Nadal, por la felicidad perdida
Perjudicado por la pandemia y el rosario de lesiones que arrastra, el tenista relega a un segundo plano su ambición para vencer al desasosiego y al estrés profesional
A mediodía del jueves, antes de que Rafael Nadal se expresara en su academia, un allegado al tenista deslizaba a este periódico lo que el propio deportista confirmaría cuatro horas después: “Lo ha intentado por todos los medios, pero las pruebas no terminaban de salir; un día iba bien, pero al siguiente no se encontraba del todo fino y retrocedía, las maniobras o los golpes no le salían, no terminaba de encontrarse cómodo… De modo que así no podía ser. A estas alturas de su carrera, un jugador de su enve...
A mediodía del jueves, antes de que Rafael Nadal se expresara en su academia, un allegado al tenista deslizaba a este periódico lo que el propio deportista confirmaría cuatro horas después: “Lo ha intentado por todos los medios, pero las pruebas no terminaban de salir; un día iba bien, pero al siguiente no se encontraba del todo fino y retrocedía, las maniobras o los golpes no le salían, no terminaba de encontrarse cómodo… De modo que así no podía ser. A estas alturas de su carrera, un jugador de su envergadura no puede permitirse el lujo de ir a un sitio como Roland Garros para pasar dos o tres rondas nada más, así que la opción más sensata es no ir a París; a partir de ahí, luego hablará, y ya veremos cómo queda la cosa…”.
Habló Nadal, y durante los 50 minutos que se prolongaron su exposición y sus respuestas, lo hizo con claridad. Cansado de pelearse con el tiempo, con su propio chasis y contra las circunstancias a las que exige constantemente el ejercicio de élite, el deportista, a punto de cumplir los 37 años, quiso despejar interrogantes y quitó la venda a todos aquellos que todavía confiaban en un desplazamiento exprés al Bois de Boulogne, o bien esos otros que puedan esperar la enésima resurrección, el último gran golpe, la nadalada final: lo va a intentar, al más puro estilo Michael Jordan y su Last Dance, pero la realidad es la que es. Clara y meridiana: la de un icono en su fase crepuscular. Sucedió con Serena Williams, luego con Roger Federer y previamente con tantas otras figuras.
“Yo solo soy uno más de tantos deportistas, artistas o actores que han cerrado una etapa. Y, en mi caso, creo que hemos sido muy felices; el día de mañana todo será diferente, pero no por ello significa que vaya a ser menos feliz”, remarcó el balear, poniendo sobre la mesa un concepto fundamental para entender la secuencia de los últimos tiempos y las aristas que ha ido mostrando Nadal: desde hace tiempo, tres años casi ya, el sufrimiento pesa más que el placer de ganar. Demasiadas heridas, demasiados achaques y demasiado dolor físico, unas veces registrado por las cámaras —recuérdese el angustioso episodio de Roma del año pasado, sin apenas poder caminar— y otras veces no. La realidad subyacente, más allá de trofeos y éxitos, siempre ha estado ahí, latente y punzante.
“En los entrenamientos ves muchas cosas que te hacen entender otras, que no somos partidarios de exponerlas”, concedía en noviembre su preparador, Carlos Moyà, dejando entrever durante un corrillo con los periodistas desplazados a Turín que el depósito anímico del tenista no estaba lejos de desbordarse. Tampoco fue casual la reclamación previa de su banquillo en Wimbledon, otra pista de que la línea roja iba estando más y más cerca. “¡Vete ya, vete ya!”, le pedían su padre, su agente y su hermana cuando su abdominal se rasgó durante el duelo con el estadounidense Taylor Fritz, con el objetivo de minimizar daños.
“Tengo que atender cosas mucho más importantes que el tenis”, admitía Nadal un par de meses antes, tras ser eliminado en Nueva York, cuando trataba de reanudar la marcha pero la precariedad de los entrenamientos y la zozobra interior —derivada del complicado embarazo de su esposa, María— no se lo permitían. Estrés personal y desasosiego profesional, unidos en un combo que durante la pandemia de 2020 ya le hizo replantearse su proyecto y que se agudizó el curso pasado, cuando para saltar a la pista tenía que encajar una inyección tras otra; una vida entre analgésicos, agujas, pinchazos, resonancias, radiofrecuencias… Demasiado para cualquiera, incluso para Nadal.
Las últimas señales
Mientras al aficionado le deslumbra el brillo de su vitrina y guarda en paño de oro todos esos mordiscos, sinónimos de gloria, el deportista padece y la persona se erosiona. El parte de guerra es algo más que explícito, aceptado pero cruel: desde 2003, cuando comenzó a asomar la cabeza en la élite y a emitir señales fuera de serie, el mallorquín se ha perdido 13 grandes torneos como consecuencia de los percances físicos y ha estado en el dique seco alrededor de cuatro años, sumando la duración de todas las lesiones. Pese a ello, ha sido capaz de sobrepasar al mismísimo Federer —retirado en septiembre, a los 41 años— y de mantener el pulso con el serbio Novak Djokovic (36 años el próximo lunes) sin arrojar nunca la toalla. No lo hace ahora, pero se imponen la sensatez y el día de mañana. Desde hace tiempo, se pronuncia con el corazón en la mano y desprende señales. “No estoy bien, no estoy bien”, repetía en el adiós a su camarada suizo, protagonistas ambos de una lacrimógena foto que dio la vuelta al mundo.
“No se puede estar siempre exigiéndole más y más a tu cuerpo”, razonaba el jueves, “porque un día te saca la bandera blanca y te dice que hasta aquí”. Atendiendo a la madurez y engrilletando ese espíritu incontenible que lo invitó siempre a ir hacia adelante, fuera cual fuera el abismo al que pudiera caer, marca ahora una pausa que, dice, no pretende ser del todo definitiva, pero que sí establece una línea de llegada: 2024. No obstante, Nadal será hasta la última bola Nadal, y desea cumplir con ese viejo deseo de retirarse peloteando y sintiéndose competitivo, siendo fiel a sí mismo y a ese ideario que le inculcó su tío Toni desde que empezaron a moldear uno de los viajes más heroicos de la historia del deporte.
Entrenamiento y salud mental
“No pretendo ser ejemplar”, apuntó. “Simplemente, trato de hacer las cosas que considero correctas dentro de mi ética. Por supuesto, entiendo que cuando uno tiene problemas mentales o enfermedades, debe trabajar con profesionales para solventarlos, pero considero que la salud mental hay que entrenarla; si a la mínima que no nos sale algo nos paramos porque nos podemos quemar, la desentrenamos y entramos en la frustración, y acabamos siendo infelices; claro que hay un momento dado en el que es justo parar, pero creo que antes de hacerlo uno debe haberse dado muchas oportunidades”, agregaba mientras desde París se informaba de su ausencia en el cuadro principal del torneo que comienza el día 28. Será la primera vez que no asiste a Roland Garros desde que el pie le impidiera hacerlo en 2004, entonces por una primera fisura en el escafoides sufrida mientras competía en Estoril.
Entretanto, se vislumbra un paisaje tan natural como extraño. No desfilará Nadal por París y se desconoce si podrá despedirse en condiciones de su santuario el próximo año. “Esto me rompe el corazón”, transmitía al compás la directora del major parisino, Amélie Mauresmo, mediante un comunicado. “Como todo el mundo sabe, estoy haciéndome mayor…”, comentaba el campeón de 22 grandes en noviembre, tras haber sido eliminado de la Copa de Maestros pese a un triunfo postrero ante el noruego Casper Ruud. “Han sido momentos de mucha frustración, para mí y los que están a mi lado; al final, hay momentos en los que la victoria es la única recompensa”, resolvía en su localidad.
Pero, definitivamente, la voluntad choca con la realidad. El presente de Nadal ya no depende de logros —ocho grandes por encima de la treintena—, de cumbres ni del ranking que pueda ocupar, ahora asunto muy menor por mucho que la decisión lo empuje al precipicio clasificatorio. Responde sencillamente a la vida: a una cuestión de merecida felicidad.
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