Eliud Kipchoge, premio Princesa de Asturias de los Deportes 2023
El atleta keniano, plusmarquista mundial y doble campeón olímpico en maratón, sucede como galardonado al equipo olímpico de refugiados
Eliud Kipchoge (Kapsisiywa, Kenia; 38 años) ha sido galardonado con el premio Princesa de Asturias de los Deportes en la edición de 2023 por ser un “referente del atletismo mundial”, según ha hecho público este jueves por unanimidad el jurado encargado de su concesión, presidido por Teresa Perales. El atleta keniano, campeón olímpico en maratón (2016 y 2020) y campeón mundial de 5.000 metros (2003), ...
Eliud Kipchoge (Kapsisiywa, Kenia; 38 años) ha sido galardonado con el premio Princesa de Asturias de los Deportes en la edición de 2023 por ser un “referente del atletismo mundial”, según ha hecho público este jueves por unanimidad el jurado encargado de su concesión, presidido por Teresa Perales. El atleta keniano, campeón olímpico en maratón (2016 y 2020) y campeón mundial de 5.000 metros (2003), logró en septiembre de 2022 una nueva plusmarca mundial (2h,1m,09s) en la Maratón de Berlín, superando la que él mismo había logrado en 2018. El jurado, que dio a conocer el fallo en Oviedo, sede de la fundación, tomó además en consideración el hecho de que el atleta “desarrolla una importante labor social a través de la fundación que lleva su nombre” y que promueve “el acceso a la educación infantil y a la protección del medio ambiente”.
Correr un maratón es enfrentarse dos horas y más al sufrimiento, al dolor, al cuerpo que dice stop, y si a veces tal carga le pesa a los que se enfrentan a los 42,195 kilómetros, superarla también le permite sobrevivirse, congelar en un instante fugaz toda la vida, sentirse inmortal, detener el tiempo para grabarlo en la memoria para siempre. “El espíritu transporta al cuerpo, la fuerza mental es la clave. Corro desconectado de mis pensamientos”, es el lema de Eliud Kipchoge, el atleta que personifica más que ninguno en la historia, la carrera del maratón, y su espíritu ascético y su cuerpo finísimo, nacido para la carrera de fondo, humanizan mejor que nada los últimos avances tecnológicos, zapatillas atómicas que alargan el paso y amortiguan las pisadas, y bebidas que permiten que el estómago pueda absorber todos los carbohidratos que necesita el organismo para reponerse, fundamentales en la evolución de las marcas en el maratón.
“Hasta el hombre más poderoso necesita a alguien que le corte el pelo”, dice a veces Kipchoge, recitando un dicho africano. “Nunca diré que soy el mejor de la historia, nadie puede decirlo”. Pero no hay maratoniano más grande que Eliud Kipchoge. Ni atleta con más necesidad de enfrentarse a sus límites y a los de su prueba. Comenzó como atleta de 5.000m, y a los 18 años superó a los dos más grandes del momento, Kenenisa Bekele e Hicham El Guerruj, en la final del Mundial de 2003, en París. Ya cerca de los 40, y en su undécimo año como maratoniano, el keniano, doble campeón olímpico y doble plusmarquista mundial, se repone de la tercera derrota de su vida en la distancia, dolorosa y triste bajo la lluvia de Boston. Terminó cojeando, y hasta había desaparecido su sonrisa, que parecía pintada en su rostro, la mueca de corredor feliz. Nadie duda de que volverá a ser grande, imbatible.
Solo hacía siete meses que en Berlín había batido por segunda vez el récord del mundo, acercándolo inevitablemente a la barrera de las dos horas (esas 2h,1m,09s). Kipchoge es el monje del maratón, y en Kaptagat, en el valle del Rift, a 2.000 metros, tiene su monasterio. Lleva una vida de ermitaño místico. Madruga más que nadie. Corre más que nadie. Se acuesta antes que nadie. Se levanta a las cinco de la mañana. Desayuna gachas de avena. Después, sale a correr y es su Nirvana. La mente clara, limpia, solo concentrada en la carrera.
Ha disputado 20 maratones. Ha ganado 17 (diez de ellos, majors: Chicago, 2014; Londres 2015, 2016, 2018 y 2019; Berlín, 2015, 2017, 2018 y 2022, y Tokio, 2022). Solo le faltan Boston y Nueva York para conseguir un grand slam imposible, y, además, corrió dos maratones extraoficiales organizadas para él con el fin de que saciara su sed de imposibles, pues le apremia el tiempo, y para la humanidad, para que todos sigamos pensando que el progreso no tiene límites. Fueron sus dos asaltos a las dos horas. En el circuito de Monza, en 2017, se quedó cerca, 2h,25s. En la segunda, lo consiguió. Fue en el Prater de Viena, el 12 de octubre de 2019, un coche generando rebufo y disparando un rayo verde delante de él, la luz que le marca el ritmo, 2m,51s cada kilómetro, 17,2s cada 100 metros, sin descanso, y varios atletas turnándose como liebres, avituallamientos a la carta, zapatillas último modelo, y una marca de 1h,59m,40s.
“Sé que físicamente el maratón es muy duro, pero si el espíritu está bien también lo están las piernas, los músculos, el corazón. Y no conozco mis límites”. Y cuando le preguntan que qué le mueve a seguir corriendo, él, que lo ha ganado todo, no habla de su motivación, sino de su misión. “Mi motivación es inspirar a los demás, motivar a todos los jóvenes”, dice. “Corro por mi familia y por la gente. El deporte une a todos. Eso es lo que me motiva de verdad”. El monje keniano amante de los aforismos, de la vida sencilla, y su pose y sonrisa zen de abad budista, o de Dalai Lama casi, sigue la senda del que sería el más grande si él no hubiera nacido, el etíope Abebe Bikila, campeón olímpico en Roma 60 corriendo sobre los desiguales adoquines de la capital italiana a la luz de antorchas con los pies descalzos hasta el arco de Constantino, y luego, cuatro años más, en Tokio 64, repitió victoria, ya con zapatillas, unas Tiger de Onitsuka, y volvió a batir el récord del mundo (2h,12m,11s). La imagen de la pureza, la sublimación del atletismo que a tantos emocionó, y su memoria persiste en las piernas de su vecino del sur, campeón olímpico en Río 2016 y en Tokio, también, en la maratón de los Juegos de 2020, que se disputó en Sapporo en 2021.
“He estado en la luna, y he regresado”, dijo Kipchoge, explorador en un territorio virgen, salvaje, del cuerpo humano, después de bajar de las dos horas en Viena. “Los últimos 200 metros, los últimos 30s, han sido el mejor momento de mi vida, estaba haciendo historia. Soy un hombre feliz”. Congelando la vida en un instante, había alcanzado la inmortalidad.
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