
El jugador, consciente de que no podría alinearse, retrasaba la venida. Al final, apenas jugó un puñado de amistosos. Y el Barça terminó revendiéndolo en Brasil: al Bangú, por 100.000 dólares, con lo que perdió 80.000. Fue una operación ruinosa.
Por entonces, los negros no eran molestados en los campos españoles. Eran vistos con la simpatía de lo exótico. Había poquísimos, la mayoría de los equipos no tenían ninguno y si recibían insultos nada tenían que ver con el racismo. La mayoría eran delanteros, que tienden a provocar menos las iras de los rivales que los defensas, aunque no sea ese el caso de Vinicius. Negros había tan poquísimos en España que cuando dos se encontraban por la calle se saludaban y charlaban. El racismo no era cuestión en España, básicamente porque no había nadie distinto de nuestra raza en el país salvo un puñado de futbolistas que no llenarían dos taxis.
De aquel periodo sólo tengo anotado un incidente, sobrevenido en situación extrema. Fue el último partido de la Liga 50-51, entre el Sevilla y el Atlético, en el viejo Nervión. El Sevilla saldría campeón si ganaba, en caso contrario lo sería el Atlético. El partido acabó 1-1, con un gol muy polémico anulado al Sevilla por Azón, que estimó que el balón había salido por la línea de fondo antes del pase final. Cuando se retiraban los jugadores, un salvaje lanzó un ladrillo a Ben Barek, autor del gol del Atlético, mientras le gritaba algo así como “¡Vuelve a tu país, negro de mierda!”. Digamos que un tipo capaz de lanzar un ladrillo no es común, no forma parte de la masa, aunque se refugie en ella. En ese sentido, podríamos decir que un insulto así era en la época tan raro como el lanzamiento de un ladrillo.
Los primeros subsaharianos
Las fronteras se abrieron por fin para la 73-74, después de que el Barça encargara a un joven abogado, Roca Junyent, años más tarde uno de los padres de la Constitución, un informe completo sobre todas las irregularidades que acompañaron los fichajes de oriundos, bien falsos como tales, bien con internacionalidad encubierta en su origen. El informe era demoledor y el pacto fue no hacerlo público a cambio de abrir las fronteras. El Barça trajo a Cruyff y Sotil, el Madrid a Netzer y a Mas, el Atlético a Ayala y Heredia…
Y el Valencia, fiel a la línea iniciada con Walter y que continuó Waldo, incorporó a un gran delantero negro, Salif Keita, fichado del Olympique de Marsella, primer Balón de Oro africano. Era natural de Mali, jugaba como delantero centro y debutó en la selección de su país con 16 años. Un diario le recibió con un título muy desafortunado: ‘El Valencia va a por alemanes y vuelve con un negro’, cosa contra la que él protestó educadamente. Era sensacional, un malabarista del balón, aunque pecaba de individualismo, condición que durante mucho tiempo acompañó a los futbolistas subsaharianos, cuyo concepto del fútbol era más lúdico que táctico en aquel tiempo. Debutó con dos goles ante el Oviedo y dejó como mejor recuerdo un golazo sensacional al Atlético de Madrid, con el área sembrada de rojiblancos caídos por sus regates. Le pegaron mucho, sufrió lesiones y al tercer año fue vendido al Sporting de Lisboa para dejar sitio a Kempes, cuya imponente presencia nubló algo su recuerdo.
Durante aquel primer año de la importación fue el único en Primera División, pero no en el fútbol español porque el Sevilla, al que la apertura le pilló en Segunda, contrató a Biri-Biri, de Gambia, con el que regresaría a Primera una temporada después. En Sevilla fue la bomba. Se le fichó del 1901 Nykobing danés, donde estaba tras una incursión fallida en el Derby County. Era velocísimo, parecía desaparecer de un lugar para corporeizarse diez metros más allá, y finalizaba bien ante el portero. Miedoso, eso sí, y era para serlo, porque le pegaban mucho. Es célebre su “señor Benito, no me pegue más”, dirigido al terrible central madridista. Sólo permaneció cuatro años, pero su recuerdo fue tan imborrable que el principal grupo de animación del Sevilla se llama ‘Los Biris’.
A los dos años, una vez nacionalizados los argentinos Ayala y Heredia, el Atlético miró de nuevo a Brasil y trajo a Leivinha, rubísimo, y a Luis Pereira, ambos del Palmeiras, que asombró en el Carranza. Luis Pereira no era delantero, como habían sido casi todos los brasileños traídos hasta la fecha, sino un líbero de calidad desconocida hasta la fecha, de sonrisa permanente, un collar verde de cuentas de plástico y una rara conjunción de sentido lúdico y táctico del juego. Siempre bien colocado, con un ‘timing’ perfecto para el cruce, ninguna dureza y un aire burlón hasta para con los suyos. Tomaba riesgos extremos en el área propia, de los que salía siempre bien. Caía fenomenalmente a todos los públicos, hasta revertía las malas pasiones. En una ocasión le tiraron una lata de cerveza en el Bernabéu, la recogió, pegó un trago y convirtió la bronca en ovación. Lo mismo ocurrió en Mestalla con una naranja que le arrojaron, que tomó del suelo y le dio un bocado. En ocasiones le cantaban aquello de “ya viene el negro zumbón, bailando alegre el foxtrot…”, siempre entendí que sin mala intención. Ganó una Copa y una Liga, regresó a Brasil en 1980, pero con el tiempo se afincó en Madrid, donde ha sido presidente del filial del club. Como a Ben Barek, todo atlético con mirada larga en el tiempo le incluiría en el once histórico del club.
Segundo fracaso del Madrid
En la temporada 79-80, Luis de Carlos, al que le cayó por consenso la tarea de suceder como presidente del Madrid a Bernabéu, fallecido en el verano de 1978, tiró la casa por la ventana para traer un inglés descendiente de jamaicanos, Laurie Cunningham. Una perla en el extremo. El Madrid entregó un traspaso récord, 195 millones, para juntarle con los Juanito, Santillana, Del Bosque, Pirri, Benito, Camacho…
Era una maravilla de técnica y rapidez, pero apocado. No se integró bien, vino con una novia que quería salir todas las noches y, para empeorar la cosa, sufrió un pisotón que le rompió el dedo gordo del pie y la operación no atinó del todo, con lo que perdió algo de velocidad. Hizo un partido prodigioso en el Camp Nou, que se le entregó y aplaudió a rabiar en un antecedente de lo que pasaría años después, a la inversa, con Ronaldinho en el Bernabéu. Protagonizó algunas jugadas lucidas, unos córners muy personales, con el exterior del pie, como le pega ahora Modric, y poco rendimiento. Fue un fracaso casi de las dimensiones de Didí, que profundizó en la idea de que los negros nunca podrían servirle al Madrid. Cumplidos los cuatro años de contrato se fue al Sporting, donde rebotó, rodó por equipos, llegó al Rayo y se estrelló un mal día de madrugada en la A-6. Tenía 33 años y aún estaba en activo.
Del Mundial de España, disputado en el verano de 1982, quedaron en el país tres hondureños, el portero Arzu (Racing de Santander), los defensas Costly (Málaga) y Gilberto (Valladolid) y el delantero Figueroa (Murcia). Pero quedó sobre todo N’Kono, el colosal portero de Camerún, que fichó el Espanyol. Una pantera de enorme estatura, rapidez de relámpago y agilidad extrema. Un superdotado físico. En principio, un poco alocado, capaz de regalar goles absurdos que combinaba con paradas increíbles. Siempre con pantalón largo, lo que acentuaba su condición diferencial. Llegó al Espanyol con 27 años y se mantuvo hasta los 36, cuando se marchó al Sabadell, en Segunda.
Su estela abrió camino a otros, favorecidos por el nuevo prestigio alcanzado por la figura del portero negro, del que antes se desconfiaba. Así, el Depor ofreció su meta a Songóo, también camerunés, por cinco temporadas a partir de la 96-97. Y ya en la 2002-2005 el Espanyol fichó a Kameni, medalla de oro con Camerún en Sidney 2000.
Muy llamativo, aunque fugaz, fue el caso de otro inglés, Dalian Atkinson, primer negro que fichaba la Real. Llegó para la 90-91 y fue muy bien acogido, se hizo tan popular que el San Sebastián le apodaron ‘Txipiron’. Aquel curso la Real se había clasificado para la UEFA y se reforzó mucho, con él, Aldridge y Richardson, también ingleses. Pero la cosa no encajó, el equipo hizo una muy mala primera vuelta, fue eliminado pronto de la Copa y la Copa de la UEFA y en la Liga terminó en la segunda mitad de la tabla. Él fue irregular, ni mejor ni peor en líneas generales que el resto de la plantilla, pero regresó a Inglaterra. Murió también trágicamente, ya retirado, pero antes de los cuarenta, por tres disparos de pistola eléctrica y dos patadas en la cabeza, lo que hizo que el policía causante fuera acusado de homicidio. Habían recibido una llamada del padre, porque el hijo tenía una crisis nerviosa y el resultado fue ese.
Una fea costumbre aprendida de Inglaterra
El número de jugadores negros en la Liga empezó a dispararse en los 90. Se amplió el límite para fichar extranjeros, se falló la ley Bosman y se tenía más dinero para fichajes, a partir de la aparición del fútbol de pago a través de Canal +. Se pasó de contemplar casos aislados, jugadores a los que se miraba con simpatía, a que cada equipo tuviera algún futbolista negro en sus filas, o algunos, progresivamente hasta muchos. Y las aficiones visitadas empiezan a incorporar una fea costumbre aprendida de Inglaterra.
El número de jugadores negros en la Liga empezó a dispararse en los 90. Se amplió el límite para fichar extranjeros, se falló la ley Bosman y se tenía más dinero para fichajes, a partir de la aparición del fútbol de pago a través de Canal Plus. Se pasó de contemplar casos aislados, jugadores a los que se miraba con simpatía, a que cada equipo tuviera algún futbolista negro en sus filas, o algunos, progresivamente hasta muchos. Y las aficiones visitadas empezaron a incorporar una fea costumbre aprendida de Inglaterra.
A finales de los ochenta, TVE empezó a ofrecer partidos de la liga inglesa, donde entonces estaban atravesando lo que ahora vivimos aquí. Allí los jugadores negros lo pasaron mal. No hacía falta ir fuera: hasta sus propias aficiones les hacían el grito del mono o les lanzaban plátanos o cacahuetes cuando corrían por la banda, no digamos ya cuando jugaban fuera. Alguien me contó que cuando Seedorf hizo su contrato con el Madrid exigió una cláusula resolutoria para el caso de sufrir ataques racistas por parte de su propio público, lo que de ser así significaría que venía escaldado de origen.
En 1990 leí un reportaje en EL PAÍS, con firma de José Miguélez, quizá el primer aldabonazo. Cuatro nigerianos, tres del Castilla, Ohen, Oladimeji y Mutiu, y el portero del Rayo, Wilfred, se quejaban ya de maltrato patente. Eran insultados por su color en todos los campos y los tres del Castilla, para mayor desconsuelo, se veían ofendidos con desprecios racistas por sus mismos compañeros en cuanto había malos resultados o las discusiones propias del vestuario. Incluso les sorprendía que cuando caminaban por la calle algunas veces les preguntaban si vendían droga. Optaron por salir de casa lo menos posible.
Con más edad que sus compañeros, el meta Wilfred, que jugó en el Rayo desde 1990 a 1996, lo tomaba con más resignación. Quizá se la daba la portería. No se repara mucho en lo que todos los porteros tienen que escuchar por esos campos de Dios, con los hinchas del fondo, siempre los más exaltados, detrás. Últimamente, ha resucitado un video grabado en el Bernabéu, en el que Wilfred tiene que hacer oídos sordos al continuo griterío de los ultrasur: “¡Negro, cabrón, recoge el algodón!” o “Ku-klux-klan, Ku-klux-klan”. No hubo sanción alguna. Se estaba normalizando aquí lo que había sido normal en Inglaterra unos decenios atrás cuando ya estaba dejando de serlo allí.
Desde entonces la bola no ha dejado de rodar, ni siquiera ante el hecho de que la Selección haya contado con jugadores de color. Donato fue el primero; debutó con Clemente en noviembre de 1994, ante Dinamarca (3-0, con un gol suyo) y jugó 12 partidos, con presencia en el grupo de la Eurocopa de Inglaterra, en 1966. Luego, Engonga, Catanha y Senna, que fue pieza clave en la Eurocopa de Austria y Suiza, en 2008; luego Iñaki Williams y Adama Traoré, y en el último Mundial, Balde y Nico Williams, cuyo hermano, Iñaki, al ver que no contaba ya para la selección española, escogió la de su país de origen, Ghana. Los dos juegan con naturalidad y provecho en el Athletic, donde antes que ellos dos lo hizo Ramalho, un barakaldés de origen caboverdiano.
Tantos hay ya que es imposible numerarlos, aunque quizá sí clasificarlos. Donato pertenece a la categoría de los medios con fortaleza, buen posicionamiento táctico y también técnica. Ya no se fichan solo artistas más o menos discontinuos, también hombres sobre los que construir el chasis del equipo. Con Donato jugó Mauro Silva y para la misma tarea vino también al Depor Flavio Conceiçao. El propio Guardiola tuvo en la media a Yayá Touré y Keita. Capello organizó su segundo proyecto madridista sobre Diarra y Emerson. El Madrid Galáctico se resintió mucho cuando dejó salir a Makelele. Tampoco han faltado las grandes estrellas de ataque, algunas tan rutilantes como para ganar balones de oro, como Rivaldo, Henry (el que inspiró a Luis aquello de “dígale a ese negro de mierda: soy mejor que usted”, en charla motivacional a Reyes), Ronaldinho, Ronaldo, Benzema… O alguno que se extravió, como Robinho. Figuras que pusieron a sus públicos en pie, como Finidi o el más discontinuo Denilson, goleadores silenciosos como Kanouté o laterales incontenibles como Roberto Carlos, Alves o Marcelo. Roberto Carlos lo ha pasado muchos años mal en el Camp Nou, con el sonido gutural de los monos coreado a mansalva, sin que a nadie preocupara. Alves ha visto caer algún plátano.
Hoy los tienen todos los equipos. Las aficiones los aceptan en el propio, como apoyos útiles, pero cuando los tienen enfrente los zahieren con su raza, lo que expresa el sentimiento íntimo de que ese color de piel les hace inferiores, como a medio camino entre el mono y el hombre. Alguna vez incluso se ha utilizado el nombre de un jugador negro para insultar a un blanco: “¡Luis Enrique, tu padre es Amunike!”.
Todo insulto sobra. Pero al blanco se le insulta de otra manera, se busca alguna forma de degradarle que tiene que ver con su mujer, su madre, su edad, su calvicie, su gordura… Se le dicen cosas que le hagan sentir mal porque existe la convención de que es peor que te pongan los cuernos, que tu madre sea puta, que se te caiga el pelo o que estés demasiado gordo para jugar al fútbol que lo contrario. Pero cuando escoges la palabra negro como insulto —”¡Negro de mierda…!”— es que consideras que ser negro es peor que no serlo y eso es exactamente racismo.
Estos días ha salido a relucir de nuevo el caso Eto’o. Data de 2006. Él hizo un amago de irse, el árbitro, Esquinas Torres, le contuvo, le explicó el protocolo, Rijkaard, el entrenador, le insistió en que se quedase y él aceptó. El partido se completó y Esquinas Torres lo consignó en el acta, pero no quedó feliz. “En realidad el protocolo tiene como objetivo principal que el partido se complete, no el desagravio al jugador. En su redacción late esa finalidad, no la que debiera tener”, me comenta.
Se podría dar por finalizado el partido, pero esa resolución no se aplica, o se aplica poquísimo porque esta cuestión no sacude la fibra de la sociedad. Este periódico publicó hace cuatro años un estudio firmado por Daniele Grasso y Borja Andrino sobre 34.200 actas de partidos de Primera, de Segunda o de Copa desde el 2003 hasta la fecha de publicación, diciembre de 2019. Entre esas 34.200 actas examinadas sólo hay 68 que reflejen episodios racistas. Resulta inverosímil, nadie puede creer que solo en un porcentaje tan mínimo de partidos, un 0,19 %, se hayan producido insultos racistas en esos años. El estudio refleja exactamente la situación: la indiferencia ambiental ante una actitud racista no tan minoritaria que se reitera en nuestros campos.
Cuando Inglaterra ya ha vuelto, nosotros estamos aún en el viaje de ida, desdichadamente. Hoy toca dar frenazo y marcha atrás, pero las consecuencias durarán.
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